La semana pasada, el Presidente Peninsular, Mariano Rajoy, anunció que España no cumpliría con el pacto fiscal que acababa de firmar y que le imponía en 2012 un déficit presupuestal con respecto al Producto Interno Bruto (PIB) de 4.4%, alcanzando en su lugar un déficit de 5.8%. Esperar tal déficit ha implicado aprobar una drástica reforma laboral y haber hecho amplios ajustes a su sistema de bienestar social. Así, pareciera oficialmente que se estima que más esfuerzos económicos de ajuste ponen en riesgo el tejido socio-político español o resultan contraproducentes para alentar la producción, el empleo y sanear las finanzas públicas.
De esta manera, todo deja indicar que los ajustes para paliar los efectos del tsunami europeo comienzan a presentar sus límites frente a la destrucción de empleo y bienestar, especialmente en consideración a las protestas sociales que han generado. En todo caso, uno se preguntaría cuál es la racionalidad de los ajustes emprendidos en Europa para enfrentar la crisis, ante la necedad de mantener una moneda que más se entendiera como un fetiche monetario, sumamente costoso, que como un simple medio de cambio o de atesoramiento.
La respuesta a tal audaz interrogante tiene básicamente dos ámbitos. El primero está referido a la subordinación de un país a una unidad monetaria que soberanamente no le pertenece. La segunda está relacionada con los ajustes convencionales que tal país tendría que hacer para enfrentar una crisis económica y financiera en una situación de tipo de cambio fijo, es decir frente a la imposibilidad de devaluar externamente su economía al no contar con una moneda propia.
En una situación de elevado déficit en cuenta corriente; deuda pública desorbitada; sobrevaluación de la moneda; crisis financiera y salida de capitales, convencionalmente se implementa una devaluación de la moneda local. Con esta medida es posible sanear las cuentas con el exterior, por la vía de la reducción de las importaciones y el aumento de las exportaciones, así como reducir las deudas públicas en su expresión monetaria internacional.
Las importaciones se reducen por que resultan más caras, en tanto las exportaciones aumentan por que resultan más baratas para los compradores externos. Con ello, se espera que la producción nacional se incremente y el empleo también, aumentando agregadamente los ingresos fiscales que permitirían sanear las finanzas nacionales. Además, la deuda nacional convertida nominalmente en moneda extranjera disminuye, al haberse devaluado la moneda nacional.
La devaluación implica también otros efectos por el lado de la tasa de interés, pero especialmente tiene un resultado positivo en materia de los precios internos. De esta forma, se entiende que los precios nacionales se reducen en relación con el exterior, disminuyendo los costos nacionales, aumentando la competitividad con el exterior. Competitividad y mejor productividad permiten fortalecer la economía, no sólo con el exterior, sino también internamente por la ruta del mercado nacional.
Todo esto es posible si se cuenta con una moneda propia, si se tiene soberanía monetaria o se asume un régimen flexible del tipo de cambio. De no ser así, todo deja indicar que las medidas a tomar serán menos convencionales y más dolorosas, desde el punto de vista social y político. Sin embargo, mientras más se retrase el aceptar que la devaluación y la flexibilización monetarias con el exterior son una salida pertinente de la crisis, más graves serán las consecuencias adversas que se tendrán.
En este punto, hay que recordar la dramática experiencia negativa vivida por Argentina, por haber mantenido equivocadamente un tipo de cambio fijo con el dólar o el caso del peso mexicano sostenido entre una banda de flotación que en diciembre de 1994 terminó por desaparecer. Esto sin dejar de tener presente el tipo de cambio fijo con respecto al oro que se reimplantó en el Reino Unido a principios del siglo XX y que generó una grave contracción económica y un elevado desempleo, a pesar de las insistentes advertencias de Keynes sobre sus consecuencias negativas.
Hoy tales historias y viejas advertencias parecen ser pertinentes al querer ciertos países, como Grecia, Irlanda, Portugal, Italia y España (GIPSI´s, por sus iniciales en inglés) mantener implícitamente un tipo de cambio fijo de su economía. Las consecuencias han sido una clara depresión económica, elevadas tasas de desempleo, inusitadas tasas de interés y caída en sus niveles de bienestar. Tal pretensión y riesgos son extensivos al resto de los países de la zona Euro, cuya moneda se inició originalmente alrededor de sólo $0.80 por US dólar y hoy ronda $1.33, significando una apreciación de más de 50%.
Frente a la carencia de una moneda nacional y la imposibilidad de devaluarla lo que se ha seguido es una “devaluación interna”. La llamada devaluación interna es un término económico hoy ampliamente referido a las medidas adoptadas en Europa para solventar en el corto plazo la crisis que enfrenta. Pero tal término fue identificado desde la crisis de Suecia y Finlandia en los 1990’s. Más recientemente, Nouriel Roubini ha hecho explicita referencia al término, con los resultados adversos del caso argentino.
