Aquella fecha dejó una importante marca en los ciudadanos que habitamos esta urbe de hierro y cemento y enseñó cosas que nadie parecía tomar en cuenta y que ahora han quedado impregnadas para siempre.
Ciudad de México.- 7:15 am – Era una mañana común de septiembre de 1985, todo transcurría sin novedad como cualquier día de la semana. Las banderas aún ondeaban en algunas casas y el ambiente patrio era todavía perceptible en las calles de la Ciudad de México. Los rayos del sol apenas resplandecían al oriente y la gente comenzaba su día laboral y escolar. Algunas señoras iban por la leche y a la par los ruidos de los autos empezaban a hacer eco en las bulliciosas avenidas defeñas. Los niños estaban en las escuelas y la gente comenzaba a prepararse para ir a trabajar.
7:19 am – Las lámparas comenzaban a moverse, las mesas vibraban y sobre ellas algunos platos de desayuno empezaban a agitarse como si cobraran vida. Pronto la tierra empezaba a agitarse fúricamente como si quisiera quebrarse. Primero se movían las cosas de un lado a otro y pasaron de un mecer suave a un movimiento que se volvió intenso y aterrador. Algunos vidrios empezaron a romperse, unas casas comenzaban a perder tejas y vino lo peor: edificios completos que se derrumbaban uno tras otro y a su paso enormes cortinas de humo cubrían las calles de la ciudad, el olor a desgracia y tragedia se esparció por el centro de la antigua México-Tenochtitlán.
7:30 am – Los gritos de terror y auxilio se escuchaban en algunas calles, la electricidad se había ido y la gente seguía afuera de sus hogares y lugares de trabajo consternada por el gran movimiento telúrico. Algunas otras que pudieron salvarse y ser testigos de los derrumbes causados por el sismo tenían sus rostros y ropas cubiertas de cemento, polvo y sangre. Las sirenas de las ambulancias inundaron la ciudad, el caos se desató por las calles y avenidas centrales y la gente que tuvo la fortuna de no perder su patrimonio simplemente se decían una a otra: “estuvo fuerte el temblor”.
8:30 am – Los capitalinos aún sin electricidad y desconcertados por lo ocurrido, comenzaron a encender sus radios de pila para enterarse de lo peor: “Se cayó el edificio Nuevo León en Tlatelolco”, “El Hospital General se derrumbó”, “Las maquilas de la Calzada de Tlalpan se vinieron abajo”, “El edificio de Televisa Chapultepec quedó hecho escombros”. Nadie podía creer lo que había sucedido, los corazones de los capitalinos comenzaron a palpitar muy fuerte, parecía que todos y cada uno vivían una pesadilla, una mala broma. El Centro de la capital parecía haber vivido un bombardeo, muchos edificios quedaron reducidos a polvo y piedras y debajo de estos, cientos de personas sepultadas. Varios hoteles de la ciudad, incluido el emblemático y lujoso Hotel Regis, ya no figuraban más.
Para los que aún no nacíamos no podemos comprender el dolor que muchos capitalinos vivieron en aquella trágica mañana del 19 de septiembre de 1985. Dos números pasaron a ser una señal de terror: 8.1. Uno de los mayores desastres naturales se había desatado sobre una de las ciudades más grandes del mundo. Muchos ahora vemos como habitualmente se llevan a cabo simulacros, ceremonias y homenajes a las víctimas de aquel mortífero terremoto. Aquella fecha dejó una importante marca en los ciudadanos que habitamos esta urbe de hierro y cemento y enseñó cosas que parecía nadie tomar en cuenta y que ahora han quedado impregnadas para siempre: una cultura de protección civil y una enorme solidaridad entre los mexicanos, ya que la tardía respuesta gubernamental en aquel momento hizo que la gente, por cuenta propia, levantara los escombros de los edificios y salvara a la gente que estaba sepultada bajo éstos.
Hoy en día contamos con tecnología que puede evitar tragedias como la de ese año, tales como: alertas sísmicas, protocolos de emergencia en caso de sismo, edificios reforzados, equipos de rescate más sofisticados y estrictas normas de construcción, pero ¿todo ello podrá salvarnos de una catástrofe de igual o mayor magnitud a la ocurrida el 19 de septiembre de 1985? ¡No! Los edificios dañados, hoy habitados nuevamente, siguen en pie. ¿Por qué? ¿Para otra tragedia?
Hay formas inmediatas y urgentes de atenderlo. Por ejemplo, se pueden generar incentivos fiscales y económicos para llevarlo a cabo o crear una legislación prudente que dé vida a reparar lo dañado. Para el tiempo transcurrido, falta terminar lo que quedó pendiente.