Fusiones y confusiones digitales, ir al futuro en automóvil

Tres años tardaron en darse cuenta. Sucede. Más frecuentemente de lo que uno pensaría. Elementos que pasan desapercibidos, cobran de pronto relevancia inusitada.

Todo cambia entonces. Lo que antes era una señal mínima, acaso incidental, se torna en una pieza central del entramado. Y de ahí para delante.

Entre 1962, año de la primera entrega, y 1965, en que se estrenó la tercera película de la saga, los autos de James Bond eran, por decirlo así, una parte más entre