En meses recientes, México se llenó de desgracias humanas y materiales, asignables a los llamados “desastres naturales”. Tales eventos han sido recurrentes, en casi los mismos lugares, durante los últimos casi 20 años. Baste recordar para ello el caso del huracán Paulina que golpeó a Acapulco en 1997. Del que se dice fue uno de los de mayor intensidad de México en la segunda mitad del siglo XX.
Lo sorprendente y contradictorio es que cada vez más los efectos de tales fenómenos han sido geográficamente más extensos, aunque resulten menos intensos a los sufridos en el pasado. Tal como ahora, en 2013, aconteció con la tormenta tropical Manuel. Dada esa realidad, más allá del manido argumento de culpar al cambio climático de casi todos los nuevos males del mundo, se ha terminado por reconocer en México que la corrupción y la pobreza pueden ser factores causales de los “desastres naturales”.
Pero, además, se ha reconocido a nivel internacional que los “desastres naturales” realmente son producidos por el hombre. Por lo que los “desastres naturales” tienen un carácter antropogénico, es decir que son el resultado de los “efectos, procesos o materiales” producto de las actividades humanas, más que consecuencia de causas netamente naturales. De esta manera, un fenómeno natural, como la tormenta tropical Manuel, terminó generando un “desastre natural” cuyas consecuencias y afectaciones a la población fueron más extensas que las producidas por el huracán Paulina.
Lo anterior debe llevar a considerar que el gobierno federal y los gobiernos estatales diferencien claramente un fenómeno natural y un “desastre natural”. El admitir esa diferencia, más conceptual que semántica, es el primer paso para prevenir “desastres naturales” a partir de atender a la población frente a los fenómenos naturales. Hoy todo deja ver que el FONDEN (Fondo Nacional de Desastres Naturales), como su nombre lo indica, está orientado a atender los desastres y emergencias, más que a la atención de las posibles consecuencias de los fenómenos naturales. Dicho de manera coloquial, el gobierno federal busca apagar los incendios más que prevenirlos.
De esta manera, el FONDEN destina recursos, con la concurrencia de los estados, a atender los efectos de las inundaciones, las consecuencias físicas de las tormentas sobre la infraestructura, incluidas las casas habitación de la población, la falta de alimentos y cobijo para los afectados, entre otros propósitos, por los efectos de los “desastres naturales”. Sin embrago, por su carácter y responsabilidad nacional, el gobierno federal debería emprender de manera profesional y sistemática un claro programa de prevención de “desastres naturales”, en el que participen los gobiernos estatales y municipales.
Pero ello se debe pasar de lo meramente mediático y enunciativo a lo netamente sustancial. Este imperativo es inaplazable ya que en la actualidad los gobiernos estatales y muchos municipales cuentan con instancias administrativas encargadas de la protección civil. A tal punto llega la preocupación oficial sobre estos menesteres es el hecho de que algunos gobiernos estatales cuentan con Secretarias de Protección Civil.
Lo más contradictorio, hasta ahora, es que estando abocadas a la protección, su actuación está focalizada mayormente en la materia resolutiva más que preventiva. Por ello las tareas preventivas y de protección están totalmente ausentes en muchos de los casos en que el interés público está involucrado, particularmente cuando está implicada la población más vulnerable. Recordar el caso del incendio de la guardería de Sonora es una clara manifestación de tal negligencia y un dolor abierto para decenas de familias.
En la instancia de la protección civil es en donde debería comenzar la acción preventiva de los “desastres naturales”. Más que medidas emblemáticas como el de contar con un mapa de riesgos, que parecen más destinados a saber donde ocurrirá el siguiente “desastre natural”, lo que es urgente son decisiones de acciones preventivas para aminorar los riesgos crecientes que vive la sociedad mexicana. Riesgos que cada vez generan mayores costos sociales y montos presupuestales, sobre lo que costarían buena parte de las acciones preventivas.
El país está en una carrera sin fin, paliando “desastres naturales” cuyas causas antropogénicas se dieron en el pasado y que a la fecha siguen vigentes como prácticas de gobierno, especialmente a nivel de los estados y municipios. Especialmente por permitir y autorizar asentamientos humanos en humedales y zonas inundables, realizar obras públicas que incrementan el riesgo ambiental, entre otros hechos públicamente incontrastables. Ello bajo el amparo de las atribuciones legales asignables a estados y municipios, que inclusive tienen un carácter constitucional.
Por otra parte, desde las instancias oficiales se han demeritando las agencias públicas que en el pasado fueron ampliamente reputadas a nivel internacional. Por ello, en la pasada legislatura la Comisión de Protección Civil del Senado puso en evidencia el atraso tecnológico en que se encontraba el Servicio Meteorológico Nacional, ante el abandono presupuestal al que lo ha sometido durante años la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP). El retraso de casi cinco años de la instrumentación del llamado Plan Hídrico del Estado de Tabasco, es otro ejemplo de la negligencia oficial en la materia, por lo que hasta este año fue terminado la parte complementaria de la obra destinada a contener las aguas del rio Usumacinta.
