El nuevo final del laissez-faire (Segunda parte)

La Gran Depresión, como se le identifica a la crisis económica global de fines de la década de 1920´s, terminó por cuestionar y casi por sepultar el dogma político-económico del laissez faire (dejar hacer); complementado con el laissez passer (dejar pasar) Sin embargo, el dogma sutilmente emergió de nuevo y se hizo manifiesto desde los 1970´s, en una situación en que las acciones públicas para el crecimiento económico y el bienestar eran aprobadas por la sociedad.  Hoy, ante la crisis económica y financiera internacional, bautizada como la Gran Recesión, el dogma del laissez faire enfrenta un nuevo fin.  Ello, después de que en el último cuarto del siglo pasado e inicios de esta centuria tal dogma se tornó en un programa político asociado a la globalización económica.

Después de la crisis del 29, los problemas económicos comenzaron a ser tratados con una visión de mayor activismo del estado, tal como sucedió en los países escandinavos, Estados Unidos y Alemania.  Posteriormente, y casi a escala global, la humanidad habría de enfrentar la Segunda Guerra Mundial para abatir el extremismo político alemán, que por las viejas y clásicas ideas económicas se habían producido altos índices de desempleo y pobreza.  Por ello, al término de la guerra, las nuevas ideas económicas orientadas a incrementar la demanda por la vía del gasto público encontraron un campo fértil, específicamente por la reconstrucción de los destrozos producidos por la conflagración armada.

Las acciones de intervención económica se acompañaron con un largo periodo de crecimiento y bienestar a nivel mundial, que llegó hasta el inicio de los 1970´s.  En casi todo este periodo prevalecieron las ideas de John M. Keynes relativas a la necesidad de atemperar los periodos de recesión económica, particularmente en los países industrializados, con un mayor gasto público.  Pero también se aplicaron tales políticas de gasto en países en desarrollo que no enfrentaban falta de demanda, sino falta de capacidad productiva. En estos casos en muchos países se generaron presiones inflacionarias, un elevado déficit del gasto público y devaluaciones, pero los desbalances presupuestarios y en balanza de pagos fueron manejables, por los acuerdos de Bretton Woods convenidos al término de la guerra.

Estos acuerdos permitían la aplicación de mecanismos de estabilización, que descansaban relevantemente en el Fondo Monetario Internacional (FMI), que Keynes había ayudado a diseñar junto con el Banco Mundial, como pilares para evitar una nueva depresión económica.  Dentro de los mecanismos de estabilización, la convertibilidad fija del dólar con respecto al oro permitía el ajuste rápido de los tipos de cambios.  El patrón dólar como referencia para las monedas prevaleció hasta 1971, cuando el gobierno estadounidense decidió dejar flotar su moneda frente al oro, cancelándose con ello la mayor deuda pública de la historia capitalista.  Ya para entonces las viejas ideas económicas en contra de la intervención activa del estado en la economía habían resurgido, en el contexto de las dificultades económicas estadounidenses.

El resurgimiento del ideal del laissez faire se dio en un entorno de amplio crecimiento y desarrollo.  La boyante realidad económica hizo creer que con una menor intervención del estado era posible alcanzar aún mejores resultados económicos a los logrados y con ello atender los problemas de pobreza y marginación, que eran innegables aún en los Estados Unidos.  Esta visión generó una confrontación ideológica, entre el obligar que el estado asumiera más responsabilidades públicas frente a qué se privilegiaran los intereses individuales.

En este tenor, con la cancelación del llamado patrón dólar-oro, se desató un vaivén interminable de las monedas, por lo que los desequilibrios económicos internacionales se tornaron en una constante de las relaciones entre los países ricos y pobres, situación desfavorable que se fue extendiendo aún entre los propios países desarrollados.  Así, se llegó al extremo de que el Reino Unido (UK, en sus siglas en inglés) fuera intervenido por el FMI para estabilizar su situación de desbalances.

Ya para fines de la década de los 70’s, la inflación y el desempleo comenzaron a descollar en casi todo el mundo, pero representativamente más en los Estados Unidos.  Los dos fenómenos no se habían visto converger previamente.  Por lo que la teoría económica prevaleciente parecía no tener respuesta a tal fenómeno.  Con ello se enfatizó políticamente que la intervención del estado en la operación de la economía generaba adversos resultados.  Este alegato que comenzó como una conjetura científica relativa al rol de la moneda en la reactivación económica y, por ende, del impacto del gasto público sobre la inflación, no reconoció que burdamente la visión Keynesiana partía de supuestos importantes.

Para atender la recesión económica que era una anomalía generada por la falta de demanda, se asumía que podría ser paliada por el gasto del gobierno, considerando: que no existía una libre movilidad del capital entre los países y que relativamente se tenían tipos de cambios fijos o rápidamente ajustables.  Pero en la realidad ello no acontecía así.  De esta manera, el keynesianismo, teóricamente ya capturado por la llamada síntesis neoclásica era, en efecto, impertinente, por lo que debería ser recreado y adaptado a la nueva realidad.  Pero ello no significaba que la limitada intervención del estado en la economía debería llevar necesariamente al laissez faire idealizado por hombres de negocios y ciertos políticos.

La conjetura monetarista que arremetió contra la visión prevaleciente dio paso a lo que después se estimaría como el alfa y el omega de un nuevo modelo económico sostenido con la emblemática “Economía Positiva”, cuyo primario autor fue Milton Friedman, de la escuela de Chicago.  Para la construcción y desarrollo de la economía positiva, que partía del supuesto del homo economicus e implícitamente de la recurrencia ordenada de los fenómenos económico, se partió de la aseveración de que no importaba que tan válidos fueran los supuestos, sino que lo importante era que permitieran predecir fenómenos económicos aún no conocidos¡!¡!¡!.

