Memoria, exceso y carencia en la era digital

Lectura: 4 minutos

Treinta números de teléfono. Era eso lo que podía guardar. Su capacidad de memoria, diríamos en la actualidad. Todo un prodigio para esos años. Salió a la venta en 1983, Motorola lo había presentado como el DynaTAC 800x. Fue el primer teléfono portátil en ser comercializado de forma masiva.

Con su casi un kilo, y a las puertas del primer celular con un Tera de memoria, hoy, aquel mítico “ladrillo”, da la idea de ser parte de los restos de un tiempo muy lejano.

Tecnología y sociedad se explican mutuamente. De ida y vuelta. Toman préstamo elementos de una y otra para describirse. Comparten en ese afán palabras iguales, aunque éstas designen cosas que son distintas.

Máquinas que tienen “inteligencia”, operadas por personas que hablan de “reprogramar” sus emociones. Lo tecnológico toma de lo social ciertos términos y los adapta. De la misma manera que desde lo social se hace lo propio.

La palabra “Memoria” es un caso ejemplar. En un sentido y otro. La “memoria”, mayor o menor, de un celular es una variable clave que para determinar sus capacidades y, claro, su precio. Al tiempo que no es infrecuente que alguna persona hable de su “disco duro” para referirse a sus propias habilidades para retener información.

Reprogramar emociones.
Imagen: El Deber.

Hace ya años que Manuel Castells dejó en claro su advertencia. La tecnología no es buena ni mala, pero tampoco neutral. Depende cómo y para qué se use. Semejante principio puede aplicarse a las palabras.

Emparentados por ser huellas de su tiempo, artefactos y lenguaje atestiguan la historia de las sociedades. Cada época se condensa en las cosas que usa y las palabras en las que se ve reflejada.

La memoria, el término “memoria”, pulula por doquier en nuestro agitado tiempo. O bien, porque nos aterran las enfermedades que la destruyen, o porque la enaltecemos en discursos sinfín o ya porque asignamos a los dispositivos sus cualidades que nos salvarán de nuestros propios olvidos.

Quizá, a la manera de Funes, el memorioso, personaje que inventó Borges, y que no podía olvidar nada, aparezca un celular con una memoria de mayor capacidad, incluso con el total de cosas y recuerdos en el mundo para ser almacenados.

En lo que ello ocurre, la sensación de una memoria ilimitada, que corresponde a los aparatos, cabalga a la par de las cada vez más menguadas fuerzas y ánimo de las personas para recordar por sí y para sí mismas.

Capacidad de la memoria.
Imagen: Los Tiempos.

Todo es confiado al almacén memorístico de los artefactos. Y como esta capacidad parece no tener fin, las personas se sienten no sólo liberadas de tener que recordar por sí mismas, sino aun de seleccionar qué es lo que vale la pena ser recordado en verdad.

Así, se guardan miles de fotografías que nunca se han visto, cientos de videos para los que no alcanzaría la vida, documentos y más cosas en ese haber infinito al que rara vez su propietario habrá de asomarse.

El olvido de recordar, el olvido de seleccionar, el olvido de regresar a lo que ha quedado guardado. “El olvido de sí”, lo ha llamado acertadamente el escritor y pensador contemporáneo Pablo d´Ors. Un olvidarse de la memoria propia, para trasladar esa función, la del resguardo de las huellas de las emociones y los momentos, a los artefactos.

Frente a este olvido, la memoria excesiva. Los dos extremos que se trenzan y confunden.  Ausencia de memoria propia, exceso de memoria puesta en el artefacto, se corresponden social y tecnológicamente en una era caracterizada por los continuos desplazamientos entre lo que es humano, en sentido estricto, y lo que no lo es.

Aparatos que aparecieron, justamente, porque el mundo de las ideas y los comportamientos los precedió. Ideas y comportamientos que se modifican en la medida en que ciertos artefactos, con determinadas cualidades, se extienden por el mundo.

Memoria inteligente.
Imagen: Selecciones.

Entre el uso y el abuso, se escenifica la lucha por ejercer plena y libremente la memoria, señalará Paul Ricoeur, uno de sus grandes estudiosos. Entre lo individual y lo colectivo, poner a salvo la memoria tanto de su manipulación como de su convocatoria abusiva, insistirá el gran filósofo francés, particularmente en los trabajos de sus últimos años.

Donde hay exceso, hay carencia. Pareciera querer decirnos para este tiempo, Ricoeur. La memoria impedida, como él le llama, es también esa memoria convocada, descontextualizada, simplificada abusivamente.

Una memoria en la que, bajo el signo cívico-conmemorativa que la trae una y otra vez al plano del presente, se suplanta la construcción genuina del pasado y sus procesos complejos, ofreciendo en su lugar una cauda de adjetivos que el discurso le provee y la coyuntura le exige.

Quien todo olvida es un inconsciente. Quien nada puede olvidar, alguien que sufre sin consuelo, sin salida. El primero, se priva del resguardo de las alegrías del tiempo vivido. Al segundo, lo consume un encono incurable.

Los retos de la memoria, apuntó alguna vez Tzvetan Todorov, son tan grandes como para confiarlos al entusiasmo o a la cólera.

Claro debería quedarnos que tanto a la tecnología, solo a la tecnología, como a la coyuntura, solo a la coyuntura, tampoco.

0 0 votos
Calificación del artículo
Subscribir
Notificar a
guest
0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
0
Danos tu opinión.x