A. MacLeish: encuentro del arte y la política (Parte II)

Parte II

Un poeta de lo público

Archibald MacLeish (1892 – 1982), abogado, dramaturgo, poeta, funcionario público, redactor de discursos oficiales y estadista, hijo de un modesto emigrante escocés, estudió derecho en Yale. En 1923 abandonó una lucrativa práctica legal en Boston para dedicarse a la poesía en el barrio parisino de St. Michel y pronto se colocó como uno de los más distinguidos creadores de su generación. De regreso a Estados Unidos ocupó diversos puestos públicos: bibliotecario del Congreso,[1] subsecretario de Estado, director de la Oficina para la Información de Guerra, jefe de la delegación estadounidense a la conferencia inaugural de la UNESCO y profesor en la Universidad de Harvard. Todo ello sin abandonar la tarea creativa. Esto lo coloca en un territorio peculiar en donde son compatibles la vida pública y política, y la existencia íntima de la creación poética.

En “La poesía y prosa públicas de Archibald MacLeish”, David Barber recuerda que en 1931 el artista concibió una meta para toda su vida: generar una imagen de lo humano en la que los hombres pudieran creer de nuevo, imagen que, tanto en su versión doméstica como mundial, “expresaría y por lo tanto adelantaría la democracia, la coherencia cultural, la hermandad y el potencial humano”.[2]

Imagino a este irlandés cuarentón, católico, elegante y tenaz, dueño de una pluma deslumbrante, inmerso en su mundo de entreguerras, tocado en el alma por el recuerdo de las trincheras en la batalla del Somme, viviendo la vida de un inmigrante en una sociedad blanca, anglosajona y protestante (wasp, por sus siglas en inglés) que despreciaba a los católicos en general y a los católicos irlandeses en particular. Sus raíces de clase trabajadora lo identificaban con las masas populares y su formación intelectual liberal lo acercaba a los movimientos progresistas.

No deja de ser curioso que haya encontrado irreconciliable la vocación poética con el ejercicio profesional privado, pero no con el servicio público. Ya desde 1924 en su oda El matrimonio feliz había explorado la idea de que de la unión de lo ideal con lo real debe surgir un sentido de identidad individual más maduro, tema que desarrolló con amplitud en el drama poético Noboddady, basado en la historia de Adán y Eva. Esto lo llevará a declarar que el papel del poeta es “la restauración del hombre a su lugar de dignidad y responsabilidad en el centro de su mundo”[3], pues el arte es “una manera de manejar nuestra experiencia en este mundo que hace que esa experiencia, como experiencia, sea reconocible al espíritu”, ya que la verdad en una obra de arte es la verdad de su organización y no otra”.[4]

Entonces, desde la perspectiva de MacLeish, el meollo del asunto no es si la poesía debiera tener que ver o no con la revolución política. “El asunto de fondo es si la poesía es de tal naturaleza, y la revolución política es de tal naturaleza, que la poesía pueda tener que ver con la revolución política, ya que se puede proponer que la poesía debiera hacer tal cosa o no debiera hacer aquella […]: la poesía no tiene más leyes que las leyes de su propia naturaleza”.[5]

poeta y dramaturgo
Archibald MacLeish (1892 – 1982) (Foto: Wyso Archives Blog).

Poesía, prosa y política

El ensayo de MacLeish en The Atlantic se divide en cuatro apartados. En el primero establece su convicción de que existe un punto de encuentro entre la poesía y la política. En el segundo analiza las características del arte y postula que es una manera de abordar la experiencia personal con el mundo que permite que tal experiencia sea reconocible al espíritu. El tercero es una compleja y profunda disquisición sobre la experiencia poética y cómo, a través de la historia, diversos creadores la utilizaron para clarificar experiencias sociales comunes en un mundo en donde la forma y el significado del momento actual escapa a casi todos. Sigue una perspicaz reflexión sobre la naturaleza de la poesía frente a la prosa y de ambas en su relación con el arte, que lleva a MacLeish a proponer que no existen ciertas experiencias apropiadas para el arte y otras que no lo son, y que tal limitación tampoco podría considerarse en el caso de la poesía, pues “aquello que la poesía permite reconocer, puede ser cualquier hecho”. La poesía, dice, es a la emoción intensa lo que el cristal a la sal que se condensa o la ecuación a los pensamientos profundos: liberación, identidad y descanso. Lo que las palabras no logran puesto que sólo pueden hablar, lo que el ritmo y el sonido no logran como ritmo y sonido pues carecen de habla, la poesía logra ya que su sonido y su habla son un conjuro único.

“Sólo la poesía puede lograr esa fascinación de la mente que razona, esa liberación de la naturaleza que escucha, esa solución de las deflexiones y distracciones de las superficies del sentido, mediante lo cual se admite, se reconoce y se conoce la experiencia intensa. Únicamente la poesía puede presentar las más íntimas y por lo tanto menos visibles experiencias humanas en forma tal que los hombres, al leer, puedan exclamar: ‘Sí… Sí… Así es… Es así como realmente es.’

El poeta y la revolución

Desde la proa de la nave del gobierno (estadounidense, of course), MacLeish lanzó la proclama de la unidad nacional. El poeta urgía a poner el arte al servicio del “proyecto nacional” como una suerte de argamasa social, un emoliente que atenuaría las contradicciones y allanaría el camino a la igualdad democrática.

