El asesinato de la pintura

“Quiero asesinar la pintura”, Joan Miró

 

El artista agarró una paleta más colorida que un arcoíris en un día de asueto.  Sobre un pedazo de tela de lo más blanco que pudo encontrar, aunque no hubiera sido de lino, dibujó unas figuras que, si hubiera sospechado que después serían convertidas en estampas ilustradoras de camisetas para turistas, y en las imágenes predilectas de los dentistas para decorar sus salas de espera, hubiera decidido, como Pessoa en su desasosiego, mejor ni siquiera imaginárselas.  Pero no tenía por qué adivinar tal tragedia, así que se animó y dibujó y llenó de colores vivos y alegres figuras que después serían consideradas paradigmáticas del surrealismo orgánico.  Luego incursionaría en experimentos más avezados, recurriendo a tierra, desechos y conchas, para bautizar la anti-pintura.  Y con la rebeldía en la mente, al menos en la medida en que un burgués puede llegar a concebirla, se dispuso a asesinar la pintura.  Ya había dicho que tenía ganas de hacerlo.

Y está muy bien.  Cada quien tiene derecho a querer asesinar lo que le dé la real gana.  Una cosa es querer hacer algo, claro, y otra muy distinta es lograrlo.  Tan son cosas distintas, que yo toda mi vida he querido asesinar a un hombre que no existe, y tan no he podido hacerlo, que no lo he encontrado.  Y el hombre aquel tan campante.  Tan son cosas distintas, pienso también, que si uno lograra las cosas tan sólo por desearlas, Carlos Fuentes hubiera ganado el premio Nobel de literatura.  En muchas ocasiones uno piensa que es una pena que a la gente no se le cumplan los deseos.  En otras, muchas otras, uno da gracias a los dioses por la discordancia radical entre el deseo y la realización de lo deseado.

Joan Miró. El bello pájaro descifrando lo desconocido a una pareja de enamorados.

Esto no es una diatriba tendiente a descartar a Miró.  Tampoco es una apología de su obra, ni podría serlo.  Ni me enloquece Miró, ni me interesa desprestigiarlo, ni me interesa entrar en la mecánica de pronunciarme a favor o en contra de la creación de un artista cuya obra, en el mejor de los casos, me parece divertidamente decorativa.  Caray.  Parece que sin querer ya me he pronunciado.  Ni hablar.

Lo que este texto sí es, es un manojo de letras entrelazadas con intenciones de resultar en una serie de ideas legibles.  Y sí, quizás, un escrito que pretende afirmar, de la manera menos tímida posible, que la pintura ni ha sido asesinada, ni ha muerto de causas naturales, ni parece que vaya, al menos no en el corto plazo, a encontrarse con un fatídico desenlace.

En 1859, Baudelaire se mostró furioso por la “amenaza” que representaba la fotografía si pretendía ser algo más de lo que le correspondía: una “muy fiel servidora” de la pintura, como lo habían sido la impresión y la estenografía para la literatura.  Pero no podría la nueva técnica suplantar a la pintura.  Ni pretendía hacerlo.  Y no lo haría.  La pintura sobreviviría porque sus intenciones no serían puramente representativas.  La pintura evolucionaría para sobrevivir: el arte de pintar es mucho más sofisticado que mirar dentro de un espejo.

Joan Miró. Naturaleza muerta con zapato viejo.

Desde su casa en México, un curador se expresó hace un par de años ante un periódico respecto del futuro del arte de la pintura.  Afirmó que aquello había pasado de moda, o algo por el estilo, y que la nueva pintura al óleo sería el video.  Para él y para muchos otros, en ese momento histórico, la actualidad del arte estaría en el video y en las instalaciones.  No sé si la evolución de cosas en el mundo del arte, a tan pocos años vista, diga lo mismo que ese señor, cuya opinión es respetable por equivocada que pueda resultar.

Hoy las ferias de arte y los acontecimientos artísticos ven el desplazamiento paulatino y sigiloso de las instalaciones, el videoarte y otras manifestaciones efímeras hacia un lugar indefinido que podría corresponder al fad de las modas de las que la gente se cansa en un santiamén.

La salida de las instalaciones, el desprestigio de los objetos de arte, el arte conceptual y otras tantas ocurrencias, son acontecimientos desvanecidos que se dan en la coyuntura del despertar de los atolondrados, de los anestesiados, de los engañados.  Aún cuando siguen con vida, y pataleando a veces de coraje, individuos que, mediante discursos llenos de vericuetos y explicaciones más barrocas que las catedrales de Churriguera, tratan de mantener a la gente en el convencimiento de que ciertas manifestaciones creativas son creativas, y de que algunas manifestaciones artísticas son artísticas.

Para Miró las cosas tenían, cuando el siglo suyo no cumplía todavía la mitad de sus años, una justificación concreta.  Como para muchos otros quebrantadores de cánones en la historia del arte, las cosas habían alcanzado un punto de inflexión.  Se vivía una época particularmente oscura donde el fascismo, el nazismo y las guerras (la civil en España y la segunda gran guerra que se avecinaba) marcaban las preocupaciones de la cultura.  Miró no creía en el arte como objeto comercial.  Quizá por eso permitió, a minutos de su muerte, que voraces comerciantes se llevaran de su casa cinco grabados en lugar de tres, y que los cuervos le molestaran pidiéndole que firmara piezas que ellos cambiarían en París y en Londres por hartas monedas de oro.   Miró no hablaba de deponer los pinceles: hablaba de usarlos para experimentar y de mezclarlos con otros materiales, sórdidos e incongruentes, para seguir inventando y avanzando.

(Joan Miró. Azul II)

En su Gaya Ciencia, Nietzsche afirmó que Dios había muerto y que él, junto con el resto de sus contemporáneos, incapaces de considerar al fundamento divino como base de códigos morales y teleológicos, lo habían matado.  Tampoco nos meteremos en honduras para entender la atormentada aseveración del filósofo, tan genial y tan bigotón.  A la muerte de don Federico, un creativo anónimo ideó una lápida que tentativamente rezaba: “Nietzsche ha muerto.  Yo lo he matado”.  Hay quien afirma que ese mármol que nadie ha visto había sido grabado por un Dios omnipotente y eterno.

Esto último puede ser ilustrativo solamente para un efecto: como ejercicio de autoayuda que me atrevo a compartir.  Las aseveraciones contundentes y categóricas pueden traer consecuencias contrarias, y el tiempo las puede refutar con contestaciones más categóricas todavía.   Yo podría imaginarme que, conforme las instalaciones dejan de representar interés para los entusiastas del arte, conforme la gente se va aburriendo con los años de patrañas y tomaduras de pelo, conforme las manifestaciones artísticas carentes de relevancia estética y de fundamentación teórica van siendo desenmascaradas como fútiles, la pintura afirma no su retorno, porque nunca se ha ido, sino su capacidad de seguir existiendo como medio inevitable para que el hombre se exprese artísticamente todavía por algún tiempo.

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