A raíz de la publicación reciente de un artículo del Dr. Guillermo Ortiz, ex-gobernador del Banco de México (Banxico) y hoy alto funcionario de Banorte, sobre el pago de dividendos y salidas de utilidades de los bancos extranjeros operando en México a su matrices internacionales, ha puesto de nuevo en la palestra el tema bancario. La propuesta de Guillermo Ortiz por limitar las remisiones de utilidades para que la banca otorgue más crédito para la producción y empleo, trae a colación el problema del financiamiento de la economía, en especial el que se realiza por la vía bancaria.
Desde la crisis bancaria, el gobierno federal y posteriormente el poder legislativo han estado preocupados relevantemente sobre el rol y la operación de la banca en relación con el financiamiento de la economía en su conjunto. Tal preocupación emergió en el entorno generado por el paradigma de menos “estado y más mercado”.
Así, la banca privada terminó siendo mayormente controlada por la banca internacional y la banca de desarrollo -que se integra por los bancos propiedad del gobierno federal, fideicomisos con objeto de préstamo y descuento, así como otros fondos de fomento- vio desde entonces perder su importancia como entidad de financiamiento a la economía.
En efecto, con la reestructuración del sistema bancario, los bancos más grandes comerciales del país, tales como Bancomer, Banamex, Serfin que concentran más del 70% de las operaciones totales, finalizaron bajo control extranjero y la banca de desarrollo experimentó una gran transformación. En este último caso, desapareció el Banrural y el Banco Nacional de Comercio Exterior (Bancomext) pasó a ser un muerto vivo (zombie), cancelándose fideicomisos de fomento gubernamentales. Los ajustes de la banca de desarrollo generaron costos extraordinarios y abusos administrativos. La desaparición de Banrural obligó a un préstamo internacional por el orden de 400 millones de dólares para su previo saneamiento.
Sin duda, el mayor costo económico generado con la reestructuración del sistema bancario ha sido la declinación del crédito a la economía. Es decir, finalmente el paradigma de “menos estado y más mercado”, ha terminado por expresar “menos financiamiento y menos crédito”. Esto ha sido así porque la reestructuración de la banca representó una caída en el crédito interno que no fue atemperada por fuentes de otro tipo, externas e internas, por lo que produjo una astringencia financiera y nacional.
Este hecho está plenamente expresado en las estadísticas oficiales y no es necesariamente producto de la teoría de la confabulación, tanto en su causa, como en su difusión, tal como podría pensarse sobre este artículo. Mucho desearíamos que las cifras sobre financiamiento y crédito fueran otras, pero la realidad es muy necia, a pesar de las buenas intenciones y los mejores deseos que tengamos.
En 1998, el financiamiento total al sector financiero privado no financiero (Banxico) fue equivalente a 40.9% del Producto Interno Bruto (PIB) y en 2010-2011 fue de 31.8%. Este financiamiento, que incluye el de carácter externo como interno y todas las fuentes institucionales reconocidas, representó una caída de casi 10 puntos del PIB.
En este panorama, el financiamiento interno, es decir nacional, pasó en 1998 de 29.5% del PIB a 24.1% en 2011. Así, los bancos comerciales pasaron de operar créditos (saldos) equivalentes a 21.4% del PIB a 12.7%, respectivamente. Con la misma tendencia, la banca de desarrollo pasó del 1.4% del PIB a 0.9%.
Es decir, en poco más de 10 años, la banca comercial cayó en su financiamiento relativo en casi diez puntos del PIB y la banca de desarrollo cayó en su financiamiento hasta menos del 1% del PIB. De esta manera, la caída en el financiamiento total a la economía puede explicarse por el desplome relativo de los créditos de la banca comercial y la banca de fomento. En este contexto, en tanto en 1998 la banca comercial representó el 52% del financiamiento total, para 2011 fue de sólo 39.9% y la banca de desarrollo cambió su peso relativo de 3.5% a 2.7% del financiamiento total.
En contraste con el menor peso bancario en el financiamiento interno, sobresale positivamente una institución financiera del Estado mexicano, como es emblemáticamente el caso de Infonavit. En el período de 1998 a 2011 saltó de tener un peso relativo en su financiamiento del 3.6% PIB, a 5.4%.
De esta manera, Infonavit de representar el 8.8% en su participación como fuente del financiamiento total, en 2011 llegó al 17%, es decir alcanzó el doble de importancia relativa como fuente de fondeo a la economía nacional. Tal ha sido la dinámica de esta institución, que para 2011 sus préstamos representaban un poco más de 40% del crédito total otorgado por toda la banca comercial, para todo tipo de actividades, habiendo sido en 1998 apenas alrededor del 15%. Ninguna otra fuente de financiamiento experimentó el patrón seguido por Infonavit.