Ante la recurrencia y costos crecientes de los “desastres naturales” las autoridades federales, y algunas estatales, han terminado por contratar seguros generales contra tales eventos. Ello significando una sangría constante de las arcas públicas, con el consecuente incremento anual de las primas, por el aumento del riesgo, la frecuencia e intensidad de los “desastres”. Este gasto demuestra también porqué es necesario desde la visión económica emprender un programa integral de prevención de los desastres, más que su simple atención.
Es posible que ante la gravedad de los hechos recientes, las autoridades federales y estatales estén pensando en la ingente cantidad de recursos presupuestales que requieren para atender los daños ocasionados por los “desastres” de este año y, en algunos casos, por los ocurridos en años anteriores. Es obvio que aún con el multibillonario presupuesto federal no hay ni habrá suficientes recursos para atender necesidades que bien se pudieron evitar. Bien se dice en materia de salud que más vale prevenir que curar.
La recurrente acción pública paliativa seguirá ocultando la aplicación de acciones preventivas que son urgentes tomar. Desde la instancia publica, con simples disposiciones administrativas es posible detener el crecimiento del riesgo de “desastres naturales” en el que el país está metido. No permitir más asentamientos humanos en zonas de riesgo, asegurar la ubicación adecuada y calidad de la infraestructura urbana y de comunicaciones, reparar y dar mantenimiento adecuado a escuelas y hospitales, asegurar mínimos de protección civil en la provisión de servicios de carácter público, aún brindados por el sector público, sería un buen inicio de un cambio en la política mexicana en materia de “desastres naturales”.
Sin embargo normas sin penalización son buenos deseos. Por ello contravenir normas administrativas y de regulación, de manera directa e indirecta, en materia de “desastres naturales” deberían tener una correlativa penalización privada y pública. Privada en términos de los perjuicios ocasionados a terceros, por ejemplo a los dueños de casas habitación, y pública en lo concerniente a los daños generados al erario público. En los hechos esta penalización y su naturaleza parecen estar ausentes, ante el regocijo de funcionarios y empleados públicos, como de ciertos miembros del sector privado.
Indiscutiblemente, ello no implica desatender la emergencia aún vigente en varios estados y municipios. Como tampoco significa el dejar de tomar medidas correctivas que demanda la ubicación actual de asentamientos humanos, obras públicas y servicios sociales de diversos tipos, como guarderías, jardines de niños. Bajo estas consideraciones, algunas experiencias del pasado inmediato pueden ser útiles. Chiapas constituye un claro ejemplo en el que la reconstrucción y reubicación de poblados permitiría atender daños, pero también prevenir futuros “desastres naturales”.
Ingenuo sería no considerar que en la forja de los “desastres naturales” la corrupción pública y privada parezca haber desempeñado un papel creciente. Sólo ello explicaría el porqué las consecuencias y costos de los “desastres” se ha incrementado, aún cuando buena parte de los fenómenos naturales hayan sido de menor intensidad que en el pasado. Dicho de otra manera, todo deja indicar que a menor riesgo del fenómeno natural se ha observado un mayor impacto del desastre natural.
Independientemente del creciente costo de los “desastres naturales”, que no de los fenómenos naturales, es públicamente reconocido que en los pasados doce años el gasto público para atenderlos ha crecido, pero también que los recursos han sido insuficientes. De igual manera, que en algunos casos el impacto económico de los “desastres” ha sido devastador, como sucedió en Tabasco con la inundación de 2007, al provocar una pérdida de alrededor del 25% del Producto Interno Estatal (PIE), tal como lo documento la CEPAL (Comisión Económica para América Latina de Naciones Unidas.
Ante esta realidad económica y financiera, las exiguas finanzas públicas nacionales pueden verse en el corto plazo gravemente afectadas si no se pone en marcha un programa resolutivo y preventivo sobre “desastres naturales”. Ello implica desde aceptar la responsabilidad de la acción humana en el tránsito del fenómeno natural al desastre natural, el rol que puede jugar la acción gubernamental, así como en el hecho que desde las instancias administrativas y de regulación mucho se puede hacer en materia de prevención.
En este último caso, sorprende que alrededor de 20 países africanos hayan prohibido el uso de las bolsas de plásticos, con la finalidad de evitar la contaminación, el taponamiento de desagües y coladeras, pero especialmente la mortandad del ganado, que al ingerir el polietileno les genera afectaciones digestivas. Comprensiblemente, pedir que México aplique medidas de esta naturaleza es casi imposible; los intereses privados y los correlativos públicos podrían explicar esta realidad.