De jacarandas y almendros

Era el mes de marzo y floreaban las jacarandas. A Regina le maravillaba el milagro del azul violáceo que de súbito un día parecía inundar las calles. Era como si los árboles alfombraran los tapancos de nuestro bajo cielo raso. De unos años para acá, las jacarandas se hacían más evidentes, porque todo mundo las posteaba en Facebook, y bastaban unos cuántos filtros para que en Instagram se antojaran más que las orquídeas y los crisantemos. Las cosas son así, están allí todo el tiempo; estamos habituados a su cotidianeidad, y por eso la belleza cada día pasa fugazmente a nuestro lado sin que nos inmutemos. Era duro y era triste.

Nadie sabía a ciencia cierta cómo habíamos llegado hasta aquí; nosotros y las jacarandas. De éstas, al menos, había señas de identidad. La historia más conocida señala que en la década de los treinta del siglo pasado, el efímero Presidente Pascual Ortiz Rubio (aunque otros apuntan a Álvaro Obregón y Miguel Ángel de Quevedo) pidió cerezos al gobierno de Japón, porque quería que la Ciudad de México se asemejara a Washington, que había recibido de los japoneses una dotación de cerezos para ambientarla. Es probable que su esposa le conminara a solicitarlos, pero el desencanto le sobrevino más rápido que el final de su Presidencia. Los cerezos no eran compatibles con el suelo ni con el clima de la ciudad;sin embargo, Ortiz Rubio no era hombre que claudicara, en cuestiones de jardinería, tan pronto como en las políticas, así que buscó una alternativa.

Un paisajista japonés, Tatsugoro Matsumoto, que había llegado durante la época porfiriana, cerca del final de la dictadura, comisionado por Díaz para embellecer los jardines de Chapultepec y otras residencias palaciegas. La alta sociedad porfiriana a menudo requería de sus servicios para hacer la jardinería versallesca de lo que entonces eran las grandes mansiones de la colonia Roma y los alrededores. Los porfiristas se habían ido, pero Matsumoto se quedó y fue, a la postre, el encargado de sembrar las jacarandas. Se cuenta que, antes de venir a México, invitado por Landero y Coss, Matsumoto viajó a Japón para decirles a su esposa e hijos que se iría a hacer fortuna y volvería por ellos. No volvió.

Es probable que las jacarandas que hoy nos alegran el espíritu, justo cuando deja de golpearnos el frío inclemente, hayan sido, sin saberlo, un vehemente acto de amor, un réquiem, una despedida, porque los amores son así, intempestivos, a medio camino entre el ardor de la primavera y el invierno gélido.

Pero Regina se ha ido ya, ahora que las jacarandas vuelven a poblar nuestras calles y avenidas y, sin ella, la ciudad nunca será la misma. Las mujeres condicionan las ciudades. Aprendemos a amoblarlas con sus ojos. La vieja ciudad del califato, un día gobernada por Al-Ándalus, construida hacia el 936 d. C. y de la que, como Babilonia, sólo quedan vestigios en un paraje cercano a la hoy Córdoba, en España, también lo testimonia.

Cuenta la leyenda que el califa Abderramán III desposó a Medina Azahara, quien, venida de tierras norteñas, lloraba a diario extrañando la nieve. Abderramán mandó entonces  a sembrar almendros, para que en medio de la canícula infernal, cuando su esposa asomara a la ventana, viera los campos de flores blancas, todo el valle blanco a sus pies, y pudiera sentir la nieve.

Almendros

Abderramán sabía que estamos hechos de nostalgias y sabía, también, como quizá supiera Ortiz Rubio, en la verdad íntima de las cosas, que amar es florecer…

En eso pensaba, mientras intentaba hacer soportable la ausencia de Regina.

 

*El presente texto forma parte de la novela El huésped de Montparnasse, que el autor escribe por estos días.

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