Sinopsis:
Esta historia, que sucede en 1904, cuenta los avatares de una compañía de teatro en Irlanda por estrenar una obra, durante el desfile del rey de Inglaterra por la ciudad, a manera de protesta ante el caos político y social.
Fernando Bonilla apareció en mi radar el año pasado por su dirección de “No se elige ser un héroe” en el Foro Shakespeare. No me alcanzaron las palabras cuando reconocí su excepcional trabajo de entonar obras realistas y sensibilidad para manejar la retórica en sus imágenes (aunque tristemente todos estos halagos se fueron por un tubo al confundirlo con su hermano Sergio quien es actor y participaba en este montaje). Ahora regresa a las andadas como director con “Dublín” en el Teatro Milán.
En el programa de mano se hace referencia a las más de dos horas de obra pero me intrigó, sobre todo, la nota a los dos intermedios durante la función. En el teatro subvencionado esta dinámica es común pero fuera del circuito es una rareza. Al mismo tiempo, una obra que dura más de dos horas, a excepción del musical, empieza a generarme preguntas: ¿qué van a contar? ¿Por qué necesitan tanto tiempo? ¿Si un episodio de cualquier serie dura un promedio de 50 minutos qué me contarán en más tiempo?
Un “Hamlet” puede durar cuatro horas, “El Jardín de los Cerezos” de Chéjov unas tres y cualquier versión de las obras de Juan Ruiz de Alarcón no menos de dos; pero, sin el prurito académico, las audiencias actuales, por lo menos aquéllas que están en contacto con una gran variedad de plataformas mediáticas (virtuales), no aguantan tanto. Necesitas ser un verdadero interesado en el teatro y/o profesional del mismo para disponerte a estar sentado en una butaca por más de 50 minutos.
Michael West, autor de “Dublín”, nació en 1967, escribió la obra en 2004 y, por esta cronología y algunos datos del autor, atribuyo la duración de la obra, más que a la manera de concebir el teatro en los noventa, a una necesidad de exploración literaria, una necesidad estrictamente personal. Al tener tales prerrogativas, me sorprendió en primera instancia el primer acto de la obra; no pude seguirlo. No sabía hacia dónde iba el texto y la interpretación.
Cuando terminó el segundo acto las cosas empezaron a cobrar sentido. Y ya en el tercero entendí qué quería lograr Michael West y, por consiguiente, Fernando Bonilla. Aunque entré tarde a la convención, me voló la cabeza la premisa de Michael: la esperanza (sin ningún juego retórico) es lo único que nos sostiene en la vida; sin ella sólo hay “muerte”. Aquí la esperanza se encarna en el teatro pero bien podría llamarse estado, patria, partido político, religión, familia o hasta pareja. Y lo más aterrador viene al descubrir qué significa esa “muerte”: el desarraigo (como lo plantea el mismísimo Lyotard en su reflexión de la posmodernidad).
El tema no puede ser más pertinente (y escalofriante) cuando vemos al país en llamas, cuando vemos cómo cada una de las instituciones nos ha fallado y cómo nos hemos fallado a nosotros mismos. ¿Cómo podemos seguir sin esperanza? ¿La esperanza es necesaria para vivir en sociedad? Y, para mí, la conmoción es más grande cuando hago un recuento del 2016 y, sin duda, éste ha sido uno de los años más difíciles para el teatro nacional. Somos (sin importar profesión) esos soñadores que confían en un mejor mañana porque si no nos aferramos a eso somos “The Walking Dead” (¿o ya lo somos y no nos hemos dado cuenta?).
“Dublín” resuena esta semana cuando se conmemora el inicio del movimiento independentista en México: ¿es necesario celebrar la noche del 15 de septiembre a pesar de estar en un lodazal? ¿El 15 de septiembre es una esperanza? ¿De qué? Entiendo por qué Michael West se convirtió en una estrella del teatro en su país natal, Irlanda, y un hito en el teatro de Occidente con “Dublín”: es un ejercicio colosal al incluir en una obra tres momentos que se pueden entonar en diferente género (los intermedios no sólo son para la comodidad el público, también son un límite donde se puede marcar el cambio de tono).
