Dos instrumentos de alto impacto contra la desigualdad

Sin duda, una de las principales banderas y prioridades del próximo sexenio en México tendrá que ser la disminución de la pobreza y la aguda desigualdad social que marca al México actual, quizás el mayor lastre histórico para el desarrollo económico y la cohesión social de nuestro país.

Destacan dos líneas de acción de alto impacto contra la pobreza y la desigualdad, que está en nuestras manos, como nación, impulsar y completar en el sexenio.

Por un lado, una reforma integral a nuestro sistema de seguridad social, que establezca las bases del Estado de bienestar para el México del siglo XXI: un enfoque universal que garantice derechos y servicios de salud y previsión básicos, cobertura de riesgos y piso mínimo de bienestar para todos los mexicanos.

Por otra parte, una visión de largo plazo y un plan integral para el desarrollo sostenido, sustentable e incluyente del sur y el sureste del país, con una serie de políticas públicas focalizadas e inversiones a la altura en infraestructura y capital humano. Lo necesario para su integración productiva con las regiones del país más desarrolladas y con el mundo; que dinamice la generación de empleos, oportunidades y servicios educativos y sociales para realmente abatir la pobreza.

Hay muchas otras acciones que no deben descuidarse, pero estas dos prioridades pueden arrojar resultados contundentes, tangibles y perdurables para cambiar la realidad del país.

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Clínica del IMSS, Zacatecas (Foto: Notimex).

Hacia un nuevo modelo de Estado de bienestar

Para disminuir de forma sustentable las desigualdades sociales se requieren oportunidades y empleos que den pie a la movilidad social, lo que depende de lograr un mayor crecimiento económico. Sin embargo, éste no basta porque, de entrada, existen rezagos y desventajas que hacen que muchas personas en situación de pobreza o exclusión no puedan aprovechar plenamente las oportunidades que surjan y progresen.

Se requiere de pisos mínimos de desarrollo humano, lo que implica la capacidad de todos los ciudadanos para ejercer los derechos básicos y estar cubiertos en sus necesidades fundamentales y protección: enfermedad, muerte, invalidez, desempleo y vejez.

En este terreno, hoy se yuxtaponen la necesidad y la oportunidad, ante un sistema de seguridad social que resulta insostenible en el mediano y largo plazos: atomizado en cientos de programas federales y estatales no contributivos, como las pensiones para adultos mayores o el Seguro Popular, con los esquemas contributivos, como el IMSS, el SAR o el ISSSTE a nivel federal, junto con los sistemas de previsión para trabajadores de los estados y de otras instituciones.

Esta estructura hoy es, a todas luces, incapaz de cubrir a todos los trabajadores contra los diversos riesgos, y al mismo tiempo altamente precaria en su financiamiento, debido a los altos niveles de informalidad en que se encuentra un alto porcentaje de la población ocupada.

El esquema actual, además, no promueve la inversión, ni la generación de empleos, la productividad, el crecimiento y la multiplicación de las empresas, en especial de las pequeñas y medianas empresas. Como ha expuesto Santiago Levy, quien ha estudiado durante muchos años la problemática, a 75 años de que se aprobara la Ley del Seguro Social para cumplir la promesa del Presidente Manual Ávila Camacho de dar cobertura universal a los mexicanos ante la adversidad, sólo se cubre a 31.6% de los trabajadores, de acuerdo con datos de la Organización Internacional del Trabajo.

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Foto: http://ipuntocom.mx

Los programas sociales de gobiernos estatales y de la administración federal, financiados con el erario, se han encargado de una parte del déficit, pero a fin de cuentas incentivan la informalidad, afectando la sustentabilidad de los sistemas contributivos e, indirectamente, la productividad y el crecimiento de la planta productiva.

Es momento de ir por un nuevo modelo de seguridad social, acorde a los retos del México de hoy, que cubra a toda la población y sea sostenible. Que propicie la inversión, el empleo y el desarrollo económico. Desde luego, para ello hay que contemplar una concomitante reforma hacendaria, que incluya una reingeniería para lograr un gasto público más eficiente y transparente.

