El beso de la Tosca

Esa tarde no debía haber estado en el Palacio de Bellas Artes. Tenía una reunión con los miembros de la revista en Coyoacán y no me daba tiempo para cubrir ambos compromisos. No obstante, quiso el destino que los jefes del güero no se fueran a Valle de Bravo en esa ocasión, por lo que tuvimos que cambiar de sede y hora. Nos reuniríamos a la 1:00 p.m. en casa de Toñito y, tras leer los textos  para el siguiente número y proponer algunos cambios, nos quedaríamos a comer, para luego echarnos unos tragos quien quisiera. Sin embargo, esa tarde la cosa sería suave, ya que al día siguiente había que trabajar e ir a clase. El caso es que nuestro nuevo punto de encuentro estaba en un sitio estratégico; a unos cuantos pasos del Monumento a la Revolución y a dos paradas de metro de la ópera. Además, la representación iniciaba a las 5:00 p.m., por lo que, tras comer y echarme una cuba, emprendería mis pasos para reunirme con mi novia. Por supuesto, el plan teórico se fue al garete por la impuntualidad de mis compañeros. El más tempranero llegó a la 1:00 y media, y no fue sino hasta las 2:00 que tuvimos quórum. Incluso, Alma, que se presentó a las 2:15, dijo sorprendida “¡Ay!, qué pronto llegaron todos”, pues creía que el encuentro era a las dos de la tarde. 

No fue sino hasta las cuatro y media que terminamos de leer los textos. Rechacé quedarme a comer y salí corriendo en busca de un taxi que surgió rodeado de en medio de dos peseras, como profeta divino abriendo las aguas del mar Rojo. A la chingada, ya no había comido ni chupado. Ésas eran las vicisitudes del noviazgo y del buen gusto musical. Al final de la obra me tomaría algo en la cafetería. Como el viernes anterior había cobrado la quincena, me sentía poderoso, aunque sabía que a finales de mes tendría que ajustarme el cinturón cuando no vendía algunos tomos de la casa de mis abuelos a algún librero de viejo. Una vez que ellos habían vuelto a La Paz, me había quedado solo en el “depa” y dueño de todo lo que hubiera dentro, que no era mucho. Diana y yo nos encontramos a la entrada del Palacio de correos, como solíamos hacer siempre para evitar el bullicio en Bellas Artes.

palacio de bellas artes
Imagen: Thomas Kelner.

La obra avanzó sin pena ni gloria hasta el momento en que Cavaradossi recibe la confirmación de su sentencia de muerte en carta debidamente sellada. Mis tripas empezaban a rugir, pero tenía que aguantar el tipo y simular interés. En algún momento, se me escapó un bostezo, pero estoy seguro de que ella no se percató. Imitando a Plácido Domingo en la grabación hecha en Sant Angelo; mejor que la interpretación actoral de Pavarotti que parecía haber visto la derrota de su equipo de futbol al recibir la noticia, el tenor avanzó unos pasos absorto en el único pensamiento de su cercana muerte. Se podía leer en su cara su consternación ante la cercanía de su ejecución, así como cierta incredulidad. Empezó a sonar entonces esa melodía dulce y triste en la que el protagonista recuerda cómo conoció a su amada.

Cuando se aprestaba el tenor a cantar la famosa aria E lucevan le stelle, la tierra empezó a temblar. Diana y yo nos encontrábamos en el gallinero. Era lo más que nos podíamos permitir. En aquel entonces éramos estudiantes pobres y gracias al carnet de maestra de la tía de mi antigua novia podíamos ir un par de domingos al mes a la ópera. Ambos supimos, desde el primer momento, que nunca llegaríamos a salir en caso de derrumbamiento. Por eso, a diferencia de los espectadores histéricos que corrieron a las escaleras, en un absurdo intento de bajar 5 pisos en 30 segundos, nosotros nos quedamos sentados oyendo el lamento de Cavaradossi. Quizá la única forma en que supimos comunicarnos en ese momento fue dándonos la mano e intercambiando un beso de amor y miedo. Nunca me sentí más unido a ella. Nos habíamos quedado tan solos que, por un momento, vislumbré la idea de hacer nuestro contacto más íntimo. Iba empezar mi ataque, cuando ella me dijo sorprendida:

—Escucha. Siguen tocando.

Tosca, Opera

Eso fue lo que más nos impresionó aquella tarde dominical. Pese al temblor y el movimiento de los espectadores, la orquesta siguió tocando. Y, no sólo la orquesta. En ese momento, Cavaradossi entonaba emocionado “l’ora è fuggita e io muoio disperato”.

Finalmente, el movimiento telúrico cesó, al tiempo que el tenor exhalaba con la voz desgarrada su “nunca he amado tanto a la vida”. Cuando terminó la representación, los espectadores que nos habíamos quedado aplaudimos a rabiar. La emoción era tal que saltábamos pidiendo un bis. Fue entonces que ocurrió lo inesperado. Un foco de la iluminación se cayó yendo a dar directamente a la cabeza del tenor. Ante tal conmoción fuimos inmediatamente desalojados. Mientras íbamos hacia fuera, le dije a Diana: “Al final sí lucieron las estrellas para Cavaradossi, pero no como él pensaba”. No sé si fue el chiste de mal gusto, mi bostezo o la impresión que le produjo a ella saber que el cantante había muerto esa misma tarde. El caso es que, al día siguiente, cuando la telefoneé para quedar, Diana me dijo que habíamos terminado y hasta el día de hoy la echo de menos. 


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