Del fanatismo al crimen

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Este mes de agosto se recordará como un mes triste. Mientras escribo estas líneas, me entero que sigue aumentando el número de muertos por la matanza del 3 de agosto en la ciudad estadounidense de El Paso, Texas. Ya van 22.

Un hombre de 21 años maneja durante más de 8 horas, desde un suburbio de Dallas para disparar contra seres humanos que se encontraban comprando en un Walmart. Estas personas nunca se imaginarían, ni en su peor pesadilla, que una salida al súper se convertiría en una masacre. Nunca pensaron que un lugar al que muchos van con sus hijos, de lo más relajados y sin ninguna preocupación, se tornaría en un espacio sangriento lleno de angustia y de zozobra.

Quiero tratar de imaginar lo que Patrick Crusius pensaba y sentía mientras manejaba por más de 8 largas horas por las carreteras de Texas. Me lo imagino lleno de ira; probablemente una que desde muy joven sintió. Estaba muy arraigada en él porque quizás escuchó a sus padres hablar despectivamente de otra persona que no era de su misma raza; igual pudo ser un hispano o un afroamericano. Me lo imagino cómo observaba ese maltrato y lo veía como algo correcto, ya que eran sus padres los que lo estaban llevando a cabo. Puedo imaginar que, además, no era un niño feliz. Es posible que esa agresividad que veía en sus familiares para con otras personas diferentes a ellos, él mismo la recibiera; y por eso, mientras manejaba, recordaba con desprecio a esa gente que hacía enojar tanto a su familia y que por su culpa se desquitaban con él. Casi puedo ver cómo, mientras fijaba su mirada en el volante y manejaba al horizonte, sus ojos iban inyectados en sangre, llenos de odio y de rencor. Este joven no quería parar, ni siquiera a un baño o distraerse a comer algo. No, que va, él solo quería matar. Matar al hispano, al que consideraba menos, al que tanto sacaba de quicio a sus familiares. Me lo imagino pensando en Trump, ese héroe nacional que quería poner un muro para que no se mezclaran “los güeros” con “los morenos”. Crusius lo entendía muy bien.

—“Ellos nos invadirán” (me lo imagino pensando).

—“Se quedarán con todo”.

—“Nos violarán y matarán”.

—“Yo seré un patriota y ayudaré a mi gobierno a terminar con ellos”.

En ese pensamiento puedo verlo sonriendo, con una sonrisa diabólica y con la mirada encendida llena de repulsión. Lo imagino recordando esos pasajes de odio escritos en las redes sociales; los que hablan de supremacía blanca, de nacionalismo, de segregación y de superioridad. Lo imagino recitando cada frase, perfectamente memorizada, y que, aunque no entendiera nada —porque estoy seguro era un perfecto idiota— las acuñaba en su pequeño cerebro y en su pobre corazón para alentarlo a moverse hacia el suroeste texano a matar mexicanos. Seguro pensaba también en su amada “América” de la cual seguramente nunca había salido. Puedo apostar que ni siquiera habría salido de Texas.

Los racistas y nacionalistas normalmente no son gente de mundo. Alguna vez leí una frase extraordinaria que decía que el nacionalismo se curaba viajando a otros países. Este muchacho, lleno de odio, lo alimentaba más con su ignorancia.

En esas horas largas de camino no le dio tiempo de arrepentirse porque no tenía posibilidad de reflexionar.

El ignorante es irreflexivo, es intolerante porque no sabe nada, es falto de inteligencia (que, por cierto, es una de las definiciones de “imbécil” en la Real Academia Española), y por eso puede actuar como un hombre de las cavernas, porque ni siquiera entiende lo que es la muerte.

Patrick manejaba y probablemente tarareaba una canción de odio de algún grupo neonazi, y aunque en su vida ha estado en Alemania, utiliza la esvástica en su ropa y se rapa la cabeza. También, seguramente recordaba la compra de esa arma letal que utilizaría horas después, rafagueando cuerpos a mansalva. “Que fácil había sido”, llevaba apenas unos meses disfrutando del alcohol en forma legal, pero probablemente ya tenía un arsenal de armas que fue conformando desde muy joven. Se imaginaba feliz mientras disparaba en un cerro texano con sus hermanos y amigos iletrados que hacían lo mismo, o con su propio padre que lo alentaba a usar las pistolas o rifles.

En alguna parada de carretera, quizá por el cruce de un tren, Crusius trataba de recordar si alguna vez había sentido amor. Era obvio que no. Nunca lo recibió, nunca lo dio. Por más profundo que era su pensamiento, ese sentimiento nunca afloraba. Pero cómo iba a aflorar si todo lo que había vivido ese joven de 21 años era encono y tristezas. Nada podía animarle, ni por un momento. Era un olvidado. Pero eso terminaría, pensaría él, cuando por fin su coche llegara a esa pequeña ciudad de poco más de 650 mil habitantes y acabara con cuantos pudiera, ya que en su mayoría eran hispanos. Ahí su gloria empezaría. Sería “alguien”, pensaría él.

Mientras se acercaba al centro comercial, me lo imagino salivando. Un festín de sangre tendría frente a él. Una mente enferma en un corazón triste que no dejaba de actuar, como autómata, con la única consigna de matar. Un furibundo que, por sentirse destruido y abandonado –cuando en su mente él era alguien superior, blanco y americano– no podía permitir que los demás fueran felices, mucho menos los hispanos.

El asesino imaginaba a las familias amorosas, unidas, sonrientes, y eso alimentaba más su odio. ¿Por qué pueden ser felices si son inferiores?, pensaría él; y así, sin vacilar, los hizo sus víctimas.

Ahora 22 almas rondan por el cielo mandándole bendiciones a un pobre hombre que nunca tuvo amor y que nunca entendió que el odio, a quien más destruye, es a quien lo genera. En la prisión tendrá largas horas para pensar en eso, aunque no creo que lo entienda.

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