Diversas investigaciones realizadas en los 60 y 70 permitieron reafirmar que la mente tiene una base cerebral de orden neroquímico, especificada por la mutua regulación de sistemas de neuronas que emplean transmisores químicos específicos. Hemos visto previamente que, hacia mediados del siglo pasado, ciertas aminas biogénicas, como la serotonina, la noradrenalina, la adrenalina y la acetilcolina, se acreditaron como neurotransmisores del cerebro. Las técnicas bioquímicas para medirlas mostraron que su distribución no es homogénea y con la llegada de la neurociencia en los años 60 surgieron métodos para analizar la anatomía química del cerebro y visualizar en su localidad a las neuronas que contienen cada uno de estos neurotransmisores.
Un hallazgo estupendo fue llevado a cabo en 1964 por los suecos Annica Dahlström y Kjell Fuxe, quienes aprovecharon la fluorescencia de las aminas biogénicas para visualizar dónde se encuentran las neuronas que las producen y a qué partes del cerebro emiten sus prolongaciones. Al ser estimuladas con luz de una longitud de onda, las aminas brillan con otra y es posible identificarlas por su color mediante un microscopio de fluoresecencia que permite ver cortes de cerebro iluminados con diferentes longitudes de onda. De esta forma, en núcleos del tallo cerebral, la porción más central y antigua del cerebro, los suecos descubrieron neuronas que producen serotonina, noradrenalina y dopamina.

Pronto quedó establecido que hay sistemas de neuronas que funcionan usando un neurotransmisor particular y se usó el sufijo -érgico para denominarlos. Se reconocieron así el sistema colinérgico que funciona con acetilcolina, el serotoninérgico (con serotonina), el noradrenérgico (noradrenalina), el dopaminérgico (dopamina) y otros más. De hecho, se identificaron cuatro sistemas dopaminérgicos, cada uno involucrado en funciones neuropsicológicas particulares. Las fibras de uno de ellos terminan en núcleos que regulan los movimientos y cuando degeneran sobreviene la enfermedad de Parkinson. Otro sistema termina en la corteza cerebral y está implicado en actividades cognoscitivas y probablemente en el autismo y la esquizofrenia. Una parte de éste acaba en las zonas de recompensa, situadas en parte anterior y basal del cerebro, que se activan con las conductas que producen placer, incluyendo el efecto de sustancias adictivas. Finalmente, el cuarto sistema termina en los núcleos del hipotálamo que gobiernan al sistema endócrino y median situaciones como el estrés o funciones corporales como la lactancia o la sexualidad.

El premio Nobel de 1970 se entregó a Sir Bernard Katz, Ulf von Euler y Julius Axelrod por sus investigaciones sobre la síntesis, la liberación y la desactivación de varios neurotransmisores en las terminales sinápticas de las neuronas. A partir de ese año, la atención se dirigió hacia las moléculas receptoras que reconocen a los neurotransmisores. Se usa el símil de que esto ocurre en cierto sentido como una cerradura (el receptor) admite una llave (el neurotransmisor) para abrirse, aunque alguna otra llave parecida puede entrar y bloquearla, tal y como sucede con diversos psicofármacos que pueden activar (agonismo) o desactivar (antagonismo) a ciertos receptores.

Tomaron particular relevancia las investigaciones sobre el efecto cerebral de los opiáceos, la morfina y la heroína, drogas peligrosas por su potencialidad de causar adicción y aún la muerte por sobredosis. En 1973 una estudiante en el laboratorio de Solomon Snyder de la Universidad Johns Hopkins, de nombre Candace Pert, encontró que los opiáceos se ligaban a receptores cerebrales sin la mediación de neurotransmisores conocidos, lo cual abrió una etapa fascinante de estudios. En efecto, el hecho de que hubiera receptores a la morfina implicaba que el cerebro debía producir neurotransmisores que actuaran sobre ellos y tuvieran las propiedades opioides, es decir, analgésicas, placenteras y narcóticas. Varios laboratorios del mundo aislaron con prontitud sustancias generadas por el cerebro que se ligaban a los receptores a los opiáceos y que cumplieron los criterios de neurotransmisores. Se les llamó endorfinas, lo que significa, morfinas endógenas, algunas de ellas mucho más potentes que la propia morfina, aunque de estructura distinta, pues se trataba de péptidos, moléculas como las proteínas, pero de cadena de aminoácidos mucho más corta. Varios péptidos más, como las encefalinas descubiertas en 1975, se agregaron a la lista y tanto sus neuronas como sus receptores se perfilaron como subsidiarios de los efectos de la morfina y la heroína. Al parecer, la adicción ocurre cuando los receptores a los opioides se saturan con la droga exógena y ocurre un cambio adaptativo que disminuye su producción y efectividad, con lo cual, el sujeto debe aumentar la dosis para lograr el mismo efecto, fenómeno conocido como tolerancia. A su vez la tolerancia es responsable de la abstinencia, un síndrome dramático de la adicción, pues, al poco tiempo de suspender la droga, se manifiesta ansiedad, agitación, desesperación e intensos síntomas vegetativos opuestos al efecto narcótico de bienestar, euforia y placer, que orillan al adicto a conseguir droga como sea posible.

Los conocimientos adquiridos en esa época sobre los neurotransmisores resultaron esclarecedores de los efectos moleculares de diversos psicofármacos, tanto de los usados en la psiquiatría, como los alucinógenos o los narcóticos y adictivos. Los estados y procesos sensoriales, emocionales y cognitivos se perfilaron como dependientes de la función de las neuronas que producen diversos neurotransmisores, de sus conexiones e integración con otras redes neuronales. Por ejemplo, el sistema de la noradrenalina está implicado en el nivel de alerta y el de acetilcolina en el aprendizaje y la memoria. El aminoácido gama-amino-butírico (GABA) probó ser el principal neurotransmisor inhibidor del cerebro y estar involucrado en la epilepsia y en el efecto de ciertos ansiolíticos. Varios de los sistemas neuroquímicos tienen un papel clave en los ciclos de sueño y vigilia. En general, se consideró que los niveles de conciencia, las capacidades para dirigir la atención, las facultades de la memoria o los estados de placer y dolor, entre otros muchos procesos mentales, tienen una necesaria base neuroquímica.
Todo ello justifica la idea de que los contenidos de conciencia, aquello que se percibe, se siente, se piensa, se cree, se desea o se decide, impliquen estados psiconeurales estructurados por un complejo balance de los sistemas neuronales de neurotransmisores. También es posible plantear que las cualidades de la experiencia, el qué se siente ver un color, oír un timbre vocal, sentir una emoción particular o comprender un concepto, requieran una base orgánica conformada por configuraciones neuroquímicas y neurofisiológicas dinámicas e integrales. La idea es opuesta al funcionalismo, pues éste postula que el mismo estado mental puede ocurrir con diversas bases físicas. Más sobre esto en futuras entregas de esta serie.
Un riesgo teórico y práctico en referencia a las bases y correlatos neuroquímicos de las actividades mentales y el comportamiento es considerar que los estados, contenidos, cualidades o anomalías de la mente se explican o explicarán plenamente en términos de neurotransmisores, receptores o sistemas de neuronas. Estos son, sin duda, elementos necesarios y cruciales para el eficiente funcionamiento de la persona humana, una totalidad orgánica integrada por procesos mentales conscientes, un cerebro fecundo y un cuerpo móvil y operativo en su entorno ecológico y social.
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