La jodida soledad

“Féodal royaliste, misogyne, phallocrate violent!”[1]

Michel Onfray, describiendo al marqués de Sade

 

 Me detuve un momento frente a la pintura.  Recordé haberla visto antes.  Atraje la atención de quien me acompañaba y le pedí que observara junto conmigo: era la representación de una boda, en la que los recién casados, una especie de damitas y tres personajes más volteaban todos hacia la lente de una cámara imaginaria – o hacia la mirada de un artista imaginario escondido tras un imaginario caballete.  ¿La particularidad?  Los retratados tenían todos el mismo rostro.

A mi amiga aquello no le entretuvo más que un par de segundos.  Se encogió de hombros y siguió recorriendo la sala.  Yo me quedé un poco más.  La pintura encerraba algo de sentido del humor, pero también me hacía experimentar una especie de compasión que no supe identificar a cabalidad en ese momento.

Nahúm Zenil.  Retrato de boda
Nahúm Zenil. Retrato de boda

Zenil se convirtió, en el México homofóbico de los años ochenta, en un (como dijo Maai Ortiz) “baluarte de la representación pictórica con temática abiertamente homosexual”.  Nunca me habían llamado la atención los artistas del denominado movimiento Neomexicanista, pero quise, luego de aquel paseo por esa sala del Museo de Arte Moderno, averiguar algo más sobre la obra de Zenil.

Aprendí que lo habían influenciado Frida Kahlo, Chagall, El Corsito y quizá también – aunque sin querer – Icaza, junto con otros pintores que muy posiblemente habían reprobado sus clases de dibujo (¿reprobaría Zenil las clases de dibujo en La Esmeralda?).  Sobre todo, comprendí que se inspiraba en los ex votos y en la pintura popular mestiza.  ¿Su temática?  Recurrentemente la homosexualidad, la raza, el concepto de nación, la profanación de lo sagrado y la etnicidad.  ¿Iconográficamente?  La abundancia de falos.  Algo interesante: Zenil visitaba el autorretrato una y otra vez.

Me quede con el Retrato de boda.  Todo lo demás que vi me dejó sin cuidado.  No que me hubiera escandalizado, como a Edwina Moreno, quien exclamó que aquello era una “aproximación a la pintura pornográfica y obscena”, y que en “El gran circo del mundo” – proyecto, me parece, curado por Tere del Conde – “el artista mostraba públicamente sus reiteradas perversiones sexuales”).  No.  Simplemente decidí que no me iba a divertir hablar acá de un hombre empinado con un asta bandera clavada en el culo, ni de un autorretrato como arcángel exhibicionista, ni tampoco de su auto-representación como Santiago Matapenes, ni de su muy particular manzana de la tentación partida por la mitada que mostraba en cada interior un miembro flácido (de tanto pintar penes, ¿sería también este hombre culpable, en una vuelta de tuerca, de apoyar la falocracia, pecado del cual Onfray había acusado al divino marqués?).

Yo seguía rumiando sobre aquel retrato de boda.  ¿Qué era ese sentimiento de compasión que me provocaba?  Mi mente enferma hizo más vinculaciones.  Atrajó escenas de Saló, aquella película de Passolini inspirada en los Ciento veinte días de Sodoma.  Sentí algo de culpa por haberme divertido con aquellas espantosas imágenes, pero un poco menos mal por haberme reído con la escena en la que tres de los personajes principales – todos hombres – se visten de mujeres y se casan en un muy sano proyecto de ménage-à-trois.  Zenil también, como Sade, vinculaba lo sagrado con lo obsceno; al menos, pensé, si partimos de la premisa de que Georges Bataille tenía razón al decir que “(le sacré) nést au fond que le monde que Sade a réprésenté et dont personne ne veut parce qu’il fait peur”[2]

Hoy las combinaciones de boda posibles son innumerables: hombre-mujer, mujer-mujer, hombre-hombre, transexual (hombre) – transexual (hombre), transexual (mujer) -transexual/(mujer), transexual (hombre) – transexual (hombre) y transexual (mujer) – transexual (mujer).  A Passolini, via Bataille – Sade, se le había ocurrido hombre-hombre-hombre (vestidos de mujer).  Y a Zenil una boda muy solitaria: él mismo con él mismo.

Y fue entonces que empecé a entender qué era lo que me turbaba.  Ese autorretrato múltiple no era una adoración del yo.  Era la solicitud de aprobación de la existencia.  Era un grito de desesperanza de alguien que sufría de soledad.

En los noventas, Zenil le había escrito a Tere del Conde: “[…] mi motivo principal, ¿será la soledad o mejor la búsqueda de comunión […]”.   En algún lado escribió Bataille:  “L’erreur grossière de Sade […] consisterait en effet à ne pas avoir compris que l’être n’est jamais moi seul, c’est toujours moi et mes semblables”[3].  Efectivamente: es un error no comprender que el ser no es un mismo, sino uno mismo y sus semejantes.  El sentimiento compasivo que me invadió al contemplar la boda de Zenil era el de empatía con un solitario.  Porque quien ha sufrido de soledad sabe que estar solo puede a uno sucederle también en medio de una boda.  La soledad es un estado emocional difícil de sobrellevar.  Ya Hopper había representado genialmente la soledad acompañada.

Tal vez Sade no era culpable de un error vulgar por no haber entendido que uno no era solo uno mismo.  Tal vez simplemente no pudo sobrellevar la espantosa soledad.  Tal vez Zenil, como trataba de transmitirle a su amiga crítica de arte y como trató de transmitirnos a nosotros en ese retrato de boda, tampoco pudo hacerlo.  Y esto es digno de empatía.  Porque estar solo es bien jodido.

 

[1] ¡Monarquista feudal, misógino, violento falócrata!

[2] “(lo sagrado) no es en el fondo más que el mundo representado por Sade, del cual nadie quiere saber porque da miedo”

[3] El error vulgar de Sade […] consistiría, efectivamente, en que no pudo comprender que el ser no es jamás yo mismo, sino siempre yo y mis semejantes”.

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