Sobrepeso y obesidad. Amenazas a la salud pública de los mexicanos
El próximo 16 de octubre es el Día Mundial de la Alimentación. Ello hace pertinente que nos detengamos a reflexionar sobre las acciones que como individuos y sociedad estamos haciendo, o dejando de hacer, para tener una alimentación saludable. Esto nos lleva a pensar en un grave problema que aqueja al mundo: el sobrepeso y la obesidad.
En los últimos 30 años, la población mundial “ha engordado entre 5 y 6 kilos por persona”. Ello lo muestra un estudio que analizó el peso de más de 112 millones de personas en 200 países, entre 1985 y 2016 (BBC, 2019). Esta tendencia es compartida por países como México, donde las tasas de sobrepeso y obesidad nos obligan a todos, como sociedad, a tomar cartas en el asunto. Como ya se ha reconocido, incluso por parte de la industria de alimentos y bebidas, éste es un problema complejo que amerita soluciones integrales. Estas soluciones, por tanto, no pueden ser sólo de los individuos, de los consumidores; deben ser también asumidas por las autoridades y, en general, por todas las partes involucradas: productores y vendedores de alimentos procesados y bebidas azucaradas; instituciones educativas; medios de comunicación; padres y madres de familia.
México ocupa el segundo lugar de países en el mundo con más adultos obesos y el primero en niños. Tres de cada cuatro niños entre 5 y 11 años tienen obesidad, y 35% de los adolescentes entre 12 y 19 años padecen sobrepeso u obesidad; mientras que 7 de cada 10 adultos (71.2% de la población) padecen sobrepeso y obesidad (León, 2019). De estos, el 32% tiene sobrepeso y, según estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en el 2030 la cifra subirá a 40% (Pérez, 2019).
En América Latina, países como Argentina, Uruguay y Chile comparten esta terrible problemática. Junto con México, estos países siguen el mismo patrón: altas tasas de obesidad, similares en zonas rurales y urbanas, tanto en mujeres como en hombres (BBC, 2019). En el resto del mundo, Estados Unidos, Canadá, Las islas del Pacífico y países de Oriente Medio también padecen este problema (CNN, 2017).
Su crecimiento y extensión ha hecho que desde la década de los 90 hablemos de la obesidad y el sobrepeso como una epidemia mundial, la cual tiene consecuencias graves en la salud con enfermedades coronarias, diabetes, cáncer, así como padecimientos bucales.
Las causas
Pero ¿qué ha provocado esta epidemia? En diversos estudios se evidencian, al menos, dos causas comunes: dietas pobres y falta de actividad física.
Es claro que los cambios en la vida moderna nos han llevado a tener vidas más sedentarias. No obstante, estudios a nivel global muestran que la “desigualdad de la actividad” física es un aspecto a considerar. Se distingue así entre las zonas rurales, donde, por lo general, existe mayor actividad física; y las ciudades, habitadas por personas con vidas más sedentarias. Asimismo, entre las ciudades hay matices: aquellas que están más orientadas al uso del automóvil y las que son más peatonales (CNN, 2017).
Asimismo, en el mundo encontramos distintas percepciones sobre la práctica de alguna actividad física: mientras existen países donde se fomenta practicar algún deporte (en las escuelas, centros de trabajo y hasta entre los adultos mayores), otros no lo conciben como una prioridad, ya sea por cuestiones sociales o culturales. Por ejemplo, en las zonas urbanas de China es difícil hacer ejercicio al aire libre a causa de la contaminación; mientras que en los países del Medio Oriente, no se fomenta que las mujeres participen en ejercicios al aire libre o actividad física con fines recreativos (CNN, 2017).
Otro aspecto sociocultural lo podemos encontrar en la preferencia y proliferación de comida procesada o ultraprocesada, también llamada “chatarra” o no saludable por sus altos contenidos en azúcares, grasas y sodio. En sociedades con economías emergentes, regalar o consumir estos productos es un elemento que da prestigio social. Por ejemplo, en las Islas del Pacífico, durante los actos ceremoniales se regala comida: antes se ofrecían pescados recién capturados o frutas frescas, ahora las ofrendas se construyen a base de enlatados y productos procesados (CNN, 2017).
En países emergentes como Brasil, México, China y Corea del Sur, además, los precios de frutas y vegetales incrementaron un 91% entre 1990 y 2012, mientras que los costos de productos ultraprocesados, listos para consumir, cayeron hasta 20% (Manufactura, 2015). Ello ha incentivado que la población opte por tales productos.