Lo primero es abrir las puertas para debatir seriamente propuestas como las que ha promovido el propio Santiago Levy y otros, para dar con una fórmula adecuada. Por ejemplo, cobertura universal básica de salud y de parte de las pensiones de retiro, muerte e invalidez, financiada con recursos públicos etiquetados y concentrando los diversos programas actuales; seguro de desempleo moderno, que remplace el sistema de indemnizaciones; tender hacia el aseguramiento de una renta o ingreso básico para la población en extrema pobreza, cuyo costo se iría reduciendo en la medida que haya movilidad social y crecimiento.

Un impulso histórico al Sur-Sureste

Como ha señalado el especialista en desigualdad, Gerardo Esquivel, economista e investigador del Colegio de México y quien se integrará al equipo del próximo Gobierno Federal, cualquier estrategia exitosa de combate a la pobreza en México pasa, necesariamente, por un programa de carácter eminentemente regional.

Más claro: No será posible abatir significativamente la pobreza en el país si antes no se logra promover el crecimiento y el desarrollo económico en la zona sur-sureste, ‒señala‒.

Las razones son nítidas: en el presente sexenio, mientras que los estados del norte y del bajío crecieron 3.4% en promedio anual, en el sur lo hicieron al 1.5 por ciento. En Chiapas y Oaxaca por hora trabajada se generan 77 y 79 pesos respectivamente, mientras que el dato para en Nuevo León es de 265 pesos y el de la Ciudad de México, 349 pesos.

Además de pisos mínimos de bienestar, educación, salud y protección, que hay que asegurar con la política social, se necesitan inversiones y condiciones para elevar de manera sostenida el empleo y la productividad, con la consiguiente movilidad social.

Hay que concentrar inversión y estímulos en actividades en las que existen vocaciones productivas con ventajas competitivas claras. Por ejemplo, las Zonas Económicas Especiales son un instrumento fundamental en este sentido, para potencializar sinergias y círculos virtuosos con las inversiones y políticas públicas planeadas para la región.

Puede redondearse una agenda de avanzada para detonar realmente el crecimiento y el desarrollo en esta parte de México, con lo que ganará el país en su conjunto, lo mismo en crecimiento a través de un mercado interno más vasto, que de integración productiva.

Las oportunidades son claras. En consonancia con las Zonas Económicas Especiales de Coatzacoalcos, Veracruz, y Salina Cruz (Oaxaca), la consolidación de una conexión multimodal de clase mundial en el Istmo, para afianzar su competitividad como puente logístico y para los encadenamientos productivos continentales y entre las cuencas del Atlántico y el Pacífico. Paralelamente, debemos apuntalar la red de 16 puertos con que se cuenta y relanzar el cabotaje a nivel nacional y con los países vecinos, lo que requiere también de una actualización de la legislación en la materia.

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Coatzacoalcos, Veracruz (Foto: www.miescape.mx).

Necesitamos fijar como prioridad, con objetivos viables, pero ambiciosos, un amplio proceso de gasificación, con la infraestructura requerida, en particular en el sur-sureste: ductos e instalaciones de almacenamiento y distribución que permitan la industrialización, el desarrollo de los servicios y el crecimiento de áreas como el turismo.

Asimismo, es tiempo de consolidar la interconexión de cuatro ramales ferroviarios claves para esta región: el propio transístmico, el de Veracruz-Golfo, el enlace con Estados Unidos y el necesario tren Chiapas-Mayab, como una pieza fundamental de valor agregado en el campo turístico y de integración regional. Todo ello, complementado con una fuerte inversión en caminos, carreteras y autopistas que permitan reducir costos y dar salida a la producción agropecuaria local.

Se abre una coyuntura favorable; oportunidad concreta para dar pasos definitorios en esta gran deuda que tenemos como nación: erradicar la pobreza extrema, disminuir significativamente la pobreza en general y sentar bases firmes para acortar las dramáticas brechas socioeconómicas que dividen a los mexicanos.

Además del amplio mandato democrático otorgado para avanzar en ese sentido, se cuenta con alternativas de gran proyección para hacerlo.

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