Uno de los temas concretos y prometedores para estudiar la relación mente-cerebro se refiere a cómo conceptúan la estructura de la mente los expertos en la cognición o los filósofos de la mente, por un lado y, por el otro, los expertos en la anatomía y fisiología del cerebro. Una teoría que integrara de manera convincente la arquitectura mental con la cerebral en un paradigma psicobiológico o psicofisiológico aclararía muchos enigmas de esta problemática relación. El reto es formidable, pues existe una divergencia temática, teórica y técnica entre quienes abordan la modularidad o la arquitectura de la mente, usando datos de la ciencia cognitiva o argumentos lógicos de la filosofía de la mente, y quienes abordan al cerebro con métodos neurobiológicos.
En esta ocasión revisaremos un tema que es común en estos dos enfoques y que ha tenido un notable desarrollo en la segunda mitad del siglo XX. Se trata de la supuesta localización de las actividades mentales en zonas o núcleos particulares del cerebro. El tópico de investigación en los dos ámbitos se denomina modularidad, por el hecho de plantear que ciertos módulos delimitados, concebidos como bloques de una estructura tienen como función alguna actividad psicológica específica.
Empecemos por la modularidad cerebral. Como ya hemos visto, la neuropsicología se inició en el siglo XIX con el hallazgo de las zonas cerebrales dañadas en pacientes con impedimentos del lenguaje, en particular el área del habla encontrada por Broca y la de su comprensión por Wernicke. A principios del siglo XX el mapeo regional de las áreas de la corteza constituyó un conocimiento fundamental que fue más allá de establecer regiones o módulos anatómicos, pues se propuso comprender la organización funcional del cerebro con tres fuentes de datos: (1) la neuropatología de pacientes que padecieron deficiencias funcionales de sus capacidades sensoriales, motoras, cognitivas o afectivas, (2) los estudios de estimulación eléctrica del cerebro en pacientes conscientes durante cirugías y (3) la identificación de la actividad eléctrica o metabólica de zonas específicas mediante procedimientos no invasivos que generan imágenes de la actividad regional del cerebro durante la ejecución de diversas tareas cognitivas.
Como ejemplo paradigmático del primer enfoque se puede citar un caso clínico sucedido y descrito en 1868, revalorado en tiempos recientes. Phineas Gage era un sensato y apacible obrero ferroviario que sobrevivió a un brutal accidente cuando una dinamita explotó y lanzó una barrilla de hierro hacia su cabeza perforándole la órbita del ojo izquierdo y destruyendo el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo de su cerebro. Al recuperarse de la tremenda, aunque circunscrita lesión, Gage se convirtió en un sujeto hosco e irritable. La interpretación moderna del caso es que la lesión afectó la función inhibitoria y ejecutiva de planificación y organización que tiene el lóbulo frontal, de tal manera que se desataron conductas irreflexivas. La lesión frontal implicó un cambio de personalidad poniendo en evidencia que esta característica global de la mentalidad y la conducta “reside,” “se integra” o al menos “depende” del funcionamiento adecuado de los lóbulos frontales.
La teoría de la localización cerebral derivada de estos tres tipos de estudios propone que cada una de las áreas definidas de la corteza y los diversos núcleos del cerebro tiene una función precisa, muchas veces de índole psicológica. Una localización estricta permitiría desarrollar modelos de la mente en el sentido de que, si se registra la activación de un módulo, podría inferirse que se está ejecutando su función, nada menos que leer la mente conociendo su localidad fisiológica. Esta directriz funcionó durante buena parte del siglo pasado, a pesar de que uno de los primeros en retarla hacia mediados del siglo, y con base en una extensa experiencia neuropsicológica, fue el eminente neuropsicólogo ruso Alexander Luria. Para Luria los procesos mentales superiores de naturaleza cognoscitiva implicados en el conocimiento, como el pensamiento, el cálculo, el lenguaje, la lectura y la escritura, son funciones complejas que requieren de la asociación concertada de varias o muchas zonas de la corteza cerebral. Tales zonas se organizan en sistemas o redes donde cada una de ellas realiza una función específica, como un mosaico que conforma una figura común. Aunque las funciones no pueden ser localizadas a una región particular, la función entera se resiente si ocurre una lesión en alguna de ellas.
En el último tercio del siglo XX surgieron poderosas técnicas de imágenes cerebrales obtenidas por resonancia magnética o tomografía de positrones que revelan la actividad de las distintas zonas y núcleos del cerebro humano. Las imágenes obtenidas han mostrado repetidamente que los módulos cerebrales se activan no sólo durante una tarea particular, sino en varias, lo cual cuestiona la idea simplista de que cada módulo del cerebro tiene una función psicológica. Ocurre también que una tarea cognitiva o un estado psicológico involucra la actividad de un grupo de módulos, como ocurre con el dolor. Además, los neurofisiólogos que utilizan microelectrodos han detectado que muchas neuronas de una zona o núcleo particular del cerebro responden a estímulos de diversas modalidades y sugieren que un módulo cerebral está parcialmente especializado pues procesa diversos tipos de información. Luria probablemente se quedó corto, pues no sólo parece que las funciones cognitivas superiores requieran de una red de módulos actuando coordinadamente, sino que puedan realizarse de diversas maneras y por varios arreglos neurodinámicos.
Pasemos ahora a revisar la modularidad desde la perspectiva de la ciencia cognitiva y la filosofía de la mente. El tema cundió a partir de la publicación del libro The Modularity of Mind (1983) de Jerry Fodor. Dado que esta modularidad implica que algunas funciones mentales se integran por separado en módulos, el sentido preciso de módulo mental fue extensamente discutido en los años siguientes y llevado a una extensión mucho mayor que la originalmente pretendida. En un principio, Fodor arguyó que los sistemas perceptuales funcionan de manera encapsulada como si estuvieran procesados por módulos funcionalmente aislados e impenetrables. Un lápiz introducido parcialmente en agua se percibe como si estuviera roto, aun cuando sabemos que no lo está. Esto quiere decir que el conocimiento no afecta a la percepción visual y que ésta sigue sus propias reglas, independientemente de los procesos superiores de la mente. Ahora bien, en la década de los años 90 se extendió el concepto de modularidad cognitiva a todas las funciones de la mente, incluyendo el juicio, el razonamiento o la toma de decisiones, con una justificación evolutiva y darwininana. Ésta es la teoría de la modularidad masiva de los psicólogos evolucionistas y la examinaremos en otro momento.
La discusión sobre la arquitectura de la mente ha ocurrido en la ciencia cognitiva y la filosofía de la mente en buena medida sin una referencia a la contraparte física del cerebro. En la neurociencia también ha ocurrido un debate de cómo funciona el cerebro constituido por zonas, núcleos o partes que se conectan entre sí mediante fibras o haces. La localización de funciones mentales puede ser parcialmente correcta, pero se requiere una integración entre las teorías que atribuyen una función a cada modulo cerebral y las teorías distribuidas, que adjudican a buena parte del cerebro una función psicológica determinada. Esto requiere el trabajo conjunto de neurocientíficos, psicólogos cognitivistas y filósofos de la mente.
Los contenidos de la columna Mente y Cuerpo forman parte del próximo libro del autor.
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