Esto le trajo fuego graneado desde las troneras del puritanismo artístico. La resistencia a su propuesta de un “uso social” de la poesía tuvo el más intenso rechazo y durante años sería utilizado en su contra. John Chamberlain escribió que si bien el MacLeish poeta era muy superior al MacLeish funcionario, conforme surgía en él el propagandista el poeta se diluía. En una parodia de un ensayo del irlandés, Chamberlain recuerda al joven que abandonó un bufete legal en Boston “para postrarse a los pies de Ezra Pound y de T.S. Eliot y aprender el arte de la poesía”, cuando “no había sucumbido a la idea de que el gobierno tiene la misión divina de forzar a los individuos hacia un propósito nacional”.[6]

En 1932 MacLeish puso en verso su visión de un arte al servicio de las causas sociales. En su Invocación a la musa social plantea:

Señora*, es cierto que los griegos están muertos. / También es cierto que aquí somos americanos: / Que usamos las máquinas: que atisbar al dios es inusual: / Que más personas tienen más ideas: que hay / Progreso y ciencia y tractores y revoluciones y / Marx y las guerras más antisépticas y asesinas / Y música en cada hogar: también está Hoover.

Y para que no quedara duda del papel del poeta:

Somos prostitutas, Fräulein: los poetas, Fräulein, son personas / De vocación conocida que siguen al ejército; deben dormir con / Los rezagados de ambos príncipes y de ambas tendencias. / Las reglas no les permiten apoyar a ninguno de los bandos. / También está absolutamente prohibido intervenir en las maniobras. / Quienes quebrantan la regla son exaltados con alabanzas en las plazas / Y como resultado sus huesos son después descubiertos bajo papel periódico.[7]

A esta invocación, que MacLeish concluye preguntándose si es justo “hacernos un llamado a las armas”, respondió el poeta Allen Tate -su amigo pero militante del conservadurismo- con “Eneas en Nueva York: “Sí lo es:

El uso de las armas es propiedad / del arma apropiada. Es la propiedad la que trae / Victoria a la que no se alude en Das Kapital. / Creo que no hay más que una guerra verdadera / Así que procedamos, como lo deseas, a perfeccionar nuestro oficio”.[8]

poeta
Allen Tate (1889 – 1979).

Un repaso histórico nos hace presumir que no se pone en entredicho ni se estigmatiza la relación de la poesía y la política: lo que parece no perdonársele al poeta es avalar un sistema. Esto daría sentido a la transformación de MacLeish y su defensa de la pureza, porque se trata de una pureza que se le exige socialmente a la poesía. Resulta inevitable el paralelismo entre MacLeish y el politólogo y ensayista Isaiah Berlin; ambos fueron fustigados por su desempeño como servidores públicos y su producción desestimada por este hecho: su pluma había perdido la pureza.

Antonio Gramsci concedía valor al desempeño de los intelectuales porque consideraba que su vínculo con la producción y la política les hacía incidir en la relación entre la estructura y la superestructura de una sociedad determinada y denominó intelectuales orgánicos a quienes cumplen el papel de colaborar para mantener la estabilidad de un sistema, definición que a la postre adquirió un rasgo peyorativo. Recordar a Gramsci también exige traer a la memoria la reflexión sartreana acerca de que el marxismo demuestra que Valéry era un escritor pequeñoburgués pero no puede explicarnos por qué todos los intelectuales pequeñoburgueses no son Valéry.

Los poetas y la poética cumplen su papel cuando cuestionan o se rebelan ante ciertas circunstancias de su tiempo; es el genio que rechaza las normas, que sufre la incomprensión de sus contemporáneos aunque sea reivindicado más tarde y llamado visionario. Son los poetas malditos, los que rechazan vivir de acuerdo con las reglas del grupo en el que le tocó vivir y reivindican la creación como el único fin válido.

En otra categoría estarían los poetas que colocan su arte al servicio de causas sociales, la poesía como arma de lucha. Casi todos ellos han padecido la censura debido a la “peligrosidad” de sus plumas. La historia ofrece, lamentablemente, cientos de ejemplos y distintos grados de censura: Giordano Bruno llevado a la hoguera por la Santa Inquisición, Stendahl, Flaubert, Brecht o Cardenal. Están también los poetas revolucionarios, los que hacen coincidir la lucha política con la producción poética como Martí, Huidobro o Miguel Hernández.

¿Hasta qué punto le asistía la razón a Gramsci cuándo decía que los intelectuales orgánicos no hacen literatura sino libelos? ¿Dónde está la frontera entre poesía y adoctrinamiento, cuál línea divide a la política de la creatividad artística?

Es claro que se ha dicho mucho sobre las vicisitudes de la relación entre política y poesía, pero no hay nada concluyente.

Referencias:

[1] Según Phillip Larkin, MacLeish “sacó el polvo de la Biblioteca del Congreso, le dio nueva vida y la hizo funcional”. Y para Bob Dylan, MacLeish era “un hombre que había llegado a la luna cuando la mayoría de nosotros apenas levantábamos del suelo”. Cfr. LEHMAN, David: The Oxford Book of American Poetry, Oxford University Press, New York, 2006, pp. 385 – 386.

[2] BARBER, David: “In Search of an ‘Image of Mankind’. The Public Poetry and Prose of Archibald MacLeish”, American Studies, Vol. 29, No. 2, Fall 1988, pp. 31 – 56.

[3] POETRY FOUNDATION, The: Archibald MacLeish. Consultado el 30 de junio de 2012 en www.poetryfoundation.org.

[4] MAcLEISH, “Poetry…”, ob. cit., p. 825.

[5] Ibíd, p. 823.

[6] BARBER, “In search…”, op. cit., p.32.

* En castellano en el original.

[7] MAcLEISH, Archibald: Invocation to the Social Muse, 1932, Poetry Foundation. Traducción mía.

[8] LEHMAN, The Oxford…, ob. cit., p. 448.

Miguel Ángel Sánchez de Armas

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