El peor enemigo

Hace algunos años solía platicar mucho con un hombre venido a menos. “Ser un hombre venido a menos es horrible”, me decía con frecuencia. Y luego me ilustraba: “verás, querido amigo: caer en desgracia es algo así, toda proporción guardada, creo yo, sin tener elementos suficientes para afirmarlo, como perder la vista en un momento de la lucidez de la existencia. Nacer ciego no es tan grave. No tienes punto de comparación. Enceguecer debe ser aterrador. De igual forma, el desconsuelo de tenerlo todo y de la noche a la mañana perderlo para caer en la inopia es tan desolador como estar escondido al fondo de los escombros producidos por un terremoto, en un hueco inmundo, última morada, el lugar de la despedida, con una sola certeza: que no habrá salvación”.

Mi amigo, huelga decirlo, era un derrotista. Era un derrotista y un azotado. Es verdad que vivía en condiciones lamentables. Y es verdad, también, que nunca mejoraría su estado. Lo sabía yo. Lo sabía él. Corrijo: era verdad que sólo mejoraría su estado mediante un cambio radical – que podía ser provocado o generado por circunstancias fortuitas -. Sólo cambiaría su condición si intervenía la muerte.

Siempre que lo veía se estaba quejando. Sospecho, ahora, que encontraba algo de placer en su sufrimiento. Calculo que era un discípulo empírico de Sacher-Masoch y disfrutaba en sus lamentaciones. La gente es muy extraña. Los seres humanos gozan con lo inaudito.

Un día me dijo: “A mí no me está manteniendo nadie, y eso es muy doloroso. A veces tengo hambre. Y vivo entre gitanos andaluces. El otro día se metieron a robar y no encontraron nada, así que se salieron, y luego volvieron y me dejaron una tortilla de patatas. La generosidad del ser humano a veces me sorprende.” Luego se calló un segundo y, después de un silencio apenas percibido, acotó: “para esto, claro, tenemos que partir de la concesión de que los gitanos también son seres humanos”. Mi amigo, estorba recalcarlo, era un hijo de puta.

Después de dos años sin verlo, ayer me acordé de él. Quise ir a visitarlo. No estaba en su cuchitril habitual. La señora que lo había acogido, hacía tiempo, en un arranque de conmiseración, me dijo que había muerto. Ya no encontré su cuerpo en la morgue. Era demasiado tarde para una última visita.

El hambre es un flagelo que azota al ser humano desde que tiene memoria. O quizá desde antes. No lo sabemos a ciencia cierta. O sí. Parece que el hambre es consustancial al ser humano. Así como el putaísmo, la maldad, la fealdad y el egoísmo. El hambre acompañará al ser humano como género hasta el fin de su existencia, que ojalá venga muy pronto.

Han padecido hambre muchos inocentes. A los menos insensibles, el conocimiento de esta realidad puede hacer saltar las lágrimas. Un rato, nada más. Un instante de compasión. Luego lo olvidan y pasan a lo siguiente. Lo ajeno no es problema de ellos. El concepto ha sido retratado por artistas de muchas latitudes. El arte no lucha contra el hambre. El arte utiliza su existencia para nutrirse. Lo sabía muy bien Kevin Carter, quien con una imagen controversial ganó el premio Pulitzer. Su problema, el de Carter, fue que tenía esa debilidad que los espirituales confunden con sensibilidad, y los insensibles con flaqueza. Su problema lo llevó, al poco tiempo, a intoxicarse hasta morir.

kevincarter
Kevin Carter. Niño sudanés y zopilote

Honoré Daumier se burlaba de todo. O casi de todo. Pero parece que el tema del hambre, en cambio, no le causaba tanta gracia. No le causaba gracia, no, pero aún así le servía. Le servía para existir a través de su obra. No se tiene noticia de Honoré Daumier fundando ningún tipo de asociación civil destinada a recaudar fondos para alimentar a los desahuciados.

Honoré Daumier. El Vagón de tercera clase
Honoré Daumier. El Vagón de tercera clase

El hombre, cuando quiere subsistir, es capaz de todo. Eso dicen. Dicen, incluso, que para no morir el hombre es capaz de comerse lo que sea. Ahí tenemos el ejemplo de los deportistas de los Andes, aquellos que se comieron entre ellos para no morir de inanición. Pero para esto hay que atender a una premisa básica: que el hombre prefiera no morir.

Aunque no lo creamos, el caso de Cronos fue igual. Claro está que él no se comió a sus hijos por hambre. Para un dios, el hambre es un concepto incomprensible. Pero increíblemente, aunque no sufriera hambre, ese dios indispensable se atragantó con sus vástagos teniendo en mente la misma intención que aquellos que comen lo que sea para cumplir con una necesidad fisiológica: la propia supervivencia. Pero el proyecto fracasó. A pesar de sus esfuerzos, el creador del tiempo fue derrotado por los hijos consumidos. Zeus y Poseidón estuvieron ahí para contárnoslo.

Francisco de Goya.  Saturno devorando a uno de sus hijos
Francisco de Goya. Saturno devorando a uno de sus hijos

Para el padre de Péter, ese viejo inclemente, miembro del imaginario de Sándor Márai, mi amigo era un inepto. Un inepto que no merecía comer. Para Agustín de Hipona la idea hubiera sido perfectamente subrayable: “el que no quiera trabajar que no coma”, decía el obispo.

Al final, mi amigo corrió una suerte distinta. No murió por inanición. No murió por ineptitud. Si acaso, sí, por inadaptabilidad. Pero creo que se trata de conceptos distintos. Mi amigo, encerrado en su cuchitril, negado a escuchar las voces de los rescatistas del hambre, inhabilitado por su propia voluntad para ayudarse a sí mismo, había hecho una elección. La vergüenza lo había fastidiado. Había caído en desgracia y había tomado la firme decisión de no salir del fondo de los escombros, lugar de la despedida al que había decidido ir a dar. Se parecía más al artista del hambre de Kafka, aquel exhibicionista que se había encerrado entre barrotes para demostrar al mundo su capacidad de ayunar. Quizá sea que a mi amigo – y esta es otra idea que habrá que analizar en otro foro, porque acá no se habla de eso – le correspondiera morir así a fin de redimirse en otra vida. Pero no nos confundamos. La realidad de la tragedia – o ventura – de mi amigo, era muy clara. Para efectos pragmáticos, mi amigo fue víctima del peor enemigo que uno puede tener: uno mismo.

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