En esencia, la devaluación interna es la reducción efectiva de los salarios para restaurar la competitividad nacional frente al exterior, tanto en su pago nominal como por la vía de las prestaciones sociales otorgadas a los trabajadores. Con lo que se apoya también la reducción del déficit público. Relevantemente, la devaluación interna ha sido ponderada paradigmáticamente por los supuestos buenos resultados obtenidos en Lituania (Latvia).
Sin embargo, tales resultados, particularmente de empleo, comparados con los obtenidos por las medidas implementadas en Irlanda (Irland) e Islandia (Iceland), para enfrentar la crisis ponen en cuestionamiento la bondad de la devaluación interna per se. Tal es especialmente el caso de Islandia que no rescató extensivamente a sus bancos y prefirió entrar en un relativo default, para posteriormente entrar a la zona euro.
En este contexto, se asume que el principal problema estructural de los GIPSI´s es su baja competitividad por los elevados salarios, así como el rampante elevado gasto social asumido por el estado. Esta visión obvia el hecho de que, en el conjunto de los países de la zona euro, Alemania domina el mercado entre ellos, lo que explica el desbalance que prevalece (Cuadro 2). Por lo que en el remoto caso de que los países indicados aumentaran su competitividad y pudieran exportar, sería de esperarse que Alemania fuera el principal importador de una amplísima oferta, ahora no existente, a precios, calidad y gusto acorde a las preferencias teutonas. Sin embargo, de ser válida tal conjetura, el desbalance se invertiría, generándose problemas de cuenta corriente para Alemania.
Por lo que hace al gasto social, que se atemperaría con la devaluación interna, la evidencia demuestra que, previo a la crisis, salvo en Italia, no era especialmente elevado en los GIPSI´s, como proporción del PIB (Cuadro 3). Obviamente, la reducción per sedel gasto social apoya la reducción del déficit público que se ha agravado en los últimos años, pero ello ha sido consecuencia de las mayores tasas de interés que se han asumido para financiar la deuda pública y la caída de los ingresos fiscales por la contracción económica sufrida.
Por otra parte, la reducción del gasto social agrava la precariedad en la que se debaten los trabajadores y sus familias, en una situación de baja oportunidad de empleo y largos períodos de desempleo. Este hecho lo ha reconocido la administración Obama, instrumentando por ello la reducción de impuestos a las rentas bajas y ampliando la temporalidad del seguro contra el desempleo.
Las devaluaciones internas implementadas en Europa han puesto énfasis en la reforma laboral, reduciendo tanto los salarios, el costo de los despidos, el sistema de pensiones y las prestaciones sociales que el estado del bienestar se esperaría proporcionaran. En paralelo, han terminado por aumentar los impuestos indirectos o al consumo, por el Impuesto al Valor Agregado (IVA), con lo que los consumos de los estratos de más bajos ingresos han visto menguada su capacidad de compra.
La devaluación interna no es una solución pertinente a los problemas estructurales de desbalances frente a una política cambiaria rígida o producto de una zona monetaria, como es la que dio origen al euro. Sin embargo, si se llega a aplicar para efectivamente restaurar la competitividad internacional, debe enfatizarse su equidad para que repercuta beneficiosamente en los precios internos, tal como lo ha señalado Joseph Stiglitz, y que no se termine por abultar las utilidades de los productores nacionales.
La reducción de los salarios probablemente cause más daño a través de la contracción de la demanda (Jesús Felipe y Utsav Kumar), por lo que esta consecuencia es la más riesgosa para Alemania. Esto en razón de que puede ver afectadas sus exportaciones al resto de Europa y entrar en una franca contracción económica, como lo enuncia la caída de su PIB en el último trimestre de 2011. De ser el caso, ello indicaría que el tsunami europeo no ha terminado por demostrar sus estragos.
México ha seguido deliberadamente una devaluación interna, al abatir los salarios mínimos en pos de un elusivo mercado de exportaciones. Sin embargo, bien ha dicho Roubini: “la experiencia internacional de las `devaluaciones internas´ es mayormente de fracaso”. Por desgracia, tal aseveración está muy lejos de las entendederas mexicanas, al extremo de no creerse que el Presidente Calderón haya considerado “una buena nota para su gobierno decir que los salarios en México ya son menores que en China aunque muchos de los presentes en …(la)… reunión …(eran)… capitanes de industria a quienes les conviene más un mercado interno en expansión” (G. Knochenhauer, El Financiero, 2 de marzo, 2012).
Bien se dice que hay momentos de echar cohetes y tiempos de levantar varas.