Déjà vu y la inercia de la nación

Hoy, una vez más, como algo ya visto antes (déjà vu), la nación enfrenta la agudización de sus males; males que secularmente se han ido agravando y nos han llevado al punto del colapso social sin retorno. Como en el inicio de la década de los años ochenta, la caída del precio del petróleo, el abatimiento de su extracción, el aumento internacional de las tasas de interés, la depreciación del peso y, de nuevo, la abultada deuda pública, gestada una vez más a partir de 1995, han colapsado ya las finanzas nacionales. Esto, como entonces, ha definido el futuro inmediato de la acción del gobierno, regresando a un pasado de recortes presupuestales, austeridad pública, ajustes de los servicios sociales básicos y sacrificios, de nuevo, en vida de los más menesterosos.

Sin embargo, hoy las acciones contraccionistas se dan en un contexto de pobreza y miseria, producto de una política económica que ha agudizado la mala distribución del ingreso y sacrificado al trabajo frente a los otros factores de la producción. Como antes, este proceso se ha dado en un entorno reciente de extraordinarios ingresos públicos que han resultado concomitantes con una acelerada generación de deuda pública. Así, la voracidad pública ha terminado por generar un explosivo pasivo público improductivo, después de haberse llenado las arcas de la nación, particularmente gracias al petróleo.

Hoy lo que vivimos no es producto de las circunstancias externas o fuerzas oscuras del mercado. Es resultado de lo que hemos hecho deliberadamente. En una suerte de “devaluación interna”, los salarios y el poder adquisitivo de las clases medias vieron perder su poder de compra, contrayendo dramáticamente la capacidad de consumo general nacional. Así, en un proceso acumulativo y circular, la caída real de los salarios permitieron hasta recientemente mantener un tipo de cambio artificial, el cual acabó por afectar negativamente la producción nacional, el empleo y la ocupación, acrecentando nuestra dependencia nacional.

La devaluación interna favoreció estructuralmente las actividades de maquila, al mantener remuneraciones y salarios deprimidos, haciendo que el contenido nacional exportado fuera cada vez menor. Esto ante la complacencia y abandono de todo viso de una política económica manufacturera que aprovechara las oportunidades que brindó el TLC.

En esta dinámica, a pesar de la dotación de recursos naturales y de las ventajas comparativas, el campo mexicano (particularmente el sur-sureste) fue abandonado, sembrándolo de ancianos, mujeres y niños, en tanto la fuerza de trabajo migraba crecientemente hacia Estados Unidos. Finalmente, el país terminó por “terciarizar” su estructura productiva y ocupacional, alentando los servicios informales y las actividades económicas ilícitas, que eufemísticamente se han combatido desde las esferas públicas por hace casi tres lustros.

En la causalidad de este proceso de terciarización, la política fiscal no ha estado ausente. En el primer caso, la recaudación impositiva siguió siendo engorrosa, casi para iniciados contables, centrada en los impuestos al consumo. Por el lado del gasto, una carretada de recursos extraordinarios fue devorada por una burocracia estéril, en tanto enfocó sus tareas, sin ton ni son, en la derrama de recursos públicos para paliar infructuosamente la pobreza.

Por otra parte, la política partidista y de acción gubernamental han rematado por configurar una visión y compromiso, lo cual significaría regresar a la reinstauración económica pre-Trump o a profundizar una política social que ha terminado por perpetuar la miseria y pobreza de la nación. Ambas pretensiones, a pesar del voluntarismo político, son imposibles de alcanzar. En el primer caso, porque Trump nos ha puesto frente al espejo de la realidad económica y productiva que fuimos absurdamente forjando en los pasados treinta años y, en el segundo, porque las arcas públicas están magras y lo seguirán estando por muchos años más.

Es tiempo de pensar y actuar de manera diferentes. Mientras más rápido lo hagamos y lo hagamos de manera ordenada, es factible que cambiemos positivamente la inercia que nos ha llevado a la pobreza y miseria nacional. Mientras mejor entendamos cómo opera el sistema económico y se dan los procesos sociales, mayormente será posible que tomemos medidas consecuentes de progreso y crecimiento. De otra manera, seguiremos en nuestros laberintos mentales y tribulaciones diarias sin entender por qué se obtienen los resultados no deseados y esperados que hemos tendido en los últimos seis lustros. La inercia actual de la nación no puede perpetuarse, ha sido hasta ahora un único camino evidente de fracaso, pobreza, miseria, acompañada de pereza intelectual y de acción pública.

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