Perdonen que no me levante

“Y, si a mi tumba, os acercáis de visita,


[E]l día de mi cumpleaños,


[Y] no os atiendo, esperádme, en la salita,


[H]asta que vuelva del baño.”

 

Joaquín Sabina.  A mis cuarenta y diez

 

“Perdonen que no me levante”, dicen que reza el epitafio de la lápida de Groucho Marx. Algo que Groucho sin duda habría dicho. O que le habría divertido que alguien pusiera en su tumba. Pero nos han engañado: el epitafio no existe. Y es una pena.

La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo es el título de aquella famosa pieza de Damian Hirst; aquel tiburón tigre que flota dentro de un enorme tanque de vidrio. Dice algún crítico que la obra de Hirst está marcada toda por su miedo a la muerte. Según ese mismo crítico, crear polémica y provocar que la gente hable de él – bien o mal – es la solución que el señor ha encontrado para vencer a la muerte. Una solución ilusa, pienso yo. Pero cada quien se defiende de aquello a lo que le teme como mejor puede.

Damian Hirst. The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living
Damian Hirst. The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living

Decía Pellicer que un golpe de ataúd en tierra era algo perfectamente serio. Si nos alineamos con Pellicer, la angustia se resistirá a abandonarnos, y la muerte nos estará amenazando a cada paso.

¿Qué hacer ante un misterio como la muerte? ¿Tomárnosla con solemnidad, como Pellicer, y entonces estar a la espera de un desenlace fatal inevitable y vivir en seria preocupación? ¿Retarla, como Jacques Rigaut, que planeó su suicidio desde joven y llevaba – como decía Breton – la muerte cosida en la solapa? ¿Buscarla y encontrarla riendo, como hizo Lacenaire, quien, conducido a la guillotina, exclamó que llegaba a la muerte de mala forma, subiendo por una escalera?

Hay quien sostiene que lo humanos somos los únicos seres que tenemos consciencia de que moriremos (en mi ignorancia, en mi inocencia, siempre me han asombrado estas aseveraciones científicas; siempre me han parecido de imposible comprobación…). ¿Y los elefantes? ¿Y aquellos animalitos que nos han contado que se suicidan aventándose por barrancos en multitudinarias ceremonias? ¿Todos los seres humanos pensamos a diario en la muerte?

La casa de mi amiga Jacqueline era un antiguo establo que ella habilitó para convertirlo en su casa. Unos años antes, había perdido a su marido y a su madre con meses de diferencia. Había quedado sola en el mundo. Luego había sufrido dos colapsos cerebrales. Tenía la cabeza doblemente trepanada. Cuando la conocí estaba sonriendo. Y sonriendo me la encontraba cada que la veía. Supongo que cuando la vuelva a ver estará sonriendo también.

¿Qué hacer ante un misterio como la muerte? ¿Será que inevitablemente, como en el caso de los elefantes, nuestra vida es un disciplinado andar rumbo al cementerio?

En su cuarto de dormir, en su establo, mi amiga Jacqueline tiene una cama redonda para ella, una cama cuadrada – más chica – para el perro, una lámpara que avienta luz de distintos colores, y una lápida. Solamente entré a ese cuarto una vez. Me llamó la atención la cama circular, pero la lápida me asustó. Cuando me acerqué vi que decía “The End”. La toqué: era esponjosa. La levanté: no pesaba nada.

¿Podemos encontrar solaz, distracción, paz, sosiego, aunque sepamos que vamos a morir? ¿Habrá quién pueda?

Al menos mi amiga Jacqueline sí, que cada que se despierta y levanta la cabeza de la almohada lo primero que ve es aquella lápida que tiene en un rincón de su cuarto y que dice “The End”. Y entonces estoy seguro de que sonríe. Porque la lápida de mi amiga Jacqueline es un cojín.

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