El canto del cenzontle

Mientras voy por la carretera, pienso en lo mucho que aquella visita significa para mí. Me pregunto por las razones del magnetismo casi inexplicable que este tan importante personaje de la música mexicana ha estado ejerciendo sobre mi trabajo en los últimos tiempos. Dejo la vía principal para serpentear por angostos callejones de un cerro en las afueras de Cuernavaca. Es una mañana calurosa de primavera. Susana me espera. Abre el portón que da hacia al jardín. La siento un tanto taciturna. Quizás los pocos días que lleva sola en aquella casa habían sido suficientes para resucitar los recuerdos de su último fin de semana con él en este lugar. Camino por el sendero de piedra. En el umbral de la puerta se puede ver una plaquita con el nombre Enríquez, un pentagrama y la clave de sol con las notas re – fa. Póstuma declaración amorosa en forma de acertijo musical cuya revelación es un privilegio conferido sólo a unos cuantos. Sonrío. Me encuentro por primera vez en la que fue un día la casa de campo del compositor Manuel Enríquez (1926-1994).

Casa de Manuel

Mi acercamiento a su obra se dio inicialmente a través del estudio de su música creada con recursos electrónicos. A partir de ahí, casi de una manera incontenible, su persona musical no ha dejado de crecer ante mis ojos (y oídos) a cada nuevo descubrimiento sobre su importante legado. Enríquez fue una rara avis, un fenómeno único de su tiempo, el cual habría de encarnar la exquisita dualidad del intérprete-compositor en un solo y refinado artista. En Ocotlán, Jalisco, a los 5 años de edad, recibiría las primeras clases de violín de su padre. Su formación musical seguiría in crescendo hasta llevarlo a renombradas instituciones internacionales como la Julliard School of Music y el ColumbiaPrinceton Electronic Music Center en Nueva York, así como al Centre International de Recherche Musicale en París. Además de una sólida carrera como intérprete, también logró consolidarse como el compositor mexicano más importante de su generación. Fuertemente identificado con las estéticas de las vanguardias de la posguerra, su orientación composicional transitó entre etapas de exploración en torno al atonalismo y al aleatorismo controlado, formas abiertas, la música electrónica, para moverse a un neoexpresionismo tardío. Lograría tejer un entramado de relaciones artísticas con prestigiosas personalidades y comunidades musicales en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa, lo que habría de propiciar una extensa red de colaboraciones entre México y diferentes países. Esta capacidad de tender puentes entre individuos e instituciones permitió que, bajo su actuación como músico y promotor cultural, se presentaran en territorio nacional las más variadas expresiones artísticas en el ámbito de la creación musical contemporánea.

Nunca lo conocí personalmente, pero para mí este momento significa dar el paso hacia un entendimiento más profundo del objeto estudiado al tener la posibilidad de adentrarme un poco en lo que fuera su intimidad como individuo. Haber escuchado su música y entrevistas, leído sus cartas, revisado un sinfín de documentos que un día le pertenecieron y en particular haber tenido acceso a su enorme colección de fotografías ‒esas pequeñas ventanas hacia el pasado que nos permiten entrever más allá de las imágenes mismas‒  adquiere ahora una nueva dimensión. En este espacio que él mismo diseñara y construyera se pueden percibir los ecos lejanos de su personalidad todavía presente. Su mesa de trabajo, en la que seguramente bosquejara una de sus últimas obras, Zenzontle (1994) para flauta y orquesta de cuerdas, la cual a la postre quedaría inconclusa, descansa en un rincón de la sala. Las sillas de Don Shoemaker, en las que vi sentadas a tantas personalidades de la música del siglo XX en las fotos de las reuniones después de los conciertos del Foro Internacional de Música Nueva, ahora se materializan delante de mi vista. Las figuras prehispánicas, los libros, los coloridos botellones de vidrio soplado empotrados en los muros y los muebles ideados por él, revelan pequeños vestigios del universo cotidiano que un día habitó el compositor. Más que penetrar en el personaje histórico, más que ocuparme del artista y su obra, me conmuevo con el transcurso sinuoso que se dibuja poco a poco y me permite reconstruir –como en una especie de ingeniería inversa– al hombre que un día habitó al músico Manuel Enríquez.

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El violinista y compositor mexicano Manuel Enríquez Salazar (1926-1994).

Este mismo jardín arbolado en el que ahora disfrutamos de una agradable comida acompañada de un buen vino francés, pláticas animadas y risas, es el lugar preciso en que el compositor habría recibido a sus amigos y habría encontrado la inspiración para desarrollar su proceso creativo. Dentro de su imaginario sónico seguramente también se habrá configurado el paisaje sonoro de este entorno natural. Mientras Susana sirve el postre de manzanas caramelizadas hecho por ella misma, me invade una sensación de transitoriedad que me hace pensar en todas las cosas que habitan nuestra vida. Quizás lo que finalmente permanezca del artista será siempre su trabajo y lo poco o mucho de su alma que pudiera sobrevivir a través de éste, a pesar del implacable paso del tiempo. La cruel paradoja entre la inevitable disolución del sujeto por la implacable hoz de Cronos, y su obra que perdurará idealmente incólume para una posteridad incierta. Me intriga el sentido de permanencia de un legado en la memoria colectiva y el hecho de que éste habrá siempre de sujetarse a factores de orden subjetivo para garantizarse un lugar en este larguísimo cuento que llamamos Historia. Aun sobreviviendo a tan dura prueba, lo que quede será sólo un espectro, sombra volátil si se le compara con la complejidad multifacética del ser del cual emanó. De pronto una penetrante ráfaga sónica interrumpe de manera incisiva el torrente de mis pensamientos. Estrepitosamente, un cenzontle vierte su canto sobre nuestras cabezas. Inevitablemente, la imagen de su pieza inacabada sobre el escritorio viene a mi cabeza. Recibo la voz del ave, una entre centenas de cánticos posibles, como una poderosa metáfora acústica del hombre y de su obra.

Manuel Enríquez: hoy de ayer. 90 aniversario

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Susana A. Enríquez

Querida Iracema, gracias por compartir tu experiencia de la visita a la casa de campo. Tu artículo es una sentida admiración y reflexión sobre la permanencia del individuo sobre su oba; nunca mejor dicho: “lo que quede será sólo un espectro, sombra volátil si se le compara con la complejidad multifacética del ser del cual emanó.”

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