Esto puede explicar que en países como México los padres (en zonas urbanas y rurales) han sustituido la dieta de sus hijos, ya sea por comodidad, economía o desinformación. Un estudio realizado en 2014 reveló que lo más abundante en las loncheras de los niños en Tijuana es comida chatarra (Universia, 2014). Esta historia se repite en zonas rurales. En un estudio realizado en municipios de la región centro-montaña del estado de Guerrero –una de las zonas rurales más vulnerables de México– se constató que los niños y jóvenes han sustituido la ingesta de atole con refresco (EPC-GEA-Oxfam, 2010).
Si bien las decisiones de consumo son de los individuos, existen ambientes que propician que tales decisiones favorezcan dietas pobres y falta de actividad física. El ambiente puede determinar las elecciones tomadas por los individuos: “Estar sentado la mayor parte del día, caminar menos, tener un mayor acceso a la comida rápida y tener menos tiempo para cocinar son sólo algunos ejemplos” (CNN, 2017).
Entonces, ¿cómo se pueden transformar estos ambientes obesogénicos?
La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Para modificar los hábitos alimenticios, no sólo basta con las decisiones de los consumidores, se necesitan políticas nacionales e internacionales para crear entornos en los que sea fácil para las personas estar sanas. Dentro de las políticas nacionales están las regulaciones económicas y sociales, como los impuestos y los subsidios; así como aquellas que fomenten tomar decisiones informadas a la hora de adquirir un producto.
En México, como en otros países, los gobiernos han comenzado a tomar medidas para afrontar esta problemática. Para ello, se han tenido que remontar obstáculos puestos por quienes anteponen los intereses económicos sobre los intereses públicos. Si bien no podemos generalizar, lo cierto es que hay sectores de la industria de alimentos procesados y bebidas azucaradas que no están dispuestos a pagar el costo que tiene afrontar el problema de manera real y no simulada (Montes de Oca, 2019). Así, en 2010 la industria se opuso a la expedición de lineamientos que buscaba regular la venta en escuelas y publicidad de comida chatarra. De igual forma, ha habido una continua oposición frente al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS), aplicado desde 2014 a la venta de productos no (poco) saludables (refrescos y jugos, pastelillos, pan dulce, galletas, pasteles, botanas y papas fritas). Ello mismo ha pasado en la presente administración federal con los intentos de reforma constitucional de la Ley General de Salud para tener un etiquetado de alimentos más claro.
Los argumentos esgrimidos por la industria en contra estas regulaciones varían, pero comparten la idea de que la responsabilidad la tienen los consumidores y que ninguna regulación va a solucionar el problema. Si bien, este argumento es cierto en decir que la decisión del consumidor es importante, también es cierto que, como mencioné antes, para que las decisiones de los consumidores realmente atiendan el problema, debe haber un ambiente donde se informe sobre los riesgos que tiene la ingesta excesiva de alimentos con altos contenidos en grasas, sales y azúcares; donde los consumidores tengan opciones de compra más saludables; donde no se incite, mediante estrategias publicitarias, al sobreconsumo de esos productos, especialmente en la población infantil; y donde sea más caro consumir productos chatarra que alimentos sanos.
Asumir la responsabilidad pública que todos tenemos
Es por ello importante recalcar que la atención de este problema no puede ser sólo de los consumidores. Autoridades, industriales, consumidores, medios de comunicación, educadores y todos los que estamos involucrados socialmente tenemos nuestra parte de responsabilidad. Para revertir las cifras que nos posicionan como país en los primeros lugares del mundo con población (adulta e infantil) con sobrepeso y obesidad, debemos tomar conciencia y asumir los costos que tienen las regulaciones a corto plazo, valorando los beneficios que tendrán en el largo plazo.
En suma, la responsabilidad pública de las autoridades es fomentar regulaciones que favorezcan un ambiente no obesogénico; la responsabilidad de los consumidores es informarnos, tomar conciencia del problema y actuar en consecuencia; la responsabilidad pública de las empresas es colaborar con las autoridades para eliminar los ambientes obesogénicos (siguiendo las regulaciones) y generar opciones saludables para los consumidores; mientras que la responsabilidad de los medios de comunicación es informar sobre esta problemática anteponiendo el interés público.