Los invisibles

“On ne voit bien qu’avec le cœur; l’essentiel est invisible pour les yeux”.

Antoine de Saint-Exupéry

Houston, Texas, doce de febrero de dos mil quince.

Ciudad de México.- El dolor me empezó a recorrer a lo diagonal la parte derecha de la cara. Lo que me asustó fue que no entendí de golpe qué era lo que me estaba pasando. En cualquier momento me vería plantado en una ciudad meticulosamente ordenada por seres invisibles, y yo con un invisible dolor del carajo que me hacía lagrimear uno de los ojos que tengo pintados chuecamente a medio rostro.

Luego el dolor desapareció. O quizá simplemente lo dejé de notar porque empecé a tener que ocuparme de gazmoñerías inevitables como recoger maletas en bandas metálicas, obedecer a hombres que hablan un idioma gangoso, desnudarme en público para pasar por un laberinto que pita y soportar que un individuo tan hispanohablante como yo me regañe en su idioma adoptivo porque olvidé poner en una bandeja monedas devaluadas por robos continuados e institucionales.

Afortunadamente que mi siguiente vuelo, ese que me llevará a un lugar menos artificial en el que hace un frío del perico, sale hasta dentro de seis horas. Hay tiempo de sobra para soportar a la burocracia del país más paranoico de la tierra.

El dolor volvió, claro, y me quitó la vista del ojo derecho y también me quitó la paz. Pero luego se fue. Y cuando dejé de lagrimear y recobré la vista fue que los vi. A pesar de su invisibilidad, los vi.

Ramiro Gómez agarró las revistas de lujo en las que aparecen las piscinas de las casas de los productores de películas de Hollywood al borde de las cuales se asolean las divas a la hora que sea; en las que aparecen las terrazas decoradas a lo Mexican-curious de Dallas y de San Antonio; en las que salen los que no saben de problemas relacionados con el hambre y con el sueño en jardines californianos que nadie se pregunta quién poda, porque capaz que se podan solos.

Ramiro Gómez. Nick's Pool Being Cleaned.
Ramiro Gómez. Nick’s Pool Being Cleaned.

Ramiro Gómez agarró las revistas y se dio cuenta de que ellos no salían ahí. Por supuesto que no salían: esas revistas son para ricos que quieren ver cosas caras que también son bonitas; casas perfectas (¿porque son caras?); caras correctas (porque están bien hojalateadas) y coches rápidos, rojos (es mejor), que nadie se pregunta quién lava porque seguramente siempre están limpios.

Ramiro Gómez agarró las revistas de lujo y les arrancó las páginas. Y en ellas pintó a los invisibles con acrílico haciendo aquello que nadie los ve hacer: limpiando albercas, cortando pastos, sacudiendo sillones y sirviendo margaritas. Pero los pintó difuminados, porque de todos modos no tienen caras (porque no son caras ni están bien hojalateadas) ni tienen cuerpos (porque están tostados y es mejor que se vean borrosos) ni tienen almas (porque Dios no les pone espíritu a los que nacieron para la insignificancia).

Ramiro Gómez. Miriam’s Reflection.
Ramiro Gómez. Miriam’s Reflection.

Ramiro Gómez pintó a los invisibles en los escenarios en los que se gastan las vidas para ganar un dólar que les dé para comer comida que les permita seguir tostándose la piel; que les permita dormir tres horas para cansarse más al día siguiente; que les permita nunca ser felices mientras los que sí están satisfechos notan con ganas su ausencia perfecta.

Ramiro Gómez. María Waiting for Her Check.
Ramiro Gómez. María Waiting for Her Check.

Yo aterricé con un dolor marca diablo rajándome la cara y haciéndome lagrimear para nomás ver con un ojo y desde el cielo una ciudad ordenadísima por manos invisibles y limpiadísima por brazos que le pertenecen a cuerpos rústicos que no pertenecen en un mundo en el que no existen. Y cuando al rato la vista me volvió porque se fueron las lágrimas a otra parte, noté que ellos estaban sacando la basura de los baños y apilando las bandejas en los muebles de aluminio. Pero ellos no me notaron a mí, ni a nadie le importó que un dolor invisible me doliera a media jeta. De entre los invisibles nadie me miró ni me dijo que dejara de mirar a medias. Los invisibles se han acostumbrado con el tiempo a no hacer preguntas y a no ver para no molestar. Nadie les va a preguntar a ellos si les duele la cara o si ya no pueden masticar comida que no pueden comprar. Los invisibles han perdido la capacidad de mirar un mundo que les ha volteado la espalda, y Ramiro Gómez es un ocioso que se fija en aquello que no está.

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