Los museos frente a “la realidad”

Realidades sociales hay muchas. Deseos de dialogar con ellas para comprenderlas o cambiarlas, también abundan. ¿Qué papel juegan los museos en ello? ¿Qué idean los museos públicos y privados para hacer frente a temas y problemáticas que inquietan a la comunidad?

Seguir un programa

Esto implica pensar en la planeación y en el diseño de estrategias que cada director sigue para posicionar su recinto, cumplir con la vocación del mismo y llevar adelante una línea ‒entre políticas y actividades‒ por un determinado número de años. Desde fuera, uno tendería a pensar que esto es más que obvio y que cuando se asume la dirección de un museo se desarrolla este plan de navegación sobre el cual habrá que transitar. Sin embargo, la decisión sobre el plan a seguir se toma en función de muchos factores que no necesariamente tienen que ver con presupuesto y voluntad. Cada recinto busca y buscará siempre su propio posicionamiento, pero éste no necesariamente redunda en una mayor entrada de taquilla o repercute en un beneficio económico directo para el museo. El servicio que un museo ofrece al público tiene que ver con la elección de su programa, con el realce, investigación, difusión y posicionamiento de su colección, si es que la tiene, pero también con el compromiso ético que quien labora en el recinto se plantea con el público. Puede ser que el énfasis esté dado en una voluntad de educar, puede ser que se haya trascendido ya esa idea y que se busque favorecer en el público la construcción recíproca de conceptos y realidades que no se habían traído a la mesa de discusión.

En el caso de los museos públicos, el cumplimiento de un programa alterno al ideado por al director del recinto puede verse dificultado por una serie de factores: obligaciones varias que se desprenden del hecho de formar parte de una estructura mayor que asigna vocaciones, reparte proyectos y canaliza peticiones o solicitudes específicas en materia de conmemoraciones, homenajes, peticiones de eventos, etc. Sin dejar de considerar que esto puede ser eventualmente enriquecedor para los públicos y para el personal del museo (en tanto puede allegar oportunidades atractivas por tratar temas que de otra forma no se hubieran planteado, por acarrear una derrama presupuestal que de otra forma no se hubiera tenido), los proyectos con los que “hay que convivir” representan el reto de montarlos sin dinero adicional, de cumplir un programa ajeno a las estrategias ideadas por la dirección y de tener que adoptar tonos ciertamente oficialistas que pueden pasar desapercibidos para algunos sectores del público, pero sin duda no para el equipo del museo ni para otros vigilantes suspicaces de su trabajo.

Por otro lado, los museos públicos generalmente deben considerar la viabilidad de un programa expositivo cuyo tratamiento de problemáticas sociales nacionales e internacionales requiere de inteligencia y sensibilidad. Cualquiera diría que éstas son características que se deben observar también por parte del sector privado, pero no debemos olvidar que los museos públicos muchas veces tienen que matizar sus aproximaciones a riesgo de recibir una llamada de atención (o varias) por ser parte del sector gobierno. En esta percepción y en sus daños es en lo que me quiero enfocar, pues si el público exige con capacidad crítica, debate y participación que el museo se apropie de su programa y trate los temas que la comunidad demanda, el nerviosismo de la estructura vertical que sustenta al museo disminuirá en la medida en que se reconfigurará la misión de los recintos y el sentido que adquieren.

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Cierre de la Muestra: “Rojo mexicano. La gran cochinilla en el arte”, 4 de febrero de 2018, Museo de Bellas Artes, Ciudad de México (Foto: El Diario de Ciudad Victoria).

Manejar el compromiso

¿Deben los museos servir como mesas de disección de realidades que nos apelan? Sí, deben presentar no sólo lo lacerante, sino proponer estrategias de reflexión a costa de muchas cosas: miradas reprobables de autoridades y patronos, suspicacia, miedos varios (a perder una cierta imagen construida años atrás, a “hacer olas” respecto de temas candentes, a “perder la vocación”). Las exposiciones temáticas brindan oportunidades invaluables de hacer contribuciones a la reflexión, pero siguen siendo preferidas las exposiciones monográficas, presumiblemente porque su contenido se comunica con mayor claridad y porque las contribuciones permanecen en el horizonte tradicional de la historiografía de cada saber y no vulneran a nadie con su carácter crítico (parece que plantear la necesidad de reflexión resulta escandaloso para algunos). ¿Y cómo hacerlo? Compromisos adquiridos con antelación con investigadores, coleccionistas, efemérides y autoridades se perciben como escollos en el camino. A veces incluso la dificultad de comunicar argumentos curatoriales al interior del equipo del museo juega en contra del desarrollo de una estrategia de mediación clara o de divulgación adecuada de las premisas centrales. A veces hasta el ego y el deseo de defender una parcela del conocimiento hacen la mala obra.

Cada museo, en la medida de sus posibilidades, puede explorar la relación con sus públicos reales y virtuales y desarrollar dinámicas específicas. Si se cuenta con espacio se pueden diseñar dispositivos (echen o no mano de la tecnología digital) que posibiliten la inmersión, reflexión, introspección, crítica y apropiación de los contenidos por parte del público. A muchos les cuesta trabajo vincularse con el pasado: es lejano, ajeno, pero encontramos múltiples sentidos cuando referimos cualquier problemática a una realidad tangible, a situaciones que todos hemos experimentado al día a día. ¿Cómo tratar los temas y cómo saber cuándo son álgidos? Lo último salta a la vista; lo primero estriba en la sensibilidad e inteligencia que el equipo de cada museo tenga para proponer dinámicas que desvíen la atención de lo morboso y la trasladen al ámbito crítico. Como las redes neuronales, la formación de nuevas fibras del tejido social se da en el riesgo que decide tomarse al pensar algo nuevo, al resignificar la productividad de un marco normativo. Lo que es muy difícil es hacerlo veladamente por incomprensión de esta misión fundamental que cumplen los museos, en tanto instituciones resultado de la modernidad: el museo conserva y muestra para fomentar reflexión, para edificar… ¿Edificar qué? Ahí también hay posibilidad de elección. Estamos en el momento histórico ideal para replantear la edificación de un concepto de Estado, de un concepto de nación. Si no nos damos la libertad de proponer, corremos un riesgo inmenso de no hacer otra cosa más que seguir abonando al prejuicio de que el museo educa en una idea de Estado nacional, que no se sostiene en los tiempos que vivimos.

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“Una exhibición del racismo en México”, Museo de la Ciudad de México, mayo 2016 (Foto: Proceso).

En corto: los museos públicos o privados no pueden estar a al amparo de o velando por el cumplimiento de un programa político. Su razón de ser es política, operan idealmente conforme a políticas culturales para su sector y que deberían (en teoría) vincular su hacer con el de otros sectores y niveles de gobierno, pero la capacidad que un recinto de esta naturaleza tiene para plantear temas álgidos, proponerlos para su análisis y discusión, así como manifestar su compromiso con la comunidad a la que sirve, excede en mucho el cuidado de líneas políticas y marcos normativos. Dar la espalda conscientemente al tratamiento de temas que, dependiendo de la colección y propósito del museo, pueden cambiar en un gradiente bastante amplio, es casi tan abstruso como pensar que se debe ser contestatario todo el tiempo y por sistema. La construcción de públicos críticos, demandantes y reflexivos no comienza por el museo, pero se espera de él que plantee la primera pregunta.

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