Si tuviéramos que definir el momento en el que se inició la civilización en el continente americano, la respuesta inmediata sería: el cultivo del maíz.
En un principio el hombre aprendió a sobrevivir protegiéndose y, a la vez, beneficiándose de la naturaleza; paulatinamente domesticó parte de ella. El valle de Tehuacán-Cuicatlán, en la colindancia entre los estados de Puebla y Oaxaca, es testigo privilegiado de este proceso.
Es ahí donde se han descubierto los rastros más antiguos de maíz cultivado, calculan los expertos que datan de entre los años 8,500 y 3,500 a.C. Es un testimonio incontestable del inicio de las culturas del maíz que se extienden en casi todo el continente americano.
Aquellas milpas primigenias surgieron allí. Los campos en los que crecieron mazorcas diminutas, que con el tiempo fueron aumentando de tamaño porque esos antiquísimos hombres se las ingeniaron en seleccionar para la siembra las semillas de mayor tamaño.
Estos hallazgos marcan un parteaguas en el quehacer del hombre: el final de la práctica de recolección y el comienzo de la agricultura; el inicio del sedentarismo.
Los restos arqueológicos incluyen acueductos, pozos, resabios de canales y también presas construidos hace más de 3,000 años.
Esos hombres, igual que todos los que les siguieron, dejaron a su paso expresiones artísticas, en las que manifestaron su aquí y ahora de aquel remoto entonces.
Así, por ejemplo, La cueva de las manitas, ostenta en su interior un extraordinario mural compuesto por cientos de manos humanas, pintadas de rojo, amarillo y blanco, las cuales forman grupos y son de distintos tamaños.
En el centro del muro, están plasmadas dos serpientes de color rojo cuyas fauces se enfrentan amenazantes en actitud de ataque. El entorno natural que circunda los restos arqueológicos, por su parte, despliega una orografía que incluye varios ecosistemas disímiles.
En 1998, durante la administración del presidente Ernesto Zedillo, este valle fue declarado Reserva de la Biósfera. La Reserva comprende más de 490,000 hectáreas, y en ella existen valles, cerros y cañadas.
En 2018, la UNESCO la designó Patrimonio Mixto de la Humanidad. Lo que significa que debe ser protegido por su importancia arqueológica y también por su extraordinaria biodiversidad. Según los lineamientos de la UNESCO, el valle de Tehuacán-Cuicatlán es la zona árida y semiárida con mayor diversidad biológica en América del Norte.
La Reserva, es el hogar de una enorme variedad de animales, entre los que sobresale un gran número de aves: 336 especies. Destacan entre ellas, una importante variedad de colibríes; lechuzas, zopilotes, palomas, pájaros carpinteros y muchas más.
Si corre uno con suerte, desde alguno de los miradores construidos específicamente para observar a las aves, logrará descubrir un águila desplegando sus alas de gran envergadura, mientras planea suavemente en dirección de aquella presa que logró detectar con su agudísima visión.
Entre las plantas que allí crecen, llaman la atención en especial las cactáceas; de las 86 especies que se han identificado en la Reserva, el 11% son endémicas, lo cual significa que son originarias del sitio.
Miles de cactos columnares o teteches irrumpen en las alturas enfilados y marciales; cual soldados invencibles alardean su esbelta presencia erguidos hasta una altura de más de 20 metros.
Biznagas, que esgrimen sus amenazantes espinas. Y, por supuesto, la célebre pata de elefante, que debe su nombre al ensanchado tallo que ostenta en la base y que llega a medir hasta 5 metros de diámetro. Estas plantas pueden vivir más de 500 años.
La enorme riqueza de la Reserva se ha logrado resguardar, en buena medida, gracias al legado de quienes se han dedicado a estudiarla. En la primera mitad del siglo pasado apareció en el firmamento de la ciencia mexicana una bióloga intrépida e imparable, imbuida de una misión definida: clasificar todas las cactáceas que crecen en México.
Corresponde a la Dra. Helia Bravo Hollis –a quien los estudiantes de la Facultad de Ciencias de la UNAM, en los sesenta, llamábamos simplemente “maestra Bravo”– el reconocimiento amplio como pionera en el estudio de estas plantas.
Con toda justicia, el Jardín Botánico de la Reserva de la Biósfera de Tehuacán–Cuicatlán, lleva su nombre. La imagino con la falda al tobillo, zapatos de calle, sombrero de ala ancha afianzado con un pañuelo, el equipo fotográfico y quizá un bastón, o tal vez no, en alguno de sus recorridos imposibles.
Su pequeña figura desplazándose con sorprendente agilidad entre los arbustos de creosota en busca de un espécimen, o trepando rocas y descendiendo valles para retratar la cactácea que nadie había descubierto aún.
La Dra. Bravo intuyó en ese pasado reciente la importancia de clasificar a las especies con el fin de protegerlas. En el entendido de que es indispensable echar mano de la ciencia para conocer con precisión a todos los habitantes de la zona y asegurar su sobrevivencia.
Hoy, las principales amenazas que ponen en riesgo la conservación de este extraordinario patrimonio son el saqueo y tráfico de cactáceas, la deforestación, la cacería y la creación de asentamientos humanos irregulares.
El valle de Tehuacán-Cuicatlán pertenece a toda la humanidad. Su localización geográfica lo convierte en responsabilidad ineludible de los mexicanos.
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