Resbalarse

“[…] [U]na posible pugna… [E]ntre las artes tradicionales y el arte que no utiliza las técnicas tradicionales… Para mí es una discusión estéril, no va por ahí; si hay una voluntad de hacer arte, probablemente exista el arte […]”

Abraham Cruzvillegas

“No man can surpass his own time, for the spirit of his time is also his own spirit.”

  1. Hegel

Qui n’a pas l’esprit de son âge, de son âge a tout le malheur”

Voltaire

Ciudad de México.- Del hombre había oído mucho y visto poco o casi nada. ¿La primera referencia? Una llamada telefónica, furiosa, de un amigo crítico de arte que se había sentido ofendido por una muestra de arte conceptual ofrecida en el Museo del Eco (“¡arte mis narices!” había gritado trasnochadísimamente). Pasó mucho tiempo para que el morbo que ese artista había despertado en mí volviera a manifestarse.

Llegué a un museo ubicado en una colonia planeada con la punta del nabo. No sabía muy bien con qué me enfrentaría, pero el nombre decididamente me había resultado atractivo: Autoconstrucción.

Me trepé en un elevador inmenso. ¿Un elevador de carga? Algo así. En un espacio en el que cabrían sesenta personas estaba yo disponiéndome a gastar energía ajena por pereza de gastar la propia en tres vuelos de escaleras. Al salir, antes de leer el texto curatorial, estuve a punto de resbalarme con algo que parecía un chicozapote en proceso de descomposición (¿cuántos días más duraría ahí? Esa pregunta me la volvería a hacer al final de la visita). Luego leí el texto. Un texto elocuente y muy bien redactado. Y la idea de lo que estaba por ver me pareció relevante.

Autoconstrucción. El paralelismo entre la construcción en familia de una casa habitación y la construcción de la propia identidad. Un tema recurrente en México: casas que nunca terminan de construirse; casas siempre en proceso de construcción, siempre inconclusas, como la propia identidad. ¿Cuándo termina un hombre de definirse? Tal vez nunca. Como las casas mexicanas de los barrios marginales y de las zonas rurales en donde algún día existió la esperanza: siempre los castillos de fuera, las varillas torcidas, los ladrillos sin enjarrar. Ya habrá dinero y podremos hacer un segundo piso. Algún día. Ya terminaremos la construcción. Ya acabaremos de construirnos. De autoconstruirnos. Nos construimos a nosotros mismos a medida que vamos construyendo el lugar que pretendemos habitar.

La obra de Cruzvillegas es autobiográfica. Parte de narrar esa experiencia infantil que aparentemente le ha cimbrado y ha dado lugar al nacimiento de un proyecto que no deja de estar en marcha, al igual que no puede detener su marcha un proceso de búsqueda de la composición del ser.

La materialidad como vestigio. El hombre no produce, sino que simplemente transforma. Este hombre, digo. Parece que la idea de producir le lleva al final y no al inicio. La transformación sucede de cualquier forma. Y por eso recurre a materiales que encuentra; objetos que tienen una historia qué contar si alguien está dispuesto a escucharles (recuerdo la historia de los soldados villistas al tomar Zacatecas e irrumpir en las casas de los ricos; les imagino encontrándose con bacinicas de porcelana jamás vistas. Dicen que algunos sirvieron Vega Sicilia en recipientes destinados a la inmundicia. El primer encontrón de un hombre con un objeto que le quiere contar algo. Hay veces que uno recibe mal los mensajes…).

Recorrí todo el espacio. Un espacio tomado por estructuras hechas de madera barata, girones de ropa, metales, concreto roto, vidrios, espejos. Algunas esquinas de algunas estructuras estaban coronadas por más frutas (por ahí vi algún plátano y ya no más chicozapotes, con lo buenos que son éstos y lo secos que son aquellos). Caminaba y hacía vinculaciones (siempre arbitrarias). El arte povera promovido por Germano Celant en la Italia próspera del norte, años sesenta. La crítica a una sociedad impulsada por la necesidad de poseer. Iglús hechos con cera, ropa vieja, cobre, granito, plomo, terracota, plástico, madera y vegetales. Artistas que quieren encontrar en el uso de materiales desechables la manera de sacudir fuera de un letargo a una sociedad empobrecida moralmente, dirigida únicamente por la necesidad patológica de acumular riquezas materiales.

