Cubriré los espejos en señal de luto, no quiero ver. El único reflejo que quiero está en las pinturas de Benjamín Domínguez, en ellas buscaré a la realidad, en ellas veré a mi propio ser, ahí quiero que la existencia se manifieste, en los cuerpos tatuados de sus personajes, en la levitación pagana de sus magos que eran santos poseídos por otros dioses. Cómo decirte ahora que tu pintura es eterna, cómo explicarte que estabas creando para un tiempo sin fecha, cómo Benjamín si aún no puedo terminar de ver tus obras, de analizarlas, de comprender en qué momento inventaste ese lenguaje.
Sé, por ejemplo, que naciste hace más de 350 años, que por eso conocías los secretos de la pintura novohispana, sus técnicas y peligros, que sabías sacar de los altares a los ángeles para pervertirlos, para hacerlos gozar con juegos sadomasoquistas, y diversiones de niños. Alterabas las costumbres, pintaste bicicletas y convertiste a los ángeles en cirqueros, hiciste de los milagros un acto de magia.
Sin miedo, con una obstinada búsqueda de la belleza del dolor y del placer doloroso, de la expiación a través de la carne, fuiste más lejos, pasaste por encima de tus brocados bordados en oro, de los zapatos con piedras preciosas, y del lujo barroco que solamente tú conoces, todo eso lo enajenaste, lo desquiciaste, lo llevaste a la más oscura mazmorra, a la celda donde los cilicios perforan la carne, donde las cuerdas de cuero atan el cuerpo para que resista, para que conozca el éxtasis.
En el pequeño rincón donde pintaste, desde esa ventana por la que nunca te asomaste, diste la espalda a la precaria cotidianeidad, tu lienzo es más grande que la vida contemporánea, tu lienzo es un túnel sin final, en una de sus celdas está Salomé con antifaz de cuero, penacho novohispano y níveo torso desnudo, sostiene la cabeza de un cordero mientras ve la del Bautista. Carcelero de tus víctimas, con qué placer preciosista los martirizaste, a uno de ellos lo colgaste de cabeza en una compleja atadura, las piernas cubiertas por un brocado, los brazos escurriendo la sangre depositada en un plato, puedo escuchar en el silencio cómo caen las gotas.
Primero construiste el gran escenario del barroco, lo dominaste y luego, en un grito lo convertiste en la más depurada morada de lo obsceno. Reuniste a la parafernalia sadomasoquista con la iconografía religiosa, ¿ahora en qué vamos a creer? ¿En el dolor? ¿En el gozo? En la belleza, en tu fijación con la belleza, que hoy está perseguida y proscrita y permanece refugiada en las celdas en las que mantienes presos a tus personajes. Riqueza, exuberancia, el banquete de la promiscuidad entre máscaras de plata, esos cuerpos blancos, concupiscentes, apestan, son tan hermosos que los lastimas.
Liberaste a tu pintura cuando la amarraste y flagelaste, en ese momento comenzaste a pintar con toda tu sabiduría, en Pan de angustia y agua de aflicción te rebelaste, escapaste de lo visible para pintar lo prohibido, el grito dentro de esa bolsa de plástico, la transparente violencia, es el instante del más grande placer, arrancar la bolsa un segundo después es la muerte, juego frágil, incomparable en riesgo, la recompensa es inmensa como esa pintura. No quiero ver ningún reflejo, no quiero saber quién soy, no me interesa, pero si me doy tiempo para engañarme, quiero que sea en una de esas pinturas donde pueda mirarme, y tal vez, entender un poco para qué estamos aquí, y para qué alguien como tú se va.