Engaños, secretos y Estados Unidos

La gobernabilidad parece tener un pie en la transparencia y otro en el secretismo. Esa premisa se aplicaría por igual a la superpotencia global, México, Rusia, Indonesia o Zimbabwe, entre otros. Para garantizar la rendición de cuentas existiría la vocería presidencial, cargo que implica privilegios y desafíos. Y es que no debe ser fácil hablar por otros o expresar lo que no se quiere; los mexicanos hemos visto a voceros que, al intentar enmendar los entuertos de sus jefes, los complicaban con frases como: “Lo que el Presidente quiso decir es…”. El tema cobra interés tras la dimisión del Jefe de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, opuesto a la designación del financiero Anthony Scaramucci como nuevo Director de Comunicaciones.

Según el vocero, ello añadiría “confusión e incertidumbre” sobre quién maneja las relaciones públicas del presidente estadounidense. No obstante, en los pasillos de la casona del No. 1600 de Pennsylvania Avenue, se murmura que la renuncia descubre una Casa Blanca dividida por las intrigas. Se afirma que Ivanka Trump, su marido Jared Kuschner ‒feroz crítico de Spicer‒ y el secretario de Comercio, Wilbur Ross, respaldaron la designación de Scaramucci. Su misión será frenar las filtraciones que, se sospecha, proceden del Jefe de Staff de la Casa Blanca y exlíder del Comité Nacional Republicano, Priebus Priebus. Sin embargo, éste es un momento inoportuno para que Donald John Trump pierda un portavoz: fracasó su plan de hundir el Obamacare, su hijo y yerno han debido testificar ante el Senado por el Russiagate y las encuestas le dan menos del 40 por ciento de aprobación.

Volvamos a Sean Spicer, de 45 años, cuyo trabajo era transmitir una imagen veraz y confiable de su jefe. Sin embargo, por 183 días y 58 conferencias de prensa mintió con tal desparpajo que sus detractores lo acusaban de haber vendido su alma en beneficio de un inestable e inadecuado presidente. Sus desaciertos más sonados incluyen su versión engañosa de la cantidad de asistentes a la toma de posesión de Trump; él afirmó: “Ésta fue la mayor audiencia que jamás haya presenciado una toma de posesión”. Pero la prensa –hostigada por el mandatario y a su vez hostil con Spicer‒ divulgó imágenes que evidenciaban que, en la toma de posesión de Obama en 2009, la audiencia fue muy superior. Para contener la escalada de sarcasmos contra el vocero, debió salir en ayuda la consejera de la Casa Blanca Kellyanne Conway, y decir que él no había mentido sino que “dio datos alternativos sobre la realidad”. En abril, al denostar al presidente sirio, Spicer expresó que ni siquiera “alguien tan despreciable como Adolfo Hitler cayó tan bajo como para emplear armas químicas”. Esa afirmación lastimó la sensibilidad de la comunidad judía que exigió su renuncia; sólo entonces el locuaz portavoz admitió que su comentario fue “un error”.

Incontenible en su arrogancia, el hombre que debía atender a la prensa peleó con los periodistas que cuestionaban su versión de la realidad. Es célebre su encontronazo con April Ryan ‒quien le preguntó cómo planeaba Trump limpiar su imagen tras los informes de sus vínculos con Rusia‒. También se confrontó con Jim Acosta de CNN porque cuestionó el intento de censura de la Casa Blanca y eludió a Hallie Jackson de MSNBC cuando le pidió que explicara si Trump grababa o no sus reuniones con funcionarios. Esos desatinos lo hicieron blanco de escarnio en redes sociales, cita Erin Gloria Ryan en The New York Times. Es obvio que habrá un rediseño en la política de comunicación de Donald John Trump, también es cierto que él no modificará un ápice su conducta en general ni con los medios en particular. De ahí que hoy los estadounidenses se pregunten: y ahora “¿quién nos mentirá?”.

Y mientras Sara Huckabee-Sanders, la sucesora de Spicer, perfecciona el arte de no informar, también de Washington se sabe que los secretos gubernamentales son noticia. El Informe Anual 2016 para el Presidente de la Oficina de Vigilancia de Información de Seguridad (ISOO, en inglés), difundido en julio pasado, sostiene que en 2016 las agencias oficiales “sólo clasificaron 39,240 secretos”. Es decir, fue el año con menos secretos de seguridad nacional reportados; antes lo fue 2014 con 46,800 archivos; ambos muy lejos de los 230 mil secretos que se clasificaban hace una década. Y aunque el secretismo pareciera ir a la baja, clasificar los secretos del gobierno les costó a los contribuyentes unos 16,89 mil millones de dólares el año fiscal 2016, refiere el experto en secretismo gubernamental de la Federación de Científicos Estadounidenses, Steven Aftergood.

En México se soslaya la importancia geopolítica, política e histórica de los secretos oficiales. Poco se atiende que cada vez más miles de archivos gubernamentales se clasifican como “reservados” y su acceso se bloquea hasta por 12 años, renovables a criterio del clasificador. Pero ésa, claro, es otra historia.

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