Trabajo en una universidad pública, en una de ésas a las que se les llama autónomas. Lo triste del caso es que parece que nadie entiende el concepto de “autonomía”. Muchos piensan que las universidades “autónomas” son una especie de principado, una especie de nación dentro de otra.
Esa visión sesentera de la autonomía es inoperante, de hecho, la autonomía nunca significó eso, nunca las universidades autónomas fueron un feudo particular, un lugar con leyes independientes del estado.
Las universidades autónomas no son más que entes públicos y, por ende, organismos que viven de la aportación gubernamental, es decir, que viven y subsisten del dinero que “el pueblo” paga. Los maestros, de las universidades autónomas (al igual que los del SENTE y la CENTE), recibimos un salario producto del pago de los impuestos de todos los mexicanos. No somos, ni podemos ser, particularmente en materia de fiscalización, entes autónomos. Tampoco somos, ni hemos sido, una isla en medio de la nada.
Las universidades autónomas son autónomas en cuanto a lo académico. A una universidad autónoma nadie le puede decir qué programa proponer o promover. La autonomía es académica y, por ende, intelectual, pero dicha autonomía no implica que este tipo de universidades no deban rendir cuentas económicas.
Las universidades autónomas deben, incluso, como un deber ético y moral, ser totalmente transparentes, en cuanto a los dineros, dineros que, insisto, no salen de los árboles, sino que salen de los impuestos que cada mexicano paga, al comprar una coca cola o un litro de gasolina; los recursos financieros de las universidades públicas vienen del Estado y es por eso, precisamente, que se debe rendir cuentas.
Otro error es creer que a las universidades públicas cualquiera puede entrar. Esto es un error, precisamente por los argumentos antes citados; si este tipo de universidades es sostenida con el dinero del pueblo, este dinero debería ser invertido inteligentemente, y no es inteligente dejar entrar a cualquiera; algunos que, a la postre, jamás concluyen una carrera, pero sí le cuestan a la nación.
El sistema de méritos es uno que debe imperar en toda universidad pública; debemos invertir en los mejores, no en aquellos que, sin mérito alguno (y lo peor, en muchos de los casos, sin interés alguno), ingresan. Que no se me malinterprete: no pretendo decir que la universidad pública se privatice, la universidad pública ha tenido y tiene una función social determinante, lo que sí sostengo es que las universidades públicas (autónomas o no) deberían, en todo caso, preparar a aquellos que sí tienen ganas de estudiar. El dinero público, entonces, se canalizaría a los mejores talentos, no a los llamados “fósiles”, a los que han hecho de las universidades y del estudio un negocio particular.
La propia Corte lo ha dejado claro desde el 2010, al establecer mediante jurisprudencia que: “Del artículo 3°, fracción VII, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se advierte que la autonomía de las universidades públicas confiere a éstas la facultad de autoformación y autogobierno acotada constitucionalmente para determinar sus planes y programas de estudio, y fijar los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico, así como la forma en que administrarán su patrimonio.”
En otra tesis jurisprudencial podemos leer lo siguiente: “…Pero dicho principio no impide la fiscalización de los subsidios federales que se otorguen a las universidades públicas para su funcionamiento y el cumplimiento de sus fines, porque tal revisión no significa intromisión a su libertad de autogobierno y autoadministración, sino que la verificación de que efectivamente las aportaciones económicas que reciben del pueblo se destinaron para los fines a que fueron otorgadas…”
Entonces, dejemos pues esas ideas arcaicas, que pretenden atribuir a las universidades públicas autónomas el estatus de entes soberanos, el estatus de un estado dentro de otro estado.