La decisión del gobierno japonés de inyectar mayor liquidez a los mercados y anclar la política monetaria en un nivel de inflación nominal más alto a lo convencional han desatado las alarmas internacionales sobre una posible guerra de divisas. Tal alarma llevó al complaciente Dr. Agustín Carstens, Gobernador del Banco de México (BANXICO), a indicar que se está configurando una tormenta económica perfecta, dado los movimientos internacionales de capitales experimentados desde el inicio de la crisis internacional.
Obviamente, en el primer caso se refleja una clara posición activa de política económica y en el segundo una actitud, hasta ahora, palmariamente de contemplación ante un incendio que se sabía, desde hace muchos ayeres, se podría desatar. El riesgo es confundir, una vez más, las medidas contingentes, con las medidas preventivas, como recurrentemente ha sucedido en México; confusión en la que el Dr. Carstens parece ser recurrente. Al fin que en el caso nipón la acción del Banco Central (BC) se acerca más al modelo de autonomía económica y el mexicano al de independencia política.
En Japón es al menos la segunda vez, en casi 20 años, que se intenta activar la demanda interna por la vía de la inflación, que ahora sería de hasta 5%, con su efecto de depreciación de moneda, dadas las tasas de interés prevalecientes de casi cero; aspecto que ayudaría a alentar las exportaciones y a desalentar las importaciones. En el caso mexicano, ha sonado oficialmente una alarma tardía que permitió acumular grandes reservas internacionales, como producto de los influjos de capital de corto plazo en virtud del efecto de las altas tasas de interés internas, así como de una relativa apreciación del peso, que se enmascaró por el doble maquillaje de la inflación y la depreciación interna. Ello ha llevado a la asunción de un costo financiero que imponen las reservas y un costo del dinero elevado innecesariamente para el aparato productivo nacional.
A partir de la visión de que el estado debe asumir una conducta activa keynesiana, vía la política fiscal y la política monetaria, o una actitud pasiva, con la simple operación del mercado, se terminó por imponer la idea general del Banco Central Autónomo (BCA). Tal idea se ancló en la suposición de que la inflación podría ser producto de una política monetaria activa (Friedman, 1999)[1] y que era el resultado de una conducta política oportunista y partidaria.
Así se reconoció, finalmente, que el gobierno era un componente endógeno del sistema político-económico (Snowdon y Vane, 1999)[2], por lo que debería limitarse su intervención en la política monetaria (PM), a fin de controlar la inflación. Esta prescripción llevó al extremo de una independencia política del banco central, que le permitiría al banquero central tener la libertad de definir los medios y los fines de la PM. Es decir actuar más allá de las consideraciones del gobierno y de su política fiscal.
Demostrado que no existía una relación causal entre autonomía e inflación (Fisher, 1995)[3], hoy se reconoce que la autonomía es un asunto de grado y que el objetivo último del banco central, es decir la inflación, se puede atender considerando la producción y desempleo. De esta manera, una autonomía relativizada por la producción y el empleo se asocia principalmente a un modelo de autonomía económica o de medios y una autonomía centrada con exclusividad en la inflación se asocia a la de independencia política o de medio y fines del BC. Bajo este esquema, el carácter de autonomía del BC se le confiere de manera legal, normalmente autorizado por el poder legislativo, quedando normada constitucionalmente y en una ley específica.
De acuerdo a lo anterior, la conducta del BC puede ser previsible, según el tipo de autonomía con que cuente. Es más, la conducta del banquero central en materia de la PM debe ser previsible para crear expectativas económicas creíbles y ser funcional a la conducta misma del gobierno. Así, la PM puede coordinarse con la política fiscal o definitivamente contravenirla. En la primera situación se encontraría un BC con autonomía económica y en el segundo caso se tendría una independencia política. Sin embargo, una PM no esperada o francamente que contraviniera la conducta “normal” del banquero central, de acuerdo al modelo de autonomía prevaleciente, sería altamente riesgoso.
Esta caracterización permite identificar, en el contexto de la crisis actual, el comportamiento reciente de ciertos bancos centrales. Así, en tanto la Reserva Federal (FED) de Estados Unidos (USA) y el Banco de Inglaterra (BI) han asumido desde 2007 un claro y comprometido activismo para paliar los problemas financieros y económicos de la crisis, el Banco Central Europeo (BCE) ha asumido, en general, una política pasiva y restrictiva para enfrentar la crisis.
La FED y el BI se asocian al modelo de autonomía económica y el BCE se afilia al modelo de independencia política. Ambas conductas contrastan tanto en sus resultados financieros, como económicos, es decir producción y empleo. USA y el BI atendieron desde el inicio de la crisis el problema de liquidez de las instituciones financieras y buscaron mantener los flujos de crédito, abatiendo tasas e inyectando liquidez. En tanto, el BCE ha dado tumbos obsesionado por la inflación y la deuda pública, generado en varios países bancos comerciales “zombis” y agudizando los problemas de producción y empleo.
La FED y el BI actuaron bajo mandatos del gobierno teniendo atribuciones para usar los medios necesarios para cumplir con los objetivos subsidiarios, empleo y producción, que les son inherentes a su autonomía. La FED llegó a abrir, en lo más álgido de la crisis, una ventanilla directa para apoyar la liquidez de las instituciones con problemas. El BI apoyó directamente la nacionalización de grandes bancos, que a la fecha parecen serle un dolor de cabeza. En el caso de USA, la toma de algunas instituciones financieras o la inyección de liquidez terminó por traducirse en una relativa ganancia para el gobierno.
