Dualismo cristiano y escolástico: el ser humano, mezcla de alma y cuerpo

La doctrina cristiana ha sido fervorosamente dualista desde el Nuevo Testamento y los primeros siglos de nuestra era. Su credo o cosmovisión central reafirma dos esferas de la existencia en relación y conflicto: una de ellas divina, sobrenatural, sagrada y cristiana, y la otra mundana, natural, impía y profana. La acentuada y consecuente diferencia se manifiesta en tres dualidades o dualismos de principios contrarios: uno teológico, otro cosmológico y el tercero antropológico.

El dualismo teológico se refiere a la contraposición entre Dios y el Diablo, espíritus poderosos y rivales de signo contrario, uno ilimitado, magnánimo e inherente a las esferas celestes, y el otro perverso, maléfico y reptante en un infernal inframundo. Se puede reconocer una dualidad predecesora similar en el mazdeísmo o zoroastrismo iranio, donde Ahura Mazda es la deidad bienhechora y su gemelo Ahriman el espíritu de la maldad absoluta. La mítica dupla Dios/Diablo campeó como una verdad dogmática y literal en la iglesia y en la ideología europea durante el Medioevo y el Renacimiento, pero ha tomado carices menos imperativos y precisos en la época moderna que no nos concierne tocar ahora.

El dualismo cosmológico distingue al espíritu y la materia como dos ámbitos de la existencia universal que el cristianismo comparte con otras religiones y tiene una expresión antigua desde el animismo y la división entre lo sagrado y lo profano en múltiples culturas del mundo. El tercer dualismo, el antropológico, corresponde al ser humano, pues se supone constituido por un alma o espíritu inmortal y un cuerpo físico perecedero, creencia que la teología cristiana ha preconizado con determinación a lo largo de los siglos como parte medular de su credo, expresada en la oración de ese nombre, cuyo final reza así: “(creo)… en la resurrección de la carne y en la vida perdurable”.

El dualismo antropológico impacta al dilema mente-cuerpo no sólo como una formulación filosófica, sino también como una práctica porque su influjo, difundido con la evangelización y el colonialismo a muchas partes del mundo, fue y sigue siendo de enorme trascendencia. Este influjo se manifiesta en la creencia dualista de la mayoría de la gente y en múltiples expresiones del pensamiento, el arte o la política que señalan la relevancia que puede llegar a tener una doctrina mente/cuerpo sobre la vida social y personal, cuando ésta llega a formar parte de la cosmovisión y la cultura.

Figura 1. Grabado medieval que plasma el dualismo teológico cristiano de dos esferas, una celestial y otra infernal con el ser humano situado entre las dos, acompañado de la muerte.

La iconografía cristiana medioeval es rica en símbolos y representaciones dualistas. Elijo como ejemplo indicativo un grabado (figura 1) en el que se representa el mundo en dos parcelas o semiesferas, una superior y celeste donde moran Dios y los ángeles, y una inferior y telúrica donde residen Lucifer y demás demonios. En el centro de la figura, una línea horizontal representa al horizonte terrestre donde el ser humano se halla de pie, acompañado por la muerte en su tétrica apariencia de esqueleto admonitorio con guadaña. La criatura humana se yergue en este mundo polar con los pies en el pérfido inframundo y con la cabeza en la esfera de los cielos. Es una criatura a la vez animal y angelical, pues tiene elementos mundanos y malignos identificados con el cuerpo o “la carne” que lo posan en el abismo, en tanto atesora dones benéficos, como su alma y su razón, que lo remontan hacia las esferas del Creador y su séquito de bienaventurados. Es un ser en conflicto entre una mente espiritual y un cuerpo pecaminoso, un ser cuyas buenas o malas acciones, libremente elegidas, definirán el destino permanente de su alma inmortal: el cielo o el infierno.

