Sinopsis:
Sarah Bernhardt, una actriz destacada de la Belle Époque, llega a Québec en medio de una gira teatral para causar un gran alboroto por su estrafalaria y distinta forma de vida al conservadurismo en la moral y las costumbres del lugar. Un joven seminarista, Michaud, ve con su llegada un motor, una especie de inspiración, para empezar a escribir una obra de teatro basada en la vida de su compañero de cuarto sin saber que provocará, no sólo un gran escándalo social, sino la denuncia de crímenes silenciados a través de los años en Québec.
Después del 19 de septiembre la vida en el país se convirtió en una nebulosa. El transcurrir del tiempo había perdido su ritmo; la mañana, la tarde y la noche eran una plasta que a veces tiraba de sí y otras se comprimía demasiado. Puebla, Morelos, Guerrero, Oaxaca, Ciudad de México y Chiapas eran los lugares que los noticieros repetían sin cesar en forma de golpes contra nuestro asombro y tranquilidad.
La rutina necesitó tres semanas para que se restaurara. La nebulosa había pasado pero el inmenso dolor seguía –sigue– ahí. La muerte, la temporalidad y la vulnerabilidad se enraizaron en el ánimo colectivo de diferentes maneras: violentas, silenciosas, dolorosas, cautelosas, escandalosas… Los hábitos se instauraron sin haber descargado el peso de la tristeza.
“La Divina Ilusión” fue mi primera obra que vi después del 19 de septiembre. Me obligué a hacerlo, un poco porque veía cómo la rutina se esparcía en conocidos; un poco para digerir estas emociones atoradas a fuerza de seguir adelante. Sabía de los nombres en la marquesina de Pilar Boliver, Olivia Lagunas, Carmen Ramos y Miguel Conde; del autor Michel Marc Bouchard ya montado en México con títulos como “Tom en la Granja” y “Bajo la mirada de las moscas”; del Teatro La Capilla como la casa de este proyecto. La verdad ninguno de estos elementos me atraía tanto (a diferencia de otras veces) como mis ganas de estar en una sala teatral y esperar que, de alguna manera, la vida pasara.
Dieron la tercera llamada. El escenario se iluminó. Y mi cabeza se sorprendía de cómo a lo largo de escribir esta columna durante cinco años (¿creo?) no había reparado con precisión en el acto colectivo que implica hacer teatro. El texto, el montaje, los actores, la escenografía y la iluminación forman un enorme pretexto para sentarnos con una serie de desconocidos y sentirnos. O mejor dicho, no sentirnos solos.
El teatro filosófica e históricamente nace del rito religioso. De la experiencia y la colectividad. De unir fuerzas en una dimensión que supera nuestra capacidad de observar y medir. Cuando salió Pilar Boliver en representación de la mismísima Sarah Bernhardt recordé haber leído una especie de diario de técnica teatral ideado por esta maravillosa e icónica actriz del siglo XX. Su título es “El Arte del Teatro” (editado por Parsifal en 1994) y el prefacio empieza con una frase de Sarah dicha a los setenta y cinco años: “Soy incorregiblemente joven”. Por supuesto, hace referencia a su cuerpo (¿en ironía? ¿en cinismo?) pero también, si te adentras en su biografía y forma de trabajar, también apela a una manera de entender y sentir la vida. En un paralelismo de juventud con exploración, sorpresa, flexibilidad y fuerza. Idealismo.
Seguía la función y mi análisis técnico del montaje no era parte de mi interés. Tenía confianza en los integrantes del proyecto por su trayectoria; lo que yo veía en escena funcionaba. Me sentí irresponsable por no pensar en esta columna-llamada-Pez-de-Oro. Por no ser el Pez-de-Oro. Este espacio no puede quedarse sólo en mis filias, en mis preferencias, pensé. Debe de existir un análisis y, sobre todo, un ejercicio de comprensión con base en mi formación, experiencia y postura ante el fenómeno teatral. Me sentí irresponsable… hasta que recordé a Sarah; enfrente de mí con la encarnación de Pilar y en mi cabeza con la del libro “El Arte del Teatro”: “Soy incorregiblemente joven”.
