De confusiones erótico pornográficas

“Me gustan los temas fuertes, trágicos. Se puede decir que soy de los pintores malditos”.

Gustavo Montoya

“[…] Evidentemente el torbellino sexual no nos hace llorar, pero siempre nos turba, en ocasiones nos trastorna y, una de dos: o nos hace reír o nos envuelve en la violencia del abrazo… Es debido a que somos humanos y a que vivimos en la sombría perspectiva de la muerte el que conozcamos la violencia exasperada, la violencia desesperada del erotismo.”

Georges Bataille

Ciudad de México.- Son cien mujeres. Cien mujeres de distintas fisonomías (de todos tonos de pieles; de pelos de cromatismos varios). Todas con volúmenes. Con curvas, dirían. Caderas anchas. Tetas abultadas. Pubis frondosos. Es normal. A finales de los años cuarenta no estaba todavía de moda depilarse la entrepierna.

Fíjese usted bien: algunas caras se repiten (¿nunca repite Dios las caras de los seres que ha venido creando a través de los siglos, de forma idéntica y sin variaciones? ¿de dónde salen tantos moldes?). Las combinaciones quizá sean eventualmente limitadas. ¿Son caras de modelos reales? Posiblemente. O no. No importa.

Genera sorpresa la temática. No hace falta mucho análisis para escandalizarse si el moralismo abruma. Si el puritanismo domina. Si partimos de la premisa de que lo íntimo no debe ser expuesto.

Son cien mujeres. Cien mujeres en una orgía. Escandaliza el concepto representado iconográficamente. ¿Escandalizaría más una fotografía? Claro. Habría más relación con la inmediatez. Una transmisión de un acontecimiento efectivamente verificado. Una pintura puede no ser vestigio de la historia. Puede ser una emanación de lo imaginado. Una representación de lo soñado. Una concreción en óleo de lo que existió solamente en la masa gris de algún degenerado. Además, son cien mujeres. ¿Sería más tolerable para nuestro moralismo si hubiera algo de heterosexualidad en la composición?

Imagen: Flickr.
Gustavo Montoya / Escena erótica femenina

Llaman la atención, a mayor profundidad dedicada, otros elementos dignos de considerarse. Que Montoya había conocido a los metafísicos. Que Montoya había visto los cuadros plagados de figuras en múltiples planos del belga Paul Delvaux. Que Montoya se había enterado de que un señor de apellido Chirico había pensado en columnas, en espacios inmensos, en horizontes difíciles de definir.

Tampoco puede uno dejar de notar lo atípico de la temática en la carrera del artista. Gustavo Montoya pasó gran parte de su vida pintando escenas callejeras de la Ciudad de México (dicen que padecía de un mal llamado manía ambulatoria que le obligaba a moverse de punto, como si un cosquilleo indefinido le rascara las plantas de los pies), portarretratos, retratos sin simbolismo, y niños sentados. Los famosos niños sentados de Montoya. Niños aindiados, vestidos con trajes típicos (¿riverescos niños?), bien acomodados en sillitas de factura popular, vernácula o rural. Niños y niñas posando en toda su ingenuidad. Niños y niñas con las piernas bien cerradas.

¿Qué estaba pensando Montoya? ¿Por qué pintó un buen día una escena tan escandalosa, tan tendiente a turbar las buenas consciencias? ¿Para “épater les bourgeois”? Quizá. Quizá no. Tal vez no hay tanto análisis qué hacer. Posiblemente se trató tan sólo de un encargo, como dicen que fue el caso de la famosa pintura “El origen del mundo”, de Courbet (¿otro Gustavo, otro provocador?). Una teoría apunta a que Khalil-Bey, aquel diplomático turco radicado en un momento en Francia, la encargó para ampliar su colección de pinturas eróticas. Otra teoría habla de una irlandesa, novia de Whistler, amante del francés, luego, en una historia tórrida que separó definitivamente a los amigos artistas (el pelo púbico que no concuerda con la cabellera rojiza de Joanna tiene que ver con una pretensión de distraer de la idea de que se trataba de la misma modelo…).

