El 11 de noviembre de 1918 amaneció brumoso en las trincheras de Ville-devant- Chaumont en Verdún, una de las comarcas más anegadas en sangre durante la “gran guerra”. A las 10:59, el soldado raso Henry Gunther, un gringo del 313 regimiento de Baltimore, saltó de su parapeto y cargó contra un nido de ametralladora emplazado a unos metros. Cuando su silueta apareció entre la niebla, los alemanes le gritaron en inglés quebrado que se detuviera, que la guerra estaba por terminar. Pero Gunther no se detuvo y siguió disparando. Una ráfaga lo mató a unos pasos del enemigo. Pasadas las 11:00 y ya en vigor el armisticio, los boches salieron de su zanja y llevaron el cuerpo de Gunther a la línea yanqui. Fue el último soldado yanqui en morir en la primera guerra mundial.
Aquel 18 de noviembre de hace 100 años, 27,038 soldados de ambos bandos murieron y 82,006 fueron heridos antes de que entrara en vigor el cese al fuego a las 11 de la mañana. Fueron más bajas que las del “Día D” en 1944. Miles de vidas perdidas sin ninguna justificación militar o política.
Terminó así un conflicto que fue el más sanguinario de la historia, una trituradora en donde perdieron la vida más de 9 millones de soldados, 21 millones fueron mutilados, e incontables millones de civiles perecieron en el fuego cruzado o bajo la metralla de las artillerías.
Cuando los generales alemanes aceptaron que la guerra estaba perdida y pidieron la paz, la estupidez, la arrogancia y la vanidad política y militar que abrieron las puertas del infierno cumplieron lo que Cornelio Tácito consignó al comentar cómo después de la destrucción de Cartago, los soldados imperiales labraron la tierra con sal para que jamás volviese a florecer la vida: “Hicieron un desierto y le llamaron paz”.
La primera guerra mundial no sólo fue un conflicto en donde todos los bandos perdieron. Entre los historiadores hay consenso de que fue un holocausto que se pudo evitar. Varios libros publicados por estas fechas en que se marca el centenario del armisticio consignan que si bien en junio de 1914 había rivalidades entre las potencias europeas, las relaciones eran cordiales y ninguna reclamaba abiertamente territorios ajenos: Alemania era el más importante socio comercial de Inglaterra, las familias reales inglesas, alemanas y rusas estaban emparentadas y el rey Jorge V con sus primos el káiser Guillermo II y el zar Nicolás II, habían departido en la boda de la hija de Guillermo en Berlín. Sin embargo, a comienzos de agosto de ese año una cadena épica de errores, acusaciones y ultimatos desatada por el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, incendió el continente, escribe Adam Hochschild en Annals of History.
Fue una guerra que se pudo evitar con un poco de voluntad e inteligencia, sugiere Churchill en una de sus obras. Y en su extraordinario Los cañones de agosto, Bárbara W. Tuchman reseña cómo mariscales y generales ancianos, necios y esclerosados, mandaron al matadero a cientos de miles de soldados con tácticas de las guerras napoleónicas en una era de ametralladoras, tanques, aviones y armas químicas. Una vez movilizados, no fue posible dar una contraorden a los ejércitos. Y esos mariscales y generales fueron condecorados, murieron en cama y tuvieron estatuas y monumentos moldeados con la argamasa de hueso y sangre de los infelices enviados a las trincheras del Somme y de Verdún, del Marne y de Ypres, de Cambrai y de Kaiserschlacht.
Aquella no fue la guerra para terminar con todas las guerras, como no se cansaron de repetir los políticos. Al contrario, destapó una caja de Pandora y sumió al planeta en una era de conflagraciones. El reordenamiento geopolítico pergeñado en Versalles fue el caldo de cultivo para el surgimiento del Tercer Reich y de la guerra fría. Y dejó un legado tóxico de conflictos vicarios que persisten hasta nuestros días. El niño inglés que nació a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918 y que fue bautizado “Pax”, perdería la vida a los 21 años combatiendo en la siguiente guerra mundial: un ícono de las víctimas de la tormenta sembrada.
100 años después, los fantasmas de la extrema derecha, el nacionalismo, el fundamentalismo y el racismo, recorren el mundo. Por doquier vemos el regreso del fascismo y el amago a las libertades ciudadanas.
Quisiéramos que las ceremonias para marcar el centenario fueran el resurgimiento del apotegma de Santayana, “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”, pero esto es una ilusión.
El dirigente de la principal potencia económica y militar, el político más poderoso del planeta se empeña en construir un muro entre su país y el vecino y se ha colocado al frente de una guerra santa en contra de los pobres y del tercer mundo. Y para que nadie tenga duda de cuál es su pensamiento, decidió quedarse frente a un televisor y no encabezar en el cementerio militar estadounidense, a las afueras de París, las solemnidades en donde fueron recordados sus compatriotas caídos en la primera guerra.
Hace un siglo César Vallejo nos previno de los Heraldos negros que hoy parecen de nuevo visitarnos:
Hay golpes en la vida tan fuertes…¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma…¡Yo no sé!
Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas
O los heraldos negros que nos manda la Muerte.