Para Fernando Bonilla, en comparación con “No se elige ser un héroe”, éste es un trabajo donde lleva al máximo su oficio para plantear y desarrollar un montaje. Está frente a un gran enigma dramático. Y el enigma no es para niños. Al terminar la función entendí por qué no pude seguir la primera parte; percibí una falta de claridad de la compañía para llevar el ritmo, tono y género. “Dublín” se puede convertir en una gran trampa porque en cada uno de los tres actos se cambia el estilo de interpretación: la primera parte es una tragicomedia; la segunda una comedia (de hecho es una calca fiel de la última escena de los cómicos de “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare) y la tercera una pieza con tintes de melodrama.
Y este problema, el del primer acto, se hace aún más evidente cuando veo a todos los actores incómodos al moverse en una escenografía que les deja poco espacio para transitar (todo se ve saturado por defecto) y los obliga a cargar materiales pesados para hacer los cambios escénicos. Vamos, en esta parte, no hubo actor alguno que no se tropezara con las piernas al salir del escenario. Para colmo de males, suben a un segundo piso por una escaleras francamente peligrosas. Si de por sí los actores no saben cómo agarrar el toro desde el principio y todavía los pones a lidiar con un dispositivo incómodo el resultado es una merma en el ritmo. El diseño de Auda Caraza y Atenea Chávez no funciona para el primer acto.
Las cosas después se arreglan porque se cambia la disposición del espacio y se siente una distribución orgánica de los elementos. ¡Pobres actores! No es una cuestión de que se acostumbren, den más pasadas y “hagan suya la escenografía”; se necesita una replanteamiento del dispositivo escénico por favor y por su propio bien. Al liberar este problema técnico, los actores se sentirán más relajados y entonces sí, Fernando podrá encaminarlos para encontrar un ritmo y un tono.
Vale la pena subrayar: esta irregularidad no es por capacidad de los intérpretes, sólo necesitan una guía clara para arrancar la obra. Ellos son efectivos y sostienen los otros dos actos a cabalidad (por mucho, me quedo con el tercer acto). En cuanto a la actoralidad, sólo quisiera hacer una mención a Alejandro Morales; en él recaen los contrapuntos más altos en el segundo actoy los capotea “que no das crédito”. ¡Eso es colmillo! ¡Eso es el oficio!
Sin importar estas carencias del primer acto y la escenografía, el montaje me dejó con un sabor amargo y lo digo con el ánimo de que vayan a ver este montaje porque no todas las obras se hacen para salir chispeante. No le tengamos miedo a este tipo de teatro. “Dublín” es un gran espectáculo, vas a pasártela increíble pero las reflexiones después de los aplausos son bien duras. Al día siguiente me salió moretón, seguía pensando en la obra e irremediablemente en “Trust yourself” de Bob Dylan: “Well, you´re on your own, you always were, in a land of wolves and thieves, don´t put your hope in ungodly man, or be a slave to what somebody else believes”.
Traspunte 1
Por el puro gusto, y en honor a “Dublín”, aquí Bob Dylan cantando “Trust Yourself” (y mi favorita “Maggie´s farm”) junto a Tom Petty y The Heartbreakers: https://www.youtube.com/watch?v=0DGz7nH0Jwo
Traspunte 2
Se me cayó la quijada al suelo cuando me enteré del debut de Cate Blanchett en Broadway con una adaptación de “Platonov” de Anton Chéjov.
“Dublín”
De: Michael West
Dirección: Fernando Bonilla
Teatro Milán (Lucerna 64, Colonia Juárez)
Viernes 20:00 hrs., sábados 19:00 hrs., domingos 18:00 hrs.
Hasta el 16 de octubre