Abraham Cruzvillegas. Autoconstrucción
Abraham Cruzvillegas. Autoconstrucción

Los dadaístas decían que todo valía. Los neodadaístas y los primeros artistas conceptuales se preocupaban menos por la estética que por la posibilidad de transmitir una idea. Los materiales se convirtieron entonces en vehículos para transmitir pensamientos. La relevancia dejó de estar en lo evidente para esconderse en un mensaje.

La construcción implica destrucción. Y la capacidad (¿bendición?) de autoconstruirse deja abierta la puerta también a la fortuna de poder autodestruirse. Como el catoblepas, ese animal mitológico del que habló un día Vargas Llosa y que vive para comerse a sí mismo. Para alimentarse de sí mismo. ¿Se destruye el catoblepas? ¿O se sigue creando mientras se autoconsume?

Iba ya de salida. Fui imprudente en mi distracción y estorbé a la lente de un individuo que pretendía tomarle una fotografía a otra fruta tirada en un rincón. Otro paseante solitario. Pero este no era un flâneur: el aparato fotográfico lo delataba. Me quité del medio, pedí disculpas, y me fui.

Mientras esperaba que volviera por mí el elevador de dimensiones estratosféricas (subir tantos fierros no debe ser cosa fácil) seguí pensando en todo: en la materialidad, en la obsesión por la posesión, en la necesidad del hombre por comprobarse a sí mismo en los objetos, en la fugacidad de la existencia, en la podredumbre, en la subsistencia de la materia en el espacio y en la utilización de objetos para fines para los cuales no fueron creados (sí: la designación arbitraria de objetos también puede generar arte. Entre otras cosas, algo así quiso decirnos el ajedrecista).

Pensaba en los artistas italianos y sus desperdicios apilados ante la mirada condescendiente de una diosa griega de casi dos metros (efectivamente: el elevador seguía en camino); en aquellos neodadaístas (la etiqueta les fue impuesta) que mezclaron materiales pobres para generar piezas excéntricas que retaran los cánones del arte convencional; en Rauschenberg y sus composiciones; en la preocupación de un artista mexicano por entender cómo funciona la creación de la identidad en su tiempo y en su espacio; y en el ataque (rostro descompuesto al armar la diatriba) que hubiese emprendido mi amigo contra todo aquello si no se hubiera muerto a tiempo.

Michelangelo Pistoletto. La venus de los trapos
Michelangelo Pistoletto. La venus de los trapos

Me parece peligroso juzgar apasionadamente. A veces es elemental detenerse para tratar de entender. Para tratar de averiguar qué está pasando. Cómo se está generando el arte. Qué está moviendo a los artistas. Qué motivos tienen para usar tal o cual material. Qué cuento les está preocupando contar. Recordé que no necesito convencerme de que el arte es el resultado que mana de un espíritu creativo que necesita desbordar. Para que el arte sea valioso, es preciso que surja honestamente del espíritu (prácticamente vomitado a cascadas, ineluctablemente, diría Bukowski con su acostumbrada elegancia). Si ese requisito se cumple, entonces habrá habido arte, concluí (y no puedo negar que me sentí orgulloso de mi lucidez).

Luego, finalmente, llegó el elevador. Mientras me metía no pude evitar sonreír. Me imaginé al encargado de la limpieza al día siguiente, antes de la apertura del museo, contemplando (escoba en una mano, recogedor de lámina en la otra) un chicozapote abandonado en una sala de exposiciones a sufrir en soledad los estragos de su corrupción. ¿Qué hacer con esa fruta que será culpable de que alguien se resbale?

Las gazmoñerías que se le vienen a uno a la mente en los momentos de mayor reflexión…

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