Para adentrase en la misteriosa dualidad mente-cuerpo del cristianismo es conveniente rastrear al dominico Tomás de Aquino (1225-1274), santo, teólogo y filósofo de la iglesia. Para el llamado “Doctor Angélico”, toda persona viva está constituida por alma y cuerpo, pero en una relación tan adyacente que resuena al dualismo forma/sustancia que hemos revisado en Aristóteles. Así, aunque hay funciones que corresponden solo al alma y otras únicamente al cuerpo, muchas actividades mentales afectan a las dos esferas, como sucede con las sensaciones. Ver, oír o tocar son operaciones de la persona íntegra que involucran a su cuerpo a través de los órganos de los sentidos y a su alma al percatarse o hacerse consciente de los estímulos y objetos del mundo. El intelecto no conoce o piensa por sí mismo, pues lo hace la persona íntegra a través de facultades engarzadas de su cuerpo con su alma.

Una función propia del alma es el conocimiento. Por este medio el ser racional es capaz de entender a la naturaleza mediante conceptos, que para Tomás son actos inmateriales y no objetos o funciones corporales. Otra función del alma es la de guiar la acción humana mediante la voluntad, pues el libre albedrío es su prerrogativa y su responsabilidad. A diferencia del cuerpo físico y mortal, el alma humana es inmaterial, pero está esencialmente unida al cuerpo hasta el momento de la muerte, cuando se libera como espíritu puro e individual capaz de reencarnar en la Resurrección. Hay aquí un dualismo evidente y necesario para una teología y una cosmovisión cimentadas en una vida eterna, más allá de la muerte.

Cuando se trata del individuo vivo y pensante, el dualismo tomista se condensa y refleja una gran sutileza de pensamiento. Si bien el intelecto es inmaterial, no se asienta en algún lugar particular del cuerpo, pues alma y cuerpo no son sustancias separadas en el ser humano vivo y consciente, sino una sola en una concepción muy cercana a la dualidad forma/sustancia de Aristóteles. De esta forma, Aristóteles y Santo Tomás consideran que alma y cuerpo se corresponden unívocamente: la persona tiene el cuerpo que concuerda con un alma capaz de pensar y también a la inversa: tiene un alma pensante que requiere un cuerpo para sentir y actuar.

Pintura de Santo Tomás de Aquino
Santo Tomás de Aquino pintado por Carlo Crivelli hacia 1476. Sostiene a la iglesia en su mano derecha y al libro en la izquierda. El sol brilla en su pecho como símbolo del conocimiento sagrado.

Para estipular mejor el concepto del alma como forma del cuerpo conviene citar un ejemplo que resulta de enorme trascendencia ética. Para Tomás de Aquino la forma del cuerpo es el alma, de tal manera que el feto no se puede considerar humano hasta adquirir una forma reconociblemente humana, lo cual sucede hacia la décima semana del embarazo. Es ésta una teología muy diferente a la de considerar la concepción como el momento en el que un alma “entra” en un cuerpo y que tiene consecuencias tremendas para la ética y la ley.

No conocemos lo suficiente de su vasta obra para saber si el Doctor Angélico resuelve el problema de dos elementos, uno inmortal y otro mortal, que se desagregan con la muerte, pero que en vida funcionan como una unidad forma/sustancia de dos apariencias. También es necesario discernir de qué manera un acto supuestamente inmaterial como la voluntad se traduce en las acciones o conductas de la persona. Veremos pronto que este dualismo fisiológico e interaccionista se encuentra desarrollado y argumentado por René Descartes y constituye uno de los conceptos más aparentes y perseverantes del problema mente-cuerpo hasta la actualidad.

Revisaremos a continuación la teoría cavitaria, una inferencia médica que ubicaba las capacidades mentales en los ventrículos del cerebro y que prevaleció en Occidente, Bizancio y el islam durante toda la Edad Media y el Renacimiento.

Los contenidos de la columna Mente y Cuerpo forman parte del próximo libro del autor. Copyright © (Todos los Derechos Reservados).
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