De resultados afortunados y provocaciones casi discretas

Muchos las han pintado.  Boucher, Ingres, Fortuny, Corot, Delacroix y Renoir.  Para acabar pronto, como tema, el asunto de la odalisca ha sido tan visitado que hasta Balthus y Matisse produjeron las suyas.

El concepto de odalisca es de suyo provocador.  Quizá no siempre lo haya sido.  Tal vez la odalisca se convirtió en objeto de deseo y en provocadora imagen al asimilarse a la cultura occidental.  Originalmente una odalisca, si se atiende a la etimología de la palabra, no era más que una asistente de un cuarto en el palacio de un sultán.  Con el tiempo el término evolucionó para comprenderse como lo aplicable para describir a una de las concubinas de cualquiera que tuviera un harem.

Mariano Fortuny.  La odalisca
Mariano Fortuny. La odalisca

La mujer yaciente, desnuda o semidesnuda, invitando al espectador no sólo a observarla, es un tema lo suficientemente atractivo – y vigente – como para seguir siendo representado.  No diría ad nauseam, porque creo que sería oximorónico incluso pensar en un resultado semejante.  La mujer como objeto de deseo, como ser sexual entregado a un letargo sugerentemente libidinoso, en una fingida inconsciencia de las turbaciones que es capaz de producir, puede molestar a quien quiera que sea un paranoico de la misoginia o a quien crea que la mujer – y para el caso el hombre – no debe ser observada nunca como un objeto de deseo sexual.  Pero jamás podrá molestar a quien tenga la sensibilidad suficiente para experimentar tensiones corpóreas como resultado de elucubraciones mentales despertadas por imágenes atractivas capaces de detonar el furor del deseo.

Así que John Currin, degenerado y soez, vulgar y explícito, kitsch y contestatario, también quiso tener la suya.  La suya sonríe.  A diferencia de aquella de Ingres, por ejemplo, o de la del señor Delacroix, ambas con gestos quizás inescrutables, tal vez voluntariamente herméticos o posiblemente sólo ingenuos – ¡cómo altera a veces la ingenuidad genuina! -, la de Currin nos sorprende con un gesto entre sardónico y grosero, sabiondo y depravado.  El gesto de una mujer que duerme o ha muerto, que ha veces es lo mismo, y que está consciente no obstante de estar provocando alteraciones en quien observa.  La odalisca de Currin muestra unos dientes de fiera; la odalisca de Currin es un ser impuro que se adivina ninfomaníaco.

Mantegna observó al Cristo muerto – ya resucitaría, pero a los expertos de su tiempo les perturbó ver al salvador representado en toda su temporal mortandad, víctima de la debilidad de cuerpo que en el hombre común conduce a la muerte – desde una perspectiva insólita.  En realidad, el cuerpo del Cristo yaciente de Mantegna es ridículamente corto.  Es desproporcionado.  Las caras de las que se lamentan (la Madre, el amigo Juan y la Magdalena, quizás) son tan desmesuradas en tamaño que hay quien ha querido creer que han sido añadidas a la obra con posterioridad a la muerte del artista.  El pubis del Cristo está ubicado en el centro geográfico de la pintura.  En el primer plano nos reciben unos pies enormes.  La cara barbada, inmóvil e inerte, de palidez sepulcral, parece estar sumida allá en el fondo de una verticalidad inalcanzable.  Todo es un efecto visual generado por el manejo de las perspectivas, las dimensiones y la profundidad de un maestro del ilusionismo.   El Cristo de Mantegna habrá causado conflicto por innovar en la no utilización de simbolismos, por su naturalismo, por su honestidad en la representación y, sobre todo, como ya se ha dicho, por el atrevimiento de representar al Hijo del Padre en mundano carácter de muerto común y corriente.  Pero su relevancia es otra.  Y tiene que ver con la maestría ilusionista de Andrea Mantegna.

 

Andrea Mantegna.  Lamentación sobre Cristo muerto
Andrea Mantegna. Lamentación sobre Cristo muerto

John Currin, con su odalisca, hace lo mismo.  Y por eso es relevante.  Parecerá grosera la comparación, pero no lo es.  Un pornógrafo representando a una mujer dormida – o muerta con cara de cínica – en la misma postura en que un maestro del Renacimiento representara a Jesucristo puede parecer ofensivo.  Supongamos que lo sea.  En ese caso, quien pudiera sentirse agredido debería reconocer que el artista tiene dotes para provocar y que a la hora de agredir lo hace con maestría.   Porque hay veces que las afrentas pueden – y deben – ser toleradas.  Lo creo firmemente.  Me refiero a que hay afrentas que, de tan bien hechas, merecen respeto y consideración.   Pero ese no es el punto.  El punto es la convergencia entre dos piezas que inicialmente no tendrían nada que ver, pero que comulgan en su relevancia técnica: la violencia de un escorzo provocado por la distorsión genial de los detalles anatómicos.

La forma en que Currin logró la composición de su pintura no puede sino estar inspirada en la obra inmortal del fresquista de Mantua.   Y el artista no lo negará.  Ni esa inspiración, ni las recibidas de otros maestros.  Los cuellos largos de sus mujeres, las posturas contorsionadas de sus divas y las curvaturas de sus cuerpos – dejemos fuera por ahora todo su trabajo de pornografía realizado con miras a combatir artísticamente, a su decir, la retrogresión social del Islam – nos recuerdan a los manieristas italianos y españoles, a otros artistas renacentistas estudiados por Vasari, e incluso a pintores como Lucas Cranach.  Quien vea las pinturas más tardías de Currin, hirvientes de sexo y carentes de sugestión, o las tempranas, cursis y revisteras, sería incapaz de imaginarse que alguien así tuviera un bagaje cultural que le permitiera repetir técnicas compositivas dominadas por maestros que marcaron paradigmas a quinientos años de distancia.

 

John Currin.  Odalisca
John Currin. Odalisca

El Cristo de Mantegna fue criticado por su crudeza.  La obra de Currin “sonrojaría a Hugh Hefner”, diría una crítica cuyo nombre no retuve.  Provocar exaltaciones de los espíritus es tarea artística fundamental.  Repetir técnicas eficientes es obligación ineludible de quien pretende crear en un mundo en el que el sol ha venido alumbrando todo desde tiempos inmemoriales.  El trabajo anti islamista de Currin podría considerarse irreproducible para muchos, violentamente prosaico para otros y llanamente pornográfico para el resto.  Pero algo que sí no se le podrá dejar de reconocer es su manejo elocuente – si se me permite – de la técnica pictórica, su comprensión de la anatomía, y su genialidad irrefutable a la hora de manejar un escorzo que creíamos que solo un gran ilusionista italiano había sido capaz de dominar.

 

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