La elemental importancia de las mariposas

A la memoria del marqués de Camarasa, lepidepterólogo contumaz

 

     “Primero, la mariposa – y esto es lo que más me molesta declarar – es un gusano…”

                                                Ramón Gómez de la Serna, en Lo cursi y otros ensayos

 

Se sabe de Nabokov. Era pasión suya, tanto mayor que la de escribir, la de recorrer los campos de sus tierras – antes de que el terror de la guerra lo arrojara fuera de la Madre Rusia – para capturar mariposas con una redecita. También se ha dicho que el duque de Balturce, de barbas blancas y largas, muchas veces algo sucias y siempre muy mal acicaladas, se vestía de pajarita, camisa blanca bien almidonada, levita y pantalones de paño, y con un bombín flotándole en la mollera, un bastón para el equilibrio sostenido con la siniestra y una red pegada a un largo palo, salía a sus jardines a buscar insectos de colores: los quería del resplandor de la esmeralda, del brillo de la miel, de la viveza del azul del cielo y del ominoso rojo de la muerte recordada. Se ha dicho eso de Balturce. Y se ha dicho, también, que ese hombre no existió.

Ramón Gómez de la Serna, humorista profesional, se burlaba de los lepidepterólogos (dejemos de una vez claro que un lepidepterólogo no es un entomólogo más, sino un enamorado de la belleza; un obseso de la estética, y no un vil perseguidor de mariposas; un pertinaz explorador que no dejará nunca de buscar hacerse con la perfección de las alas multicolores. Un lepidepterólogo no es un ocioso, pues no hay ocupación más seria que la búsqueda – siempre insaciable – de la belleza. Un lepidepterólogo puede dedicarse a otras cosas, pero su vocación central será, inevitablemente, la de tratar de aferrarse a aquello que por antonomasia es inasible). Gómez de la Serna, no obstante, también era un coleccionista de mariposas. Las conoció de todos tipos. Nos ha sabido contar de especies inauditas vistas en lugares inaccesibles. Ha sido gracias a él que hemos aprendido mentiras que sí merecen ser recordadas, a diferencia de la mayoría de las verdades: el tamaño gigantesco de la mariposa emperador del Brasil, ese macrolepidóptero que abanica y mueve el aire con la fuerza de sus alas; de la Atlas del Himalaya, a la que los orientales temen porque lleva trazado en las alas el signo Vishnu; y la mariposa que dibujó el niño abandonado lejos de su patria, ilustración que permitió a quienes lo encontraron devolverlo a Alsacia, lugar de donde aquel insecto que representó era endémico. Pero también nos supo recordar a la mariposa-de-aquí-yace que Francisco de Quevedo vio revolotear muchas veces encima de las tumbas, a la falena de los ocasos, a la fulgórida de las noches, y a la atropos aquerontia que trae malos presagios en las noches en que huele a flor de jazmín.

Las mariposas son apariciones. Apariciones que nos dicen, en su aleteo, que la vida merece ser vivida, quizá si se vive en búsqueda constante de su contemplación. Los insectos estéticos por excelencia, como les llamó el lepidepterólogo que también fue crítico de arte, son de lo poco que hay que no repugna a la creación.

Como se temería, las mariposas son efímeras. No sería bueno que fuese de otra forma. Quizá si fueran eternas, su belleza no sería valorada. Parece que las mariposas – a quienes como bien dice Gómez de la Serna, se les perdona incluso que sean primero gusanos, por el preciso hecho de estar destinadas a ser mariposas – no deben vivir mucho. Pero eso no importa: lo efímero de su existencia es, en la relatividad del tiempo y la consideración de lo valioso, más trascendente que la longevidad dolorosa de los hombres.

La muerte de Guillermo fue anunciada por avispas. Un enjambre de bichos ruidosos, amenazantes y crueles que entró justo en el instante en que salió la persona innombrable que le llevó a su casa el mal presagio. La nube de aguijones se fue a flotar en el medio del jardín descuidado a voluntad. Ya no había nada qué hacer: a partir de entonces, el entierro de aquel esteta quedaba fijado para dentro de pocos días.

¿Qué habría pasado si a la casa de mi amigo se hubiera ido a meter un arcoíris de mariposas? Pues es muy predecible: hubiera salido el sol – porque naturalmente que el día de las avispas el cielo se cerró en un techo gris -, hubieran cantado los tzentzontles, y al anfitrión de los visitantes multicolores le hubiera sido anunciada una dicha interminable.

Quizá la culpa de la escasez de mariposas – escasez que ha tenido en la historia del mundo consecuencias tan trágicas como la recién relatada – la tengan los chinos. El negocio de la seda es abominable. Si no fuera porque alguien burló la pena de muerte prometida al que revelara el secreto milenario de la manufactura de la seda, la armonía de las composiciones terrenales no hubiera sufrido el trastoque funesto.

Con todas estas consideraciones en mente, consciente del horror que todo esto implica, interrumpo mi escritura, apago un vals que se mece sobre las olas imaginadas por un tal Juventino de bigotes ralos, y me voy vaciar de corbatas el clóset. Las condenaré – precisamente como están condenados ciertos gusanos a nunca ser mariposas – a ser cenizas, por haber tenido la desfachatez de existir para convertirse en abortos de belleza (¿saben ustedes cuántas mariposas nonatas nos privan de colores con su inexistencia para que se produzca una corbata que no es otra cosa que un yugo contemporáneo?).

La culpa es del ingenio de los chinos, de la osadía de los violadores de prohibiciones, de la gansada de los códigos de etiqueta, de Hermès y de Salvatore Ferragamo. El conocimiento de “la magnitud de la mariposería abortada” (Gómez de la Serna dixit), que es lo mismo que un indecible sacrificio de belleza, me obliga a detenerme aquí para ponerme a sollozar.

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