Gustave Courbet / El origen del mundo.
Gustave Courbet / El origen del mundo.

Gobernaba Francia Napoleón Tercero. Un tiempo en el que no había escándalo cuando los pintores presentaban obra erótica, siempre que esta evocara escenas mitológicas u oníricas. ¿Por qué no lo real? El atrevimiento de Courbet no pudo sino generar molestia entre la crítica.

Somos hipócritas. Cuatro años antes, Ingres había pintado a un conjunto de mujeres desnudas en unos baños. Nadie reaccionó con molestia. Pero sí lo hicieron con Le déjeuner sur l’herbe de Manet. ¿Somos hipócritas o degenerados? ¿O unos degenerados hipócritas? ¿Será que la depravación radica, más bien, en la mente del espectador?

Jean-Auguste-Dominique Ingres / El baño turco.
Jean-Auguste-Dominique Ingres / El baño turco.

¿Qué estimula más, lo evidente o lo sugerido? Teóricamente, lo erótico tiene que ver con sutilezas y con epidermis -a veces mostrada con generosidad- mientras que lo pornográfico pretende presentar escenas sexuales de manera desenfadada. Lo erótico es artístico y sensual. Lo pornográfico quiere provocar la excitación lúbrica. Pero, ¿no estimula más los sentidos una escena discreta y velada que deja espacio para la imaginación que un acto sexual explicito, rayano en lo grotesco? ¿Dónde se traza el límite entre lo erótico y lo pornográfico?

Lo prohibido. Lo velado. Lo sutil. Lo escondido. Lo turbio no representado. Lo impúdico provocado para dejar que sea la mente del espectador la que termine de pintar la escena. Y lo voluptuoso. Lo lascivo. Lo explícito. Lo crudo. Lo brutal. Lo sexual sin velos. ¿Dónde está la provocación? ¿Dónde lo artístico? ¿Deja de ser artística una obra que retrata con crudeza una escena que, por determinaciones culturales, debe desarrollarse en la privacidad que garantizan cuatro paredes?

La excitación sexual. Quiero pensar que todo se reduce a un tema personal. A una valoración estrictamente subjetiva. Esto, junto con una serie de valores aceptados por los más en un lugar, en un tiempo y en una cultura determinados. En nuestra hipocresía, no nos molesta ver desnudo al David de Miguel Ángel, ni nos espanta recordar, con la ayuda del pincel de algún europeo del norte, la bestialidad de Zeus-toro penetrando a Europa-muchacha-inocente, ni las figuras fálicas en piedra de las culturas primitivas, ni los pechos exuberantes y las vaginas hinchadas de las esculturas de los antiguos mediterráneos, ni la desnudez sensual y perfecta de las africanas que aparecen en un Coffe Table Book de Assouline (“las tetas de las blancas aparecen en Playboy; las de las negras, en National Geographic”, dijo, sintiéndose chistoso, un cantautor argentino. Hace unos días, recordé al pensar en esto, un estudiante haitiano sufrió por el anacrónico comportamiento racista de un grupo de personas en una universidad tamaulipeca. No me alarmó lo políticamente incorrecto del hecho en primera instancia. Más me molestó el acontecimiento porque el racismo ya ni siquiera resulta trendy); sí nos escandaliza, en cambio, la sugestión de una obra balthusiana, la provocación implícita de la Olimpia de Manet y la escondida lascivia de sus personajes tumbados en la hierba.

El artista no provoca más que si se deja provocar el puritano (la obra de arte sólo se termina cuando se genera la comunicación entre el artista y el observador). Montoya pinta, en las poses más atrevidas que es posible imaginar, a cien mujeres libidinosas. Y a todos nos gusta. Aunque sintamos que la sociedad espera de nosotros que desviemos la mirada.

Entrevistaron a Balthus y le preguntaron sobre su obsesión lujuriosa por las niñas impúberes. El polaco reaccionó con sorpresa. Y les dijo a sus espectadores que él no hacía más que representar niñas. Los depravados, señores, son ustedes.

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