La técnica es fundamental pero es nada si no sirve de “puente”. Si no me ayuda a conectarme con otros. Mi intuición me dice que en esta ocasión no puedo centrarme en el análisis técnico. Debo hablar de lo que no había reparado a detalle en las últimas semanas: en la experiencia de estar con otrxs. “La Divina Ilusión” me provocó unas inmensas ganas de volver a soñar. De volver a creer.
Hay obras donde te impactan y tomas conciencia de la sacudida emocional dos, tres días después. Te duele. Hay otras donde te impactan y no te dejan moretón. Y, por último, hay unas pocas donde te impactan y extrañamente, a los pocos días, algo se acomoda distinto. Te alivias. “La Divina Ilusión” entra en este grupo de obras.
Lo que viví esa noche, junto con todxs los asistentes de mi función, fue un shock. El texto es fuerte, crudo y sumamente violento. La verdad no me extrañó nada salir tan shockeado de la sala porque Michel Marc Bouchard es así. No es nada sutil. Y dije: “me va a salir moretón”. Pero no fue así. A los días me liberé. Y tengo plena conciencia que fue a partir de “La Divina Ilusión”. Y esa liberación viene de permitirme volver a soñar después de la pesadilla de los últimos días. En ese sentido, sí me parece una variación a todo el trabajo del autor; de las obras conocidas por mí es la excepción a la regla. Sus obras siempre dejan marcas. Ésta no.
Por otro lado, a pesar del origen canadiense de Michel, siempre le viene muy bien el temperamento latinoamericano (en este caso mexicano) a la interpretación de sus textos. Los diálogos permiten un desborde de energía por parte de las actrices y actores. Amén de un impecable soporte literario en cuanto a la síntesis y efectividad dramática.
La experiencia de todxs esa noche nos llevó a una atmósfera oscura. A una atmósfera donde podíamos sentir cómo las pasiones raspan. A una atmósfera donde es muy difícil respirar. Y nos producía el sentido del mundo. La interpretación donde todos nos adentramos en este ambiente fue la de Mahalat Sánchez en el segundo acto, la madre del compañero de cuarto del protagonista Michaud, quien se paraliza ante la desgracia y la miseria. Quien se empieza a comer ella misma del miedo.
La interpretación de Pilar Boliver, como Sarah Bernhardt, vuelve a ser sobresaliente no sólo por su maestría técnica y colmillo del mundo, sino porque en esta ocasión hace un trabajo de energía interna remarcable (yo nunca le había visto algo de esta competencia, ni siquiera en “Coco Mademoiselle Gabrielle” de Silvia Peláez donde creí una efectividad en esta misma línea). De hecho, este momento en específico también sucede en el segundo acto y es aquí donde viene la premisa de la obra: la declaración de amor al teatro de Sarah.
Estaba comiendo una sopa a los tres días de haber visto “La Divina Ilusión” y fue ahí cuando sentí el verdadero efecto del montaje, del texto, de las interpretaciones, de estar con otrxs: un permiso de volver a creer. En los sueños. En la belleza. En el amor. A pesar de todo y en contra de todo. Como lo dice la Sarah de la obra en su declaración de amor al teatro. En ser “incorregiblemente joven” como lo dice la Sarah real, la de setenta y cinco años. Y en mi cabeza sólo escuchaba las palabras de uno de mis personajes favoritos del teatro, Harper de “Ángeles en América”, que me hacían volcarme en mi sopa: “Nada está perdido para siempre”.
“La Divina Ilusión”
De: Michel Marc Bouchard
Dirección: Boris Schoemann
Teatro La Capilla (Madrid 13, Colonia del Carmen, Coyoacán)
Lunes y martes a las 20:00 hrs.