Vivimos tiempos de una asquerosa corrección política en el lenguaje. Ahora existe una tendencia a ser muy cuidadosos en usar las palabras alineadas a la estructura dominante y si, por descuido o por alevosía, algunas se salen fuera de la norma existirá la marginación como la mayor condena.
Se regula qué decimos y cómo lo decimos. Está en el control de los significados el verdadero (y actual) dominio social (las dictaduras totalitarias empiezan de esta manera). Bajo las reglas del lenguaje, podemos minimizar los problemas con términos “dulces” o se magnifica una tontería con “fuertes” palabras. El mejor ejemplo de la dinámica está en Twitter o Facebook donde se intercambia información con significados hegemónicos.
Al escuchar términos como “familia”, “democracia”, “amor” o “izquierda” sólo escucho significados impuestos y totalmente alejados de la realidad. Pero lo peor de este asunto es cómo nosotros los integramos a la cotidianidad, y, poco a poco, existe un hueco entre la manera de pensar (hablar) y accionar.
La desesperación surge al no encontrar equivalencias entre las palabras y la realidad. La pluralidad semántica disminuye y se sigue sólo un significado (por cada palabra) a pesar del horror y el desencanto. El lenguaje se mantiene en un estado de pureza mientras la incongruencia nos alcanza.
Al ver trabajos como el de Martín Acosta con “Autorretrato en sepia”, no dejo de sorprenderme por su valentía al salirse de la corrección política para mostrarnos cómo el lenguaje está totalmente roto y ajeno a nuestra cotidianidad. Pero, sobre todo, aplaudo cómo expresa en escena las consecuencias devastadoras de este hecho.
La historia escrita por el mexicano Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (alias LEGOM) retrata el absurdo de la vida de un dramaturgo en una crisis personal y creativa. Las relaciones rotas, una rutina asfixiante y la pérdida total de la esperanza hacen de este protagonista un apóstol de la franqueza. Su necesidad de decir la verdad choca contra las normas castrantes en el uso de las palabras; esto lo lleva a la sigilosa marginación social y a una propia confusión de identidad.
En el cinismo de este antihéroe se esconde un profundo miedo a enfrentar el vacío y la incongruencia social. Los refugios para sobrellevar la vida son la practicidad, el dinero y una inagotable autocomplacencia.
La dialogación es tan verosímil que duele. Con un complicado juego de palabras y un ritmo vertiginoso, LEGOM dibuja una poesía decadente para hablar sobre el desamparo de nuestro lenguaje; la inserción de palabras con posibles significados múltiples y las pobres equivalencias lingüísticas para expresar el mundo interior del protagonista reflejan una maestría literaria sin precedentes en la dramaturgia mexicana.
Si alguien cerrara los ojos y se dedicara únicamente a oír el viaje del protagonista y todas las relaciones que establece, saldría de la sala totalmente devastado. Al terminar la función, compartí la sensación de vacío, esa atmósfera turbia, la empatía por la desesperanza. No obstante, el genio y el oficio de Martín Acosta, el director, hace un montaje capaz de reproducir a enorme escala todas las prerrogativas del texto para los ojos del público.
Mediante un cubo se recrean todos los escenarios donde sucede la acción dramática. Es increíble el manejo lúdico de los recursos y su pirotecnia sobre el escenario. La organización de los elementos plásticos y la manera en la que están iluminados merecen la pena ser señalados dentro de los mejores trabajos del año.
La dirección de escena es arriesgada por incluir movimientos coreográficos y rompimientos corporales drásticos. Las imágenes visuales nos llevan al equívoco y a contrarrestar los significados dominantes de la cotidianidad. El ritmo precipitado es uno de los aspectos con mayor funcionalidad en la propuesta de Acosta.
Los intérpretes son efectivos para resolver tareas escénicas y dotarlas de una enorme expresividad. Flavio Medina, Harif Ovalle y Diana Fidelia son actores que cumplen al extremo los requisitos del espectáculo; el despliegue de su enorme entrenamiento vocal y corporal son una delicia para el público.
En “Autorretrato en sepia”, se nota que los actores están trabajando al límite de sus recursos; con su mente y cuerpo no dejan el escenario en ningún momento. Muy pocas veces se puede ver en el teatro niveles energéticos tan equilibrados durante la representación y, en esta obra, sucede el fenómeno. La caracterización de los personajes es memorable porque empata con la atmósfera decadente; tal rasgo hace más imponente la sensorialidad del espectáculo.
Con el montaje de Acosta se da un salto enorme dentro de la evolución del teatro. Se notan las influencias de la tradición actoral y dramatúrgica de este país para inflamar un proyecto poético, brutal y devastador. Todo se vuelve más emocionante cuando este ejemplo de progreso escénico se presenta en uno de los teatros con mayor historia de la ciudad.
Ante la peligrosa corrección política, existe el “Autorretrato en sepia” de Martín Acosta. Como un buen remedio ante la enfermedad, el antídoto desintoxica las mentes de los espectadores para que sean capaces de volverse conscientes de la prisión de nuestras palabras, como la del protagonista, y tomar una decisión. Este trabajo está a la altura de nuestros tiempos y, sin temor al tamaño de mis palabras, representa vanguardia en el teatro.
“Autorretrato en sepia”
De: Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio/LEGOM
Dirección: Martín Acosta
Teatro Juan Ruiz de Alarcón (Centro Cultural Universitario, Insurgentes Sur 3000)
Hasta el 6 de julio
Jueves 20:00 hrs., viernes 20:00 hrs., sábados 19:00 hrs., domingos 18:00 hrs.