El SAT funciona desde el 1º de julio de 1997. No es una institución joven, a pesar de que está por cumplir 20 años, pues es heredera de una larga tradición que tiene sus orígenes en los primeros años del México Independiente y que tomó su rumbo fiscalizador definitivo hacia mediados de los años 20 del siglo pasado.
Ciudad de México.- Una característica humana es la renuencia a pagar impuestos. Ninguno lo hacemos con verdadero gusto. La resistencia fiscal existe en el mundo, aunque en algunos países se presenta con mayor intensidad que en otros. México se encuentra en la primera categoría.
¿De qué dependen los niveles de resistencia fiscal? Existen múltiples estudios sobre el tema, pero la generalidad coincide en que obedece a la insatisfacción o frustración ciudadana sobre la calidad de los bienes y servicios del Estado -educación, seguridad, salud, etcétera-, y al despilfarro y corrupción del gasto público. La historia nos muestra ejemplos cuyo trasfondo fue tributario: las inconformidades de las provincias del Imperio Romano, la rebelión de los barones ingleses en contra de Juan Sin Tierra (1215), la Revolución Francesa, la Independencia de los EUA y la propia Independencia de México.
Cuando los contribuyentes optamos por pagar impuestos de manera voluntaria, es porque nuestra resistencia fiscal es baja, o bien, porque estamos conscientes del riesgo que implica que las autoridades fiscales actúen en contra nuestra, incluso por la vía penal. Otros, en cambio, prefieren no pagarlos espontáneamente por cinismo, ventajismo o porque su resistencia fiscal, justificada o no, es mayor que ese temor.
Al Servicio de Administración Tributaria, el conocido SAT, toca la desagradable tarea de cobrar impuestos, tanto los que pagamos voluntariamente como los que cobra en forma coactiva. Por ello es que nuestro acercamiento a las autoridades fiscales es, de inicio, con inquietud y sobresalto, pues como Edmund Burke, reputado escritor, filósofo y político irlandés del siglo XVIII, señaló: “Agradar cuando se recaudan impuestos no es una virtud concedida a los hombres.”
El SAT funciona desde el 1º de julio de 1997. No es una institución joven, a pesar de que está por cumplir 20 años, pues es heredera de una larga tradición que tiene sus orígenes en los primeros años del México Independiente y que tomó su rumbo fiscalizador definitivo hacia mediados de los años 20 del siglo pasado.
La efectividad de las tareas del SAT depende, en primera instancia, de dos variables identificadas a nivel mundial, que impactan en los montos y calidad recaudatoria. Una de ellas es el crecimiento económico, pues nadie cuestiona que los ingresos fiscales serán mayores en la medida que el pastel crezca. El otro factor es el pago voluntario de impuestos, por tratarse de una recaudación ‘barata’ y con menor desgaste frente a estos.
Esas dos variables se modulan con una tercera: la resistencia fiscal. Si esta es elevada, los mecanismos coercitivos del SAT entrarán en acción. El problema es que cuando la cultura del impago se expande y difumina entre distintos sectores sociales, las autoridades fiscales se enfrentan a una especie de ‘guerra de guerrillas’, cuyo sustrato es la creatividad y sobrevivencia de los contribuyentes -en ocasiones también su descaro-, para ver quién gana más o quién pierde menos en el jaleo. Una apuesta implícita es que los funcionarios de hoy no estarán mañana.
Un segundo nivel de resistencia fiscal es provocada por el SAT. Una parte se enmarca en la generalizada percepción ciudadana del despilfarro del gasto del Estado y la ineficiencia de los bienes y servicios públicos; pero también se alimenta con el despotismo y la corrupción de la propias autoridades fiscales. Nuestra afirmación de que ‘no tiene sentido que paguemos impuestos’ evoluciona a ‘tenemos que encontrar artilugios ilícitos para frenar las actuaciones del SAT en nuestra contra’.
Explorar la fragilidad humana del funcionario público es una alternativa para los contribuyentes. Como dijo Fouché, el tenebroso Ministro del Interior francés: “Todo hombre tiene su precio. Lo que hace falta es saber cuál es.” O como algunas religiones lo señalan, nuestro Talón de Aquiles se encuentra en la soberbia, avaricia, lujuria, gula, pereza, ira o envidia. En los tiempos actuales, el dinero goza de predilección en la medida que facilita el acceso a otros gustos y placeres.
La corrupción en el SAT es singular, por decirlo de alguna manera. No puede encasillarse en un mismo rasero a todos los funcionarios y empleados. Depende de jerarquías, responsabilidades y de interacción con los contribuyentes. No son iguales las autoridades en las áreas de auditoría, que las de servicios al contribuyente. Las primeras tienen el poder para intimidar a los contribuyentes y de ese modo incitarlos a un arreglo ‘por fuera’. Las segundas no lo tienen, dado que sus funciones son de simple orientación y ayuda.
La corrupción en el SAT presenta dos modalidades adicionales. Una es la que podemos llamar light, que se da en mandos inferiores para optimizar o acelerar los trámites en las oficinas de las autoridades fiscales. Otra es la corrupción realmente dañina -la que carcome la estructura fiscalizadora y de recaudación-, que se patentiza en la componenda de auditorías, devoluciones de impuestos o abstenerse de actuar penalmente en contra de determinados evasores fiscales. El SAT es el proyecto institucional más grande de México. El funcionamiento de los órganos del Estado y la proveeduría de bienes y servicios depende de los ingresos fiscales. No sólo se trata de que recaude bien, sino de que lo haga como lo establece la Constitución Federal y las leyes fiscales. La corrupción va en sentido opuesto.