Bad painting, o el arte de mofarse del espejo

Catorce artistas autodenominados Bad Artists presentaron sus trabajos en el New Museum en algún momento del año de 1978.  Uno podría pensar, con todo derecho, que su auto-denominación era una inteligente forma de adelantarse a la crítica.  Pero aunque algo debe haber habido de ello en toda la idea, el proyecto tenía una complejidad aún mayor.

 Los Bad Artists se fijaron un cometido: pintar en absoluto desapego a los modelos clásicos de dibujo, y compartir sus miradas humorísticas, sardónicas e intensamente personales del mundo en el que les había tocado vivir.

 Técnicamente, su trabajo fue unánimemente considerado una auténtica porquería.

 Pero un curador no afectado por la idiocia nos dice, en un proyecto cibernético retrospectivo de la historia: he aquí una selección de obras tan malas, que son buenas.

A mí, por mi parte, me surgen algunas preguntas tan ya preguntadas que resultan tan elementales como torpes (aunque, vaya paradoja, nunca han sido satisfactoriamente respondidas):  ¿Qué es mala pintura?, y, ¿quién diablos decide lo que es mala pintura?  Algunas respuestas que se han dado podrían incluir, respectivamente: (i) aquello que carece de técnica, que no se corresponde con los cánones académicos; y (ii) la intelectualidad legitimada.

Sobra decir que los Bad Artists no podrían jamás haberse jactado de ser los primeros transgresores.  Pero eso, justo ahora, da exactamente igual.  Porque por ahí no va la cosa.  Verán: la historia tiene más bien que ver con un rasgo indispensable de la genialidad artística que los franceses, que siempre tienen que decir algo respecto de cualquier cosa, han llamado capacité d’autodérision[1].

Ciorán fue el filósofo de la desesperanza.  En las cimas de la desesperación, una temprana obra suya, ofrece la imagen de un joven sensible que se arranca el pelo frente al espejo, incapaz de comprender la razón de su existir.  A los dieciocho años se dio cuenta de que el mundo no era más que un inmenso caos.  Se dio también cuenta de otra cosa: que el caos al que habíamos estado condenados no tenía redención.  En consecuencia su vida, como miembro del universo, no era más que un caos irresoluble. [2]

Hablé algún día con un hombre que había leído una compilación de aforismos de Ciorán y luego había tenido la oportunidad de conocerlo y de charlar con él  Cuando volvió a leer las desencantadas reflexiones del filósofo rumano, el hombre entendió que todo era una broma.  Ciorán había llegado a una conclusión ulterior: suponiendo a Dios como creador del caos en el que estamos condenados a asfixiarnos, el Eterno no podría haberse dado a una tal tarea más que para gastar una mala broma.  Y si nuestra existencia no es más que una mala broma de un relojero juguetón, ¿quién será tan testarudo como para tomarse en serio?

La genialidad de los Bad Artists radica,  ya, en el que se hayan bautizado así.  Su historia del setenta y ocho fue al mismo tiempo una crítica al establishment (tan ceremonial y autocomplaciente, tan negado a la elasticidad, tan agarrado a los cánones, tan temeroso de la exploración), una mañosa forma de adelantársele a los críticos, prestos siempre a quejarse de todo, y una desparpajada auto-burla.

Estoy convencido de que el Bad Painting es perfectamente cioranesco: arrancarse los pelos frente al cruel objeto que nos regresa la imagen del horror de amanecer es una tontería.  La única manera de exorcizar la tragedia de ser uno mismo es cagándose de risa ante el espejo.

[1] “capacidad de auto-burla”, podría ser una tentativa traducción del término al castellano, aunque a mi juicio no expresa la idea con tanta contundencia como la forma francesa.

[2] Es un dato consabido que cualquier psiquiatra en sus cabales prohíbe con rigidez teutónica a sus pacientes depresivo la lectura de cualquier obra de Ciorán.

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