¡Al Azteca!

#MomentosInolvidables

Gracias a la generosidad de Los Flores, queridos amigos de hace un par de décadas, quienes desde hace más de 30 años tienen un palco en el estadio Azteca, el sábado pasado tuve el gusto de visitarlo y llevar a mis hijos, quienes lo hacían por primera vez.

 

Mis lectores no me dejarán mentir cuando digo que, cuando uno va a ese maravilloso y gigantesco estadio por primera vez, es una experiencia que no se le olvida nunca. Yo todavía me acuerdo cuando conocí el Estadio Azteca. Fue un día súper especial para mí, aunque ahora que lo analizo al tiempo, creo que fue un partido malísimo. El estadio, para mí, lucía imponente; sin embargo, me llamaba la atención lo vacío del mismo. En mi casa ni mi papá ni yo éramos futboleros, lo nuestro era el futbol americano. Corría el año de 1980 y los duelos entre Dallas y Acereros eran memorables, pero de futbol soccer, ni se hablaba. Por eso, ninguno de los dos teníamos idea si el partido que íbamos a ver era bueno o malo. Lo importante es que yo iba a conocer el estadio Azteca.

 

Como les decía, fue el año de 1980 cuando conocí el “Coloso de Santa Úrsula”. El duelo fue entre el Atlético Español y el Atlético Potosino, partido que terminó 0-0, y me motivó a no regresar al Azteca sino hasta 3 años después, cuando vi jugar por primera vez a mis Águilas. Créanme, fue amor a primera vista. Por cierto, se trató de un partido contra el Atlético Potosino en el que, ahora sí, hubo una lluvia de goles. En un partido que a mí me pareció divertido, el América venció 4 goles a 0 a los potosinos y, desde ahí, me volví aficionado del América.

 

¡Qué contraste la afición de ese primer partido al que asistí, entre dos equipos que ya ni existen, con la de ahora que llevé a mis hijos al estadio –36 años después– a ver jugar al mejor equipo del mundo (por supuesto, el América) contra los Pumas! En ese entonces yo no tenía idea de quiénes jugaban. Ahora, mis hijos se saben nombre y apellido de cada jugador, sus historias, sur orígenes, etc. Uno de ellos es americanista, como yo; y el otro, Puma de corazón. Así que, cuando les dije que íbamos al partido, la emoción no se hizo esperar. Tengo que confesar que yo era el más emocionado por verles las caras cuando vieran la cancha y escucharan el ambiente en el estadio.

 

Sin importar que una fuerte lluvia caía en la Ciudad de México, y las porras de ambos equipos se desgañitaban para ser escuchados por sus aficiones, ¡el Azteca estaba abarrotado! El partido estuvo muy bueno, y mis Águilas se levantaron con la victoria (2-1). Pero lo más increíble fue ver a mis hijos, cómo llenos de emoción gritaban, echaban “goyas” (uno) y “vamos América” (el otro) y se divertían llenos de pasión. La pasamos sensacional y, seguro, será un momento que recordarán toda su vida.

 

Los padres debemos generar momentos inolvidables para nuestros hijos. Estoy convencido que valoran más los momentos y experiencias que vivimos con ellos, que todo lo material que les damos. Este sábado fue uno de esos días en que así lo sentí y… ¡me quedé picado! Son momentos que se quedan grabados en la memoria.

 

Hace algunos años tomé la decisión de que, por lo menos, un fin de semana largo (puente) al año, me escaparía con uno de mis hijos (de los 8 años en adelante), a algún viaje corto. Lo hago con mi papá que tiene 83 años y nos la hemos pasado muy bien, y créanme, ¡vale mucho la pena! Las largas conversaciones, las actividades que realizas y los lugares que conoces, fortalecen mucho el vínculo entre padre e hijo. En esta ocasión, el estadio Azteca fue nuestro pretexto, como puede ser “ir a comer el mejor Chile en Nogada” en Puebla, “aventarnos de la mejor tirolesa de México” en Valle de Bravo, o “recorrer la mejor ruta de bicicleta” en San Miguel de Allende. No importa cuál sea el plan, lo extraordinario está en la convivencia que genera y en el fortalecimiento del vínculo.

 

Yo, primero, fui parte de una familia; luego, formé una familia; y seguramente mis hijos, que ahora son parte de mi familia, formarán sus propias familias. Por eso estoy convencido de que, tomarnos el tiempo de vivir una experiencia padre-hijo(a) totalmente solos, por lo menos una vez al año, nos conecta de una forma distinta a la que tenemos como familias completas –con todos sus integrantes– y nos complementa en ese crecimiento personal al convivir, particularmente, con personas a las que queremos tanto.

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