Los Bancos Centrales han enfrentado una tormenta que negaban que pudiera darse. Casi todos esperaban que los mercados operaran bajo el principio de la mano invisible, sin considerar que la regulación financiera y bancaria formalmente instituida debía ser la mano visible que hiciera eficiente a los mercados. El disclosure de la información de la FED demuestra visiblemente la negación de los banqueros centrales a prevenir problemas y moverse de los síntomas financieros hacia sus causas.
Posiblemente ello radica en la ambigüedad de las metas del BC, de la falta de visión de la interrelación funcional entre agregados monetarios, niveles de precios, tasa de inflación; así como las reservas, las tasas de interés, entre otros elementos. También puede ser que no se acabe de entender cabalmente la cuenta doble o contabilidad del BC, que es diferente a un banco comercial, ya de por si riesgoso por la naturaleza de su capital y activos, siendo que el BC pueda operar sin capital o capital negativo. Hoy algunos banqueros centrales siguen anclados en las consecuencias de la crisis económica y financiera, sin acabar de aceptar los remedios para atenderlos.
Cada crisis internacional ha puesto de manifiesto nuevas preocupaciones y aireado diversos temas. Un tema reciente es la efectividad de una PM cuando se acerca al nivel de tasa de interés cero, que hace pensar en la impertinencia técnica del BC. Lo cual no es así, dado que el BC tiene otros instrumentos o medios para asumir una PM activa, como lo demuestra el Banco Central del Japón (BCJ). Otro tema reciente es la visión cortoplacista del BC frente al nivel de producción potencial de un país. De igual manera ha resurgido el debate de la necesidad de coordinación de la PM y la política fiscal y de los objetivos de cada una de ellas, en una situación de crisis como la actual.
En un casi proceso continuo, la stangflación de los 1970’s hizo necesario repensar al BC. La visión de la desinflación de los 1980’s terminó por desembocar en una reforma financiera en los 1990’s. Esta última acabó en una desregulación financiera, en medio de una globalización en el inicio de 2000´s (Posen, 2004)[4]. Pero ya desde los 1990’s se cuestionaba que debería vigilar el BC, considerando la crisis asiática y argentina. También en el entorno del Long Term Capital, como factor de la primera crisis de instrumentos derivados a escala global, emergió la pregunta de si era posible influir en los crecientes mercados financieros.
Hoy la crisis ha terminado por plantear temas sobre los movimientos de tipos de cambio y capitales, entre otros, como retos para el BC, dentro de la incertidumbre de la respuesta de los mercados. Pero el mayor reto es saber qué piensan los banqueros centrales, como saben lo que saben y como apoyarán para salir de la crisis actual, es decir como actuarán.
En este contexto se inscribe la preocupación del Dr. Carstens manifestada en Singapur (Bloomberg.com, Feb. 5, 2013) al indicar que “mi temor es que una tormenta perfecta podría estar formándose como un resultado de masivos flujos de capitales para algunas economías emergentes”. Agregó que “esto podría llevar a burbujas, caracterizadas por una mala apreciación de activos, y luego enfrentar una reversión en flujos, cuando las mayores economías avanzadas empiecen a salir de la estancia de sus políticas monetarias acomodaticias”. Finalmente, Carstens dijo que Japón es un país que está “activamente persiguiendo una estrategia de depreciación de la tasa real de cambio”.
Los comentarios de Carstens obvian las alertas internacionales, especialmente de Brasil, y las nacionales de que el abultamiento de las reservas internacionales era hot money, que se explicaba por la elevada tasa de interés y que terminaba por apreciar el peso. A ello se agregaba que las reservas imponían un costo financiero por el diferencial de tasas, entre la nacional y las externas, y encarecían el financiamiento para el aparato productivo nacional. Ahora que el hot money amenazar irse y se anuncia una guerra de divisas, el Banxico enuncia un problema que pudo haberse manejado mejor y posiblemente con menos dramatismo.
Bajo la ortodoxia, si el peso es demandado y el dólar es ofrecido el tipo de cambio debería bajar. Esto afectaría negativamente las exportaciones y alentaría mayores importaciones, manteniéndose niveles de costos financieros innecesarios para las finanzas públicas y la economía. Pero si se da una baja en la tasa de interés nacional, como Carstens hace algunas semanas anunció como posibilidad, haría que el peso de depreciase, decayeran las reservas internacionales, potencialmente aumentaran las exportaciones, bajaran las importaciones y hubiera una caída en el costo del financiamiento interno.
Estos resultados se darían bajo el blackboard economics (economía de pizarrón). En la realidad podría haber resultados adversos como la salida masiva de capitales, encarecimiento de alimentos, una inflación creciente por el componente importado del producto interno bruto, incremento en la deuda privada y mayores costos fiscales en pesos por la deuda pública externa. Bajar la tasa de interés cuando se ha mantenido elevada artificialmente y se han abultado innecesariamente las reservas internacionales, es decir amplios pasivos -bajo el principio del debe y el haber contable- siempre entraña un alto riesgo. Tomar medidas de política monetaria que reiteradamente se han negado como innecesarias crea, además, una alta incertidumbre.
El BCJ cumplirá con el mandato del gobierno, el Banxico actuará casi por decisión propia, pudiendo desatar una tormenta. Los problemas cuando se solucionan siempre terminan dando paso a nuevos problemas. Ojalá y no pasemos de la inmovilidad monetaria al activismo monetario, sin calibrar las medidas de política económica y sin valorar sus consecuencias.
[1] Friedman M. (1999), “La economía monetarista”, Buenos Aires Ediciones Altaya, S.A.
[2] Snowdon, B., Vane, H. R. (1999), “Conversations with leading economists”, UK, Edward Elgar Publishing Limited.
[4] Posen, A (2004), “The Fourth Generation of Central Banking”, Institute for International Economics, September