Es obvio que ninguna economía puede crecer sanamente sin financiamiento bancario y sin una banca de desarrollo que aliente a asumir riesgos, innovación y eficientemente promueva la producción y el empleo. Ello impone altos costos financieros, distorsiona la estructura integral de costos y encarece los productos para los consumidores nacionales.
Ante la falta de financiamiento, en especial de crédito, para todo tipo de tamaño de empresa operando en México su principal fuente de financiamiento ha acabado por ser sus proveedores, tal como lo ha documentado el Banco de México, de manera sistemática.
La falta de crédito a la economía nacional se puede apreciar de manera específica si se toma en consideración la asignación crediticia por actividad económica y prestatarios. De esta forma, del equivalente del 19% de crédito de la banca en su conjunto, como proporción del PIB, el correspondiente al sector privado fue 14.3% en 2011, habiendo sido asignado alrededor del 4% para el sector industrial. En gran contraste con el sector industrial, el sector público concentró del orden de 3%, significando únicamente un punto porcentual menos del crédito otorgado como proporción del PIB al sector industrial.
Dicho de otra manera, el sector público es un receptor del crédito bancario total casi tan importante como el sector industrial. Esta situación es más grave aún, si se toma en cuenta que como proporción del PIB, la banca de desarrollo otorga un porcentaje al gobierno un poco mayor que al sector privado. Así, la banca de desarrollo ha terminado por ser fuente de financiamiento del propio gobierno.
Ante la problemática imperante, incrementar el volumen de los créditos bancarios a la producción sólo puede ser realizado con normas regulatorias y con incentivos que induzcan una conducta financiera que hasta ahora no ha podido ser alcanzada. Pero también implica tratar a la banca comercial de manera diferente que a la banca de desarrollo. Aún más, en el conjunto de la banca comercial o privada, es necesario reconocer que los bancos internacionales operando en México actúan de manera diferente a los bancos mexicanos, más de carácter regional. Estos intermediarios son más proclives al otorgamiento de crédito productivo que al consumo.
Así, lograr una mayor relación de crédito con respecto al PIB a los niveles pre-crisis bancaria de 1995 no puede transitar por medidas arbitrarias. De igual manera, tampoco se puede recorrer el antiguo camino del encaje legal, el control selectivo de crédito y la fijación de tasas de interés, que imperó en México hasta 1992, como en su tiempo lo documentó el propio Dr. Guillermo Ortiz. Controles, que, por otra parte, casi han desaparecido en todo el mundo.
Lo que se antoja más racional y de resultados positivos en el corto plazo sería limitar o cancelar prácticas bancarias que inducen a la banca privada y a la banca de desarrollo a asignar sus créditos a actividades y prestatarios no prioritarios para el crecimiento económico o al menos del interés público. En este sentido, pareciera que el gobierno debería iniciar cambios para que la banca de desarrollo cumpla con sus objetivos, tal como lo ha señalado la Auditoría Superior de la federación (ASF).
En segundo lugar, la banca de desarrollo (BDD) no debe repetir prácticas de la banca privada, tales como elevadas garantías, especialmente líquidas y altas tasas de interés. En tercer lugar, se debe prohibir operaciones generalizadas de factoraje como las efectuadas por NAFIN.
En cuarto lugar, se debe cancelar el manejo indiscriminado de sobre-liquidez que enfrenta la BDD, tal como se hace con la compra de CETES y bonos del IPAB. Una última medida sería que con los fondos de descuento y fomento se financiara a la emergente banca privada de carácter regional, para asegurarle fuentes y fondeo de manera equitativa.
Finalmente, a la banca comercial como a otros intermediarios financieros, de inicio, habría que analizar en limitarles sus operaciones con CETES y bonos del IPAB para que operen realmente créditos o que en todo caso pasen a sus ahorradores y clientes las altas tasas sin riesgo que obtienen con el papel financiero público. Reorientar la operación de la banca no es tarea fácil, sin embargo la situación imperante en el mercado nacional y el contexto internacional brindan una gran oportunidad para el cambio.
Sin embargo, sólo se puede cambiar explicando causas y razones de lo que pasa, más cuando las prácticas imperantes pueden tener altos riesgos y bajos incentivos para el cambio. Ello obliga primero a transparentar la información, rendir adecuadas cuentas y establecer un pertinente sistema de gobernanza de la banca en consideración al marco regulatorio.
Pero esto es tema de otra preocupación, por lo menos a estas alturas del año. Ya habrá nuevas circunstancias y mejores oportunidades para reorganizar el sistema bancario nacional.