El Rey Chéjov (parte 2)

En el teatro no existen casualidades. Estoy convencido que en escena todo está, existe y funciona por alguna razón superior a nosotros; no quiero caer en fanatismos religiosos, ni mucho menos en supersticiones, sólo recuerdo de dónde surge el fenómeno teatral: del rito.

Antes de cualquier otra definición, hacer teatro es hacer un ritual con individuos deseosos de descubrir una realidad más fascinante, más trascendente, más humana. Y en el ritual todo se hace con algún propósito.

Cuando el actor interpreta un personaje frente al público no existen casualidades.

Ese actor es el más indicado para el papel, ese papel es el más adecuado para contar una historia, esa historia es la más necesaria para el público. La semana pasada había hablado de “Afterplay.

Secuelas chejovianas”, un espectáculo para celebrar la figura de Anton Chéjov con la particular mirada mexicana; un homenaje a su producción literaria desde los dos géneros que había manejado a la perfección: la pieza y la comedia.

Esta semana hablaré de “Tío Vania“, un montaje íntegro de una de las obras más célebres de este autor. No estaba seguro si era prudente hablar de dos obras de Chéjov de forma seguida en esta columna, pero no creo en las casualidades, y ver este título junto con “Afterplay.

Secuelas chejovianas” en la cartelera mexicana es, antes que cualquier otro juicio, un triunfo en el teatro de México y, por otro lado, un fenómeno digno de analizar.

Ambos proyectos están cobijados por la UNAM y, más allá de los últimos estirones de la política sexenal, la decisión obedece, en un sentido más amplio, a una catarsis social.

Chéjov en “Tío Vania” cuenta la vida de una familia unida por expectativas que nunca sucederán; el estancamiento personal se provoca por la monotonía y pérdida de sentido; el amor es un espejismo en medio de la asfixiante vida cotidiana.

México tiene expectativas, pérdidas y asfixia en varios sentidos.

No existen casualidades.

La dirección corre a cargo de David Olguín, un dramaturgo y director experimentado para conducir esta empresa de magnitudes colosales; su propuesta es abordar el texto desde la cercanía cotidiana de México.

Eligió la traducción de Ludwik Margules, director sobresaliente en la historia del teatro mexicano, que concentra esta cotidianidad en un lenguaje claro, sencillo y sin tantas figuras retóricas de la obra original.

Como en la mayoría de los montajes de Olguín, y en sintonía con “Tío Vania“, se retrata a nivel plástico y actoral una decadencia exótica, realidades que dejaron de ser opulentas, brillantes, para degradarse poco a poco a recuerdos de lo maravillosa que alguna vez fue.

El vestuario se parece más a cualquier harapo de basurero a diseños propios de la época donde Chéjov escribió su texto, a finales del siglo XIX; la escenografía se plantea desde paredes maltratadas por el tiempo, descoloridas, descuidadas ante las vicisitudes de una casa; la corporalidad de cada uno de los actores construye un cansancio por seguir viviendo pero, irónicamente, también un estado alerta por aquella circunstancia que haga desaparecer el letargo donde despiertan, comen y duermen.

Uno de los grandes aciertos del espectáculo es la reproducción sensorial de espacios abiertos y cerrados; a nivel de tazo escénico está delimitado donde la acción se desarrolla a puertas cerradas y donde en plena naturaleza; no obstante, el verdadero trabajo se encuentra en los actores, porque construyen en sus cuerpos sensaciones claras para el espectador que deduce como señales de temperatura y atmósferas.

La iluminación acentúa el trabajo sensorial del actor en una forma justa; sus colores están trabajados con base en tonalidades de la luz producidas en otoño e invierno.

Cabe destacar un momento de la obra donde todo se ilumina con velas encendidas; aparte de su complicada exigencia técnica, el ambiente de sombras y oscuridad se caracteriza por una enorme intimidad de los personajes; es aquí donde no hay dudas sobre sus motivaciones y necesidades.

Se plantea una actoralidad más explosiva que en otros montajes de “Tío Vania“; con menos pausas dramáticas y estrepitosa velocidad al momento de decir los parlamentos; la decisión toma fuerza cuando el público tiene a centímetros la presencia del actor y no puede eludir la acción dramática. Hay un cuidadoso trabajo del texto para darle sentido formal y retórico a cada una de las líneas.

La construcción de personajes es detallada en cuanto a la forma y el fondo para incidir en la complejidad propuesta por Chéjov.

Es necesario apuntar el trabajo colosal de Arturo Ríos y Laura Almela; Ríos como Tío Vania le imprime las contradicciones necesarias, al cuerpo y a la construcción de personaje, para hacerlo más interesante frente al público.

Laura Almela al ser Elena, objetivo amoroso de Vania, da cátedra de actuación cada minuto; no hay personaje que se le resista ante su disciplina, rigor y compromiso. Almela conmueve en cada parlamento, mueve a seguir viéndola.

No creo en las coincidencias. “Tío Vania” abre sus puertas para una sociedad que necesita un montaje de este fondo discursivo. Los teatreros mexicanos visitan a Chéjov en un momento complicado para el país desde el ámbito político hasta el social; para que nos enseñe a seguir viviendo a pesar de la adversidad; a través de la oscuridad de sus personajes nos invita a seguir por caminos donde la luz nunca desaparece.

“Tío Vania”
De: Antón Chéjov
Dirección: David Olguín
Traducción: Ludwik Margules
Foro Sor Juan Inés de la Cruz (Insurgentes Sur 3000, Centro Cultural Universitario)
Jueves 20:00 hrs., viernes 20:00 hrs., sábado 19:00 hrs. y domingo 18:00 hrs. 

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