Tal posicionamiento se invalidaba per se, dado que como imperativo negaba todo viso de relación de la teoría económica con la realidad.  Con ello era imposible entender cómo operaba la economía y por que producía los resultados que generaba, tal comoRonald Coase, otro maestro de la propia Universidad de Chicago e igualmente Nobel de Economía como Friedman, se atrevería a decir años más tarde al invalidar el supuesto sustento científico de la economía positiva.  Como todo cambio de ideas, estás se convirtieron poco a poco, partir de fines de los 70’s del siglo pasado, en la razón y fundamento de una clara acción política; identificada con el Presidente Reagan, comoreaganismo en USA, y Margaret Thatcher, como el thatcherismo en UK.

En una primera etapa, la reforma económica emprendida se caracterizó por la privatización de las empresas públicas, con el resultado inmediato de una menor intervención del estado en la economía.  A la par, se aplicó una creciente desregulación económica y financiera; no exenta de costosos resultados fiscales en casi todo del mundo.  En una segunda etapa, con el nuevo laissez faire al hombro, se dio a conocer en 1989 el llamado “Consenso de Washington” cuyas políticas buscaron acelerar la globalización y transitar hacia los ámbitos del bienestar social vía la “Disciplina presupuestaria (los presupuestos públicos no pueden tener déficit)”, el “Reordenamiento de las prioridades del gasto público (el gasto público debe concentrarse donde sea más rentable)” y la “Reforma Impositiva” (ampliar las bases de los impuestos y reducir los más altos)”.

En todo este devenir de acción política a escala mundial, el FMI, al tiempo que manifestaba su incompetencia, comenzó a engendrar críticas desde sus altos funcionarios, como fue el caso de Joseph Stiglitz, Nobel de Economía 2002, en relación de la pertinencia de sus recetas y la potencial crisis que esta engendraban.  Lo que ha seguido es la historia inmediata, por casi todos sabida y por pocos entendida, que ha llevado a la aceptación de que el laissezfaire es el ideal político de los intereses particulares, sin importar el afectar el interés público.  De igual forma, que los mercados no operan eficientemente per se, como que siempre se ha sabido; y que los circuitos e instrumentos financieros ampliaron la magnitud de la crisis y su velocidad de propagación.  También, así, ha sido reconocido que la falta de demanda no ha podido ser paliada a pesar de la enorme inyección de recursos públicos, al no considerar el rol y la conducta de los intermediarios financieros globales.

En estas circunstancias, Paul Krugman, otro Nobel de Economía, ha enfatizado, frente a los monetaristas de Chicago, que la visión keynesiana es aún relativamente pertinente para explicar la crisis y también para atenderla.  Sin embargo, los economistas, en las horas actuales, siguen sin regresar a lo básico, que es entender que las teorías son conjeturas y que, en la visión de Karl Popper, científico de la ciencia, no son falsas ni verdaderas, sino que tienen pertinencia y aplicabilidad a partir del contexto específico en el que emergen.

En la evolución económica del último cuarto del siglo pasado, partidos de derecha, como de izquierda asumieron casi el mismo decálogo económico.  Los conservadores aceleraron las medidas pro-mercados desregulados, privatizando hasta los servicios públicos más elementales.  La social democracia puso al día una visión modernista sobre la auto-regulación del mercado, perdiendo su enfoque esencial del bienestar social y acabando por asumir en muchos casos la factura de la crisis actual.

Como en un regreso de los tiempos, la crisis inició sus clamores en los países ricos, como había sucedido en la Gran Depresión, de 1929.  No sin antes haber ya presentados variadas inconformidades en diversas partes del mundo.  Ello sucedió en un ambiente en el que los políticos asumieron que los ciclos económicos eran cosa del pasado remoto, tal como los economistas les hicieron creer.  Tales afanes les permitieron a los economistas nuevos privilegios autonómicos, como la independencia del banco central, los institutos de fiscalización, de competencia económica, entre otros estancos de poder, creados y operando al margen de los poderes democrática y constitucionalmente instituidos.  La máxima era que para que la economía funcionara y funcionara bien, la política le debería ser ajena.  Pero la necia realidad ha terminado por obligar a que desde la política y las nuevas ideas económicas se aborden la resolución de la crisis actual.

La realidad económica es diferente a la del inicio y fin del siglo pasado, como también puede ser diferente a la que nos imaginamos.  Estamos ciertos que no deseamos regresar a la etapa de los excesos económicos individualistas, como ciertos estamos que el estado tiene el primer mandato para atender la crisis que afecta a millones y millones de ciudadanos.  Más allá del dogma del laissez faire, hay en ciernes nuevas ideas económicas, para nuevos tiempos y realidades.  Ideas que, sin duda, terminarán por recoger la tradición científica de diversas corrientes económicas.

Sin duda, el capitalismo contemporáneo necesita una nueva teoría general para el contexto estructural actual, que con supuestos realistas permita explicar por qué acontece lo que acontece y cómo se podría establecer una adecuada gobernanza que evite los desbalances e inequidades económicas que campean en este segundo decenio del nuevo siglo.  Ante la magnitud de los problemas actuales tal tarea no es imposible.  Pero ello sólo es factible con una visión reflexiva sobre las convenciones científicas prevalecientes y viendo la realidad mucho más allá del dogma con el que seguimos definiendo la acción pública.  Ya habrá tiempo  Ya habrá tiempo para cavilar sobre nuestros errores, cuyas consecuencias han sumido a tantos en la desesperanza.

 

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