Regresar a casa

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Cuando uno ve lo que está pasando en Irán en estos días, así como el movimiento de tropas estadounidenses a esa región del mundo, se puede imaginar la vida del soldado. De ese joven que tiene que estar ahí por instrucciones de sus superiores, sirviendo a la patria. Se le puede imaginar no sólo en este momento histórico, sino en cualquiera donde haya existido una guerra, un conato de guerra o simplemente una ocupación temporal postguerra, como ha sido el caso de Irak o Afganistán. Cuando además, conocemos la vida de un mexicano-norteamericano que defiende, en este caso, los colores de Estados Unidos, el tema se puede volver desgarrador.

Hoy contaré la historia de Miguel (advierto que cambié el nombre y omitiré más información personal sobre él para mantenerlo en el anonimato), un joven soldado de 21 años que en este momento se encuentra trasladado de la base militar de Fort Bragg, en Carolina del Norte, a las costas de Kuwait para estar, como muchos otros soldados, en calidad de “reserva” por si hay una guerra con Irán. Ese grupo de tropas desplegadas por el gobierno de Estados Unidos, y que oímos en las noticias, a veces sin prestar mayor atención, no son más que jóvenes soldados quienes, uno a uno, traen su historia personal cargando y sus propias motivaciones de por qué ingresaron al Ejército o la Marina de su país. Lo que generalmente no tienen claro, es para qué sirven a su país o cuál es el motivo de su traslado, o qué problemas se tienen con la nación con la que se está en conflicto. Ellos sólo siguen órdenes. En el caso de Miguel, su causa personal para ingresar al Ejército fue su situación económica.

Nacido en la Ciudad de México y siendo hijo de padres mexicanos, Miguel emigró a California siendo un niño. Antes de que Miguel cumpliera los ocho años, sus padres decidieron irse para allá a probar fortuna. 2005 fue el año que marcó la vida de ese niño, quien dejaba su país para convertirse en ciudadano de otro, al que hoy defiende en las costas de Kuwait. Creció sano y amado por sus padres, pero con tropezones económicos que le quitaban cierta estabilidad. Así, un buen día y a los dieciocho años, decidió incorporase a la armada estadounidense. No estaba convencido de que era su vocación, pero sí de que estar ahí le daba posibilidades de desarrollo estable y sin los altibajos económicos como los que había vivido. No pasaron ni cuatro meses y se dio cuenta que esa estabilidad aparente, sólo era en lo económico. Muy pronto comprendió que se separaba de todo y de todos. Entendió que estaba a merced de sus superiores y no le gustó esa forma de vida. El problema es que cuando se quiso salir, simplemente no lo dejaron. Tenía un compromiso que cumplir y si dejaba la armada se consideraba traición a la patria. Tendría que cubrir sus años de servicio a la armada a la que él mismo, de manera libre, había decidido ingresar.

Cuando una madre tiene a un hijo en el Ejército, siempre está angustiada por él. En el caso de Miguel era incluso peor, porque la madre ya sabía que él no quería estar en el Ejército y, sin embargo, tenía que estar allá. La separación de la familia fue dura para todas las partes. Para Miguel, porque dejaba ese calor de hogar que siempre tuvo y porque, además, por ser mexicano, tenía más arraigo y cercanía con su familia. No era el típico joven norteamericano que a los 18 años se separa de su familia para irse a educar a otra parte o simplemente se alista al Ejército porque no tiene los medios para estudiar, trabajar y dejar su casa.

Miguel era hogareño. Para sus padres era durísimo porque, una vez asignado a su base, su contacto era mucho menor; y ahora que estaba del otro lado del mundo no tenían comunicación alguna con él. Al no saber nada de su hijo amado, la madre entró en una angustia brutal. Además, para toda su familia, Miguel era un mexicano que ni siquiera estaba defendiendo a su país, sino a otro del que no se sentía parte. Había vivido en él, pero siempre se había sentido un extranjero en ese país. Siempre era “the mexican” por más que sus papeles ya estuvieran arreglados y fuera un ciudadano de Estados Unidos. Para los norteamericanos no importan tus documentos o tu estatus migratorio, siempre serás mexicano, y por lo mismo, un extranjero en su tierra.

Ahora trato de imaginar a Miguel en esa base militar de Estados Unidos en Kuwait, rodeado de jóvenes como él, que visten un uniforme militar y que en sus caras reflejan absoluta incertidumbre sobre lo que va a suceder. Por ahí han pasado las tropas que han entrado a Irak y a Siria a combatir a Isis, los que fueron trasladados a Afganistán durante y después de la guerra contra los talibanes. Una base militar sin mucho que ofrecer, lejos de casa y lleno de caras asustadas de chavos veinteañeros que realmente no saben bien lo que hacen ahí. Que tienen que estar dispuestos a matar y a morir por una causa que no entienden y que, en muchos casos, ni siquiera conocen. Me imagino también cómo debe estar recordando a la gente que dejó en Estados Unidos; probablemente una novia a la que quería, sin duda a unos padres angustiados y a muchos amigos quienes, en libertad, se reúnen en algún bar para contar las anécdotas de sus empleos o negocios y cómo uno de ellos renunció feliz al yugo de un jefe insoportable. Él no podía hacerlo. Su obligación era obedecer y cumplir con sus años de servicio. Era equivalente a estar en una cárcel en donde, además, no sabías qué te deparaba el destino.

Probablemente Miguel esté pensando lo mismo que muchos de nosotros; que no hay nada más contrario y opuesto a la razón que una guerra, que matarse entre seres humanos es un hecho irracional. Que frente a ellos seguramente habrá jóvenes soldados iraníes que también vienen de alguna familia, que probablemente esos soldados se enlistaron en el Ejército por las mismas razones que él y que tampoco sabrían bien a bien por qué se encontraban peleando una guerra. Hace poco leí una frase que decía, palabras más, palabras menos, que en la guerra peleaban y morían jóvenes soldados que ni se conocían ni se odiaban, por instrucciones de viejos que se conocen y se odian, pero (estos últimos) no pelean, ni mueren.

Ojalá Miguel no tenga que pelear y morir. Ojalá ninguno lo haga, y rezo para que haya cordura en todas las partes. Se nos olvida que son jóvenes quienes pelean las guerras, jóvenes que apenas están iniciando su vida, que están confundidos en esas disputas, que están en países que ni conocen y que probablemente no ubiquen en un mapa, cada uno recordando su vida antes de ser soldados, cada quien en su variado origen, coincidiendo en una zona geográfica del planeta para actuar en cuanto se les ordene. Me imagino entonces a Miguel y a todos los soldados que se encuentran allá, así como a los iraníes que están concentrados en sus bases militares, y en general, a todos los soldados que están desplegados por todo el mundo, teniendo el mismo anhelo. Uno muy simple y poderoso: regresar a casa.

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