Para Andrea y nuestra RIE.[1]
En concordancia con una promesa de campaña del presidente de Francia, Emmanuel Macron, el parlamento francés acaba de anunciar que se prohibirá el uso de los teléfonos celulares en las escuelas públicas francesas. A pesar de que la oposición consideraba inútil discutir este tema (sic), el parlamento francés anunció en junio que, a partir del siguiente ciclo escolar, los teléfonos celulares no podrán llevarse a las primarias, secundarias y preparatorias del país. Aunque muchos países han promulgado leyes para limitar el uso de dichos dispositivos, con este anuncio, Francia se ha convertido en el primero en alcanzar la prohibición.
Emocionado por la noticia, el Ministro de Educación francés, Jean-Michel Blanquer, en plena exaltación se atrevió a calificar el texto como una “ley para el siglo XXI y una respuesta franca a la revolución digital”. La ley responde a la preocupación de los padres, afligidos porque sus hijos pasan horas mirando las pantallas de sus teléfonos (a pesar de haber sido ellos los que compraron dichos aparatos) y, sobre todo, por el aumento de los casos de acoso a través de la red.
Una vez más nos parece que la mejor manera de responder algo que no entendemos (o no podemos controlar) es prohibirlo. A todos nos queda claro que resulta sorprendente el desarrollo que han tenido, por ejemplo, los automóviles en los últimos 40 años. Si vuelve a nuestra mente el inolvidable AMC Pacer, que en 1979 se atrevió a desafiar las fronteras de lo estético para rozar las posibilidades de la cacofonía visual, en nada se parecen a las computadoras rodantes de hoy; si pensamos cómo han evolucionado los teléfonos celulares en los últimos 15 años, observamos con sorpresa que tal nivel de desarrollo bien merece una prohibición; si los refrigeradores son capaces de enviar un correo electrónico al supermercado cuando descubren, ellos mismos, que falta leche deslactosada, y si los hornos de microondas pueden recibir un mensaje de nuestro teléfono inteligente (justo después de salir de la escuela, claro está), ¿por qué los salones de clase no han podido cambiar en 150 años?
A duras penas se han atrevido a eliminar (no siempre) la insultante tarima que anunciaba que el catedrático se encontraba un escalón por encima de los alumnos. Hace poco, en la revista en la que soy corrector de estilo, un maestro de contabilidad se sorprendía de la manera en que la educación se ha modernizado porque ahora ya podíamos encontrar aparatos modernos como los proyectores en los salones de clase. Si las personas que asisten a esos salones se han podido adaptar (“a huevo y a mendrugo”, como dijera Francisco de Quevedo) a la velocidad de la modernidad, por qué los agentes responsables de la educación (tanto maestros y directivos, como padres y funcionarios) pretendemos educarlos en el pasado.
Hace unos años circuló por la red una carta de un maestro universitario en Uruguay (Leonardo Haberkorn) en la que anunciaba cómo arrojaba la toalla, derrotado por los celulares, WhatsApp y Facebook. Dicha carta (convertida en carne de mensajes comunitarios en WhatsApp) conmovía hasta las lágrimas una visión del pasado que creía que el alumno debía atender por principio al maestro y no se preguntaba qué había dejado de hacer dicho maestro para que las pantallas fueran más interesantes que su clase.
Ya lo dijo Ken Robinson en esa charla de TED que se convirtió en viral (parece que las palabras sí se adaptan a los cambios), la educación debe abandonar su ideal de convertir a todos en doctores universitarios porque la realidad nos ha rebasado y los maestros (así como los sistemas y los programas) no hemos sabido incorporarnos a esos cambios. De la misma manera que el salón de computación de las escuelas tiende a desaparecer porque las computadoras estarán en cada salón de clase (en México, gracias a los goles de Oribe Peralta y André Pierre Gignac), no debemos creer que prohibiendo seremos capaces de entender la actualidad. Los celulares pueden ser una TIC profundamente útil para el maestro, pero es necesario comprender que las personas que tenemos frente a nosotros son distintas y, por lo tanto, el proceso educativo debe serlo también. Si no lo hacemos, caeremos en el riesgo de salir de esa línea y, como dijera Hawthorne, de convertirnos “en los parias del universo”.
[1] Revolución de Ideas Educativas (RIE).