Juárez y el libre comercio

En atención a la polémica suscitada en este medio y en redes sociales respecto de mi artículo “AMLO, Juárez y el McLane-Ocampo”, publicado en El Semanario el pasado 3 de agosto, invité a algunos historiadores de prestigio que generosamente me mandaron sus críticas y comentarios, a ocupar el espacio de mis columnas de las próximas semanas, para compartir sus respectivas visiones con nuestros lectores, con el propósito de enriquecer el debate civilizado y respetuoso que usted lector merece. Ofrezco brindar al término de dichas publicaciones un comentario ponderado final.

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Por José Manuel Villalpando

En otras ocasiones he afirmado que Benito Juárez fue el primer presidente mexicano que pensó en la globalización —es decir, en la interacción económica, social y cultural entre diversos países—, sin que le importara mucho el tan manoseado concepto de “soberanía nacional” que todavía hoy pone los pelos de punta a los defensores del proteccionismo y del encierro. A Juárez, en cambio, esas preocupaciones reaccionarias lo tenían sin cuidado, pues era consciente de que México tenía como vecino a la nación que ya entonces auguraba ser la mayor potencia del mundo. También he afirmado que don Benito fue el pionero del Tratado de Libre Comercio para América del Norte, puesto que intentó, en concierto con su contraparte estadounidense, el presidente James Buchanan, establecer entre ambos países el libre tránsito, sin impuestos o al menos en igualdad de tarifas, de determinados bienes que, producidos ya sea en México o bien en Estados Unidos, podrían comerciarse al otro lado de las respectivas fronteras.

Casi nadie ha reparado en este episodio de la historia mexicana y resulta lógico que así sucediera, pues está enmarcado en el tristemente célebre tratado McLane-Ocampo, por el cual se dice exagerando, que la existencia misma de México como nación libre, independiente y soberana estuvo a punto de perderse. Por ello, mejor hagamos un ejercicio de cirugía histórica para separar de los enconos ideológicos el asunto que nos ocupa. Detengamos la vista en el artículo 8° del tratado McLane-Ocampo y extraigámoslo para examinarlo, pues en él es donde está el germen de un tratado de libre comercio entre México y Estados Unidos, lamentablemente empañado y contaminado con las cesiones contenidas en las demás cláusulas, convenidas al amparo de la desesperación de don Benito y de sus ministros. Pero primero, veamos rápidamente los antecedentes:

Casi después de desembarcar en Veracruz, donde se encontraba el gobierno juarista, el embajador Robert McLane le extendió el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos, noticia que Melchor Ocampo, ministro de Relaciones Exteriores de don Benito se apresuró a comunicar a la nación. En la circular que publicó, don Melchor dijo que estaba por abrirse “una nueva era para las relaciones de dos pueblos cuya mutua prosperidad está en el interés de ambos, pues que comienzan ya a comprender que unidos pueden desafiar al mundo”, por lo cual el presidente Juárez estaba resuelto “a entrar en una nueva política, franca y decorosa, con los Estados Unidos”, uniéndose a “los economistas que piensan que un vecino rico y poderoso vale más y da más ventajas que un desierto devastado por la miseria y la desolación”.

De inmediato se sentaron a negociar McLane y don Melchor. En sus conversaciones acordaron, aparte de aquellas otras cosas de triste memoria, que las dos naciones establecerían “el libre comercio conforme al principio de perfecta reciprocidad”. Por supuesto, éste era el tema que, ante la urgencia de la guerra y frente a la inminente derrota, menos le importaba a Ocampo. Su actitud fue percibida por McLane, quien aprovechó la angustia de don Melchor para redactar a su antojo el artículo 8° del tratado, que en su primera versión concedía todos los privilegios a Estados Unidos: “Convienen las dos Repúblicas en que, de la adjunta lista de mercancías, elija el Congreso de los Estados Unidos las que, siendo producciones naturales, industriales o fabricadas de una de las dos Repúblicas, puedan admitirse para la venta y el consumo en uno de los dos países, bajo condiciones de perfecta reciprocidad”.

En las prisas por firmar y con la esperanza de que el tratado se aprobara en Estados Unidos, ninguno de los miembros del gabinete de don Benito, ni el mismo presidente, reparó en la injusta decisión de dejar al congreso estadounidense la facultad de elegir los artículos y mercancías que podrían ser objeto del libre comercio. En realidad, a nadie le importó, pues lo principal era lo otro, las cesiones de las vías de paso. Sin embargo, y para vergüenza nuestra, las objeciones a tan injusta medida fueron expresadas por los senadores norteamericanos, ante los cuales se sometió el tratado para su ratificación. Uno de ellos especialmente, el senador republicano J. F. Simmons, de Rhode Island, fervoroso convencido del libre comercio, notó la desequilibrada redacción del artículo 8° y tomando el papel y una pluma se puso a trabajar, frente a la mirada atónita y perpleja de dos mexicanos, el embajador José María Mata y su secretario, Matías Romero.

Simmons propuso una nueva versión del artículo 8° que, por supuesto, fue aprobada por el gobierno mexicano del presidente Juárez, al darse cuenta de la metida de pata original. Primeramente, Simmons redujo a 10 años la vigencia del acuerdo comercial, porque “el gobierno de una nación no tiene derecho para obligarla a tratados comerciales de una duración perpetua que privarían al pueblo de la facultad de mudar sus leyes”. Luego, dividió en dos partes el artículo 8°, señalando en la primera los productos que México podría exportar libremente para su venta a Estados Unidos, sin derechos ni impuestos y que son los siguientes: animales de todas clases, fibra de agave, cacao, jícaras, café, algodón, grana o cochinilla, maderas, frutas frescas, harina, pescado, planos y mapas, cuernos, índigo o añil, manteca, mármol, aves y huevos frescos, plantas, árboles, yeso, palma, chile y pimienta, azogue, arroz, cueros de res, zarzaparrilla, pizarra, brea, sebo, trementina, útiles de imprenta, vainilla y lana.

En la segunda parte, Simmons hizo lo inverso, pues señaló los artículos que Estados Unidos podrían ingresar a México, también libres de derechos e impuestos y que son los siguientes: animales, cenizas, botes y lanchas, escobas, mantequilla y queso, hilados y tejidos de algodón, frutas frescas, carne fresca o salada o ahumada, harina, pescado, granos de todas clases, manteca, cuero manufacturado, maquinaria de toda clase, mármol, sombreros, plantas, árboles, arados y hierro en barra, aves y huevos frescos, libros impresos, yeso, azogue, arroz, pizarra, carbón, tornillos, brea, trementina, sebo, madera, leña, cajas de hierro y de madera y materiales de imprenta.

El gobierno mexicano aceptó encantado las modificaciones sugeridas por Simmons y se dispuso a esperar las discusiones en el senado de Estados Unidos, donde, para pesar de don Benito y de los suyos y de las presiones de Buchanan y de sus amigos, el tratado fue rechazado. Tradicionalmente se ha dicho que se negó la aprobación porque los representantes de los estados norteños adivinaron en éste un intento de expansión de los estados del sur para extender la esclavitud. También se ha justificado la negativa porque el tratado fue propuesto por una administración del partido demócrata y, por lo tanto, sus contrarios, los republicanos, votaron en contra. Ambas razones son falsas. Si bien es cierto que Buchanan pensaba en la anexión de más territorio a costa de México, ésta ya no era una posibilidad que contemplaran con gusto la mayoría de los norteamericanos, que empezaban a aprender a dominar mediante métodos más sutiles como los económicos y los culturales. Por otra parte, recuérdese que Simmons, el artífice del libre comercio con México, era republicano.

La verdad fue otra: el senado rechazó el tratado debido precisamente al artículo 8° que establecía la libertad comercial, no porque no la quisieran, sino porque si establecían el libre comercio con México, tendrían que hacerlo con otras naciones, particularmente con Inglaterra y Francia y aún no sentían que su industria estuviese lo suficientemente desarrollada como para competir con Europa. Ésa fue la razón, así de sencilla. Juárez, al recibir la noticia de la derrota, comentó: “supuesto lo ocurrido con el tratado, poca esperanza debe tenerse ya en este negocio. Preciso es pensar en otra cosa”. Habrían de pasar casi ciento cincuenta años para que el presidente Carlos Salinas de Gortari culminara la obra de don Benito.

Semblanza del autor

José Manuel Villalpando

autor mexicano

Villalpando (1957), abogado e historiador, se ha dedicado a la labor de divulgación de la historia de México a través de sus 41 libros publicados y sus 25 años continuos de comentarista radiofónico en esta materia.

Especializado en el tema de la “Gran Década Nacional”, son muy conocidos sus trabajos sobre Benito Juárez en sus libros y artículos y por ellos, así como por sus estudios sobre los principales personajes de esa época, recibió la condecoración “Victoria de la República”, otorgada en ocasión del 150 aniversario del triunfo de la República Liberal. 

 

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Rodrigo Fernández Diez

Interesante paralelismo entre Salinas y Juárez (el verdadero Juárez). Totalmente de acuerdo… se parecen más de lo que uno creería a simple vista. Mucho más. “Por sus frutos los conoceréis”, dice la Escritura. Y lo que ambos personajes nos enseñan, es que al margen de la eficiencia, también hay que mirar la lealtad… la aparente y la no tan aparente.

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