La abrumadora presencia del hombre

(Para Luz Emilia, a quien la destrucción que se anuncia también agobia)

Son muchos y no se quieren bien.  Abarrotan las calles y los negocios, las avenidas y las oficinas, los edificios y las casas.  Hay más casas hoy que ayer.  Más edificios también.  La semana pasada no habían acabado de construir ese, ni aquel, ni el otro que se yergue ya, sólido, granítico, allá detrás.  Y dentro de una semana habrá otros cuantos listos para albergar nuevas hordas de seres humanos que se odian entre ellos.  El mundo a punto de explotar de atiborramiento.  Un mundo paradójicamente dispuesto a asfixiarse en una tarea fratricida de dimensiones inasequibles.

Se asoma por la ventana y ve el mundo aquel.  Un mundo que originalmente se creía inmenso, y que ahora se comprueba insuficiente.  Vuelve a cerrar las persianas para quedarse en ese, su espacio propio, sin la presencia de todos aquellos, cuervos, seres infectos que se lamen los belfos cuando contemplan la posibilidad de destruirlo.  Al menos por unos minutos más podrá estar tranquilo en ese oasis que en realidad es un espejismo.  Porque, a su pesar, hay algo que no se podrá postergar: su participación en ese circo inmundo.

Así que eventualmente sale.  Y siente cómo, conforme se desplaza por las banquetas, entre la gente, el terror de estar inmerso en ese asfixiante espectáculo le invade y le atormenta.  En un mundo donde todos creen tener derecho preeminente a pasar, el hombre asustadizo que reflexiona de más, especialmente sobre lo conveniente que resultaría no tener que estar ahí y poder no sólo escapar de su piel sino de la piel del mundo, avanza apesadumbrado y recibe codazos, y empujones, y siente que se le atraviesan hasta los niños que corren rumbo a la escuela, y los hombres encorbatados que son muy importantes y ya están siendo esperados en reuniones que resolverán el mundo en un décimo quinto piso de uno de esos edificios que hacen sombra sobre el pavimento.

Y entonces su agobio se incrementa, porque las vivencias le revierten a la mente las imágenes que por la noche lo asustan.  Porque ni siquiera de noche puede olvidar que vive en un hormiguero.

Albercht Altdorfer.  La batalla de Issos
Albercht Altdorfer. La batalla de Issos

Se acuerda de Altdorfer.  Quizás el había sido el culpable de que un día se diera cuenta de su condición.  En La batalla de Issos, el genio de la escuela del Danubio que acostumbraba pintar paisajes puros para resaltar lo salvaje y misterioso de la naturaleza, un día representó el momento en que Alejandro el Grande se encontró con el rey persa.  La obra es una extraordinaria visión de una región aparentemente ilimitada… que a pesar de su inmensidad un día se encontrará atascada del verdadero invasor, que no es sólo el ejercito del griego, sino todos los ejércitos del mundo.  En la obra parece existir un paralelismo: el choque de los ejércitos, abajo, y arriba, el choque de las fuerzas de la naturaleza.  Altdorfer no sabía que el pleito definitivo, a pocos años vista, lo sostendría el hombre con la naturaleza que parecía tan poderosa e indestructible.  El que triunfaba en Issos triunfaría también en la batalla mundial de la autodestrucción.

El paseante trata de aligerarse la cabeza distrayéndose de sus tormentos, y sigue caminando.  Pero muy pronto empieza, para su desquicio, a ver las manadas de hombres trajeados que parecen embestirlo, presas de sus propias preocupaciones e indiferentes a la presencia de los demás.  Y todos así.  También aquellas mujeres, absortas en sus intereses que seguramente son irrelevantes, y esos hombres que se agobian por temas que a nadie interesan y cuya posible solución no tendrá la más mínima implicación en el orden del caos.  Y ve cómo, uno a uno, aquellos seres,  las mujeres y los hombres, van quedando desprovistos de vestidos.  Sólo quedan ataviados aquellos hombres de las corbatas y los bombines que se dirigen a sus trabajos, seguros de ser indispensables para el funcionamiento adecuado del mundo.   Y la presencia de tanto egoísmo compartido le duele al paseante en la cabeza, como la punta de un clavo que con la fuerza de un martillo le trepana el cráneo.

 

Paul Delvaux.  La ville inquiète
Paul Delvaux. La ville inquiète

Ya llegará a su trabajo, él también.  Llegará a encontrarse con su realidad en algún otro espacio que le signifique algo de tranquilidad.  En ese otro lugar en el que, tal vez, podrá sentirse protegido de la voracidad de un mundo que se autodestruye sin pensar en treguas, de ese universo que había sido insondable y ahora es chiquitito porque unas hormigas llamadas hombres se han encargado de devorarlo de forma apasionada.  De tomarse el agua de los pozos y de los ríos, y de tumbar los árboles y de secar las tierras y de calentar las nieves y de atragantarse con el oxígeno de las plantas.  Y ahora sólo les queda destruirse entre sí.  Pero ya están en ello y no tardarán en cumplir con ese último, inevitable compromiso.

Pero en la oficina no hay sosiego tampoco.  Es ahí donde ve un paisaje de Andreas Gursky.  No es otra cosa.  Y recuerda la fotografía que cuelga de una pared en su sala.  Porque a pesar de los miedos que le provoca la abrumadora presencia del hombre, el paseante miedoso no puede dejar de sentir un morbo horrendo por ver representada la tragedia que se anuncia.  Andreas Gursky, el fotógrafo obsesionado con las concentraciones humanas, con las sórdidas viviendas de seres repetidos que habían creído ser irrepetibles porque eso les habían enseñado, pero que no son más que números carentes de individualidad, y con los contrastes cromáticos que producen las presencias materiales que inundan los paisajes urbanos, le vuelve a poner a merced de la asfixia.

 

Andreas Gursky.  Chicago Board of Trade
Andreas Gursky. Chicago Board of Trade

Entra a un foro en el que los hombres se consumen de otra manera.  La voracidad del ser humano carece de límites.  También ahí hay canibalismo.  Un canibalismo mercenario.  Un hambre idiota de dinero y bienes que pronto dejarán de tener utilidad en un mundo que explota como un pez globo ahíto.  En ese lugar, el hombre terminará por devorarse, como ese uróboros mitológico que se come a sí mismo empezando por la cola.  Pero acá la diferencia – quizá para fortuna del silencio y para tranquilidad del paseante que finalmente escapará del espanto – radica en que el hombre nunca significará el ciclo eterno de las cosas.

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