El imaginario berrinche del niño de las botas rojas

Hace unos días, para ser preciso el 24 de julio próximo pasado, como dicen los abogados con toda su imprecisión léxica, un amigo que tengo que se llama Mario Vargas Llosa me contó de una experiencia que tuvo en el Tate Modern.  Vaya: siendo franco, debo decir que me lo contó a mí y también a todos los demás que lo leyeron aquel día en El País.

 

Mario Vargas Llosa estaba queriendo distraerse de las molestias que le ha venido causando el escándalo del Brexit y el miedo que le provoca el eventual Italeave, razón por la cual fue a ese museo a buscar “arte”.  Pero no lo encontró.

 

En una sala se plantó frente a un objeto de “arte conceptual”.  Reparó sin demasiado esfuerzo en que se trataba de un palo de escoba pintado de colores.  Al poco tiempo llegaron una serie de pre-adolescentes acompañados de una profesora.  La mujer les explicó lo que aquello era, lo que el artista pudo haber querido decir con su “obra”, y la importancia que tiene el arte contemporáneo de esta corriente llamada conceptual para efectos de estimular la imaginación de los observadores.

 

Aquello, descubrió mi amigo peruano, no era más que un palo de escoba que el “artista” había pintado de colores luego de haberla despojado de las varas que antes le habían permitido realizar las labores que realizan las escobas; labores que esa nunca más – ¡hélas! – volvería a poder desempeñar.  En otras palabras, aquella exescoba había sido, ya no era, ni volvería jamás a ser.  Los torturadores de animales les arrancan las patas a las arañas, una a una, y todo mundo se escandaliza.  Los “artistas conceptuales” despojan a las escobas de sus varas de paja, y los críticos de arte les aplauden como focas.

 

Me hubiera interesado conocer el nombre del artista si de algo sirviera a estas alturas buscarlo para reprocharle un par de cosas que me molestan sobremanera y que a continuación pretendo compartir con ustedes. Pero como ya la pesquisa viene guanga, prefiero que para efectos míos el insensible mutilador permanezca en el anonimato.

 

Verán ustedes: Sebastián tiene dos años y pasa el tiempo haciendo básicamente dos cosas: calzándose unas botas rojas y buscando escobas para barrer con disciplinado afán.

 

En un escenario triste y también (alegremente) imaginario, Sebastián fue al Tate Modern cuando la exescoba todavía estaba expuesta en una de las salas del inmueble.  Berrinchudo como es,  el niño, dándose cuenta de que alguien había tenido la osadía de vulnerar y mutilar un objeto tan caro para él, tan cercano a su corazón, tan parte central de su vida, dio un patín de bota roja a la instalación, al tiempo que berreaba con toda la furia heredada de su madre.

 

Yo lo comprendí antes de consolarlo.

 

Ya basta de burlarse de la gente y de hacer enojar a los niños de botas rojas faltándole al respeto a los objetos por los cuales – como Sebastián – se levantan cada mañana.

 

Por que es verdad: Sebastián se levanta a diario – insisto – con el único propósito de encontrar una escoba para ponerse a barrer con frenesí.  Y por lo visto, inconscientes, los artistas conceptuales se salen de la cama para provocar que las maestras de escuela se vean en la ridícula posición de decir cosas absurdas como “en el arte contemporáneo todo es posible”, para que los niños poco crecidos se burlen de cosas que ya no son lo que eran porque alguien ha decidido rebautizarles como “obras de arte”, y para lograr, sin ningún tipo de miramiento ni compasión, que los niños de botas rojas hagan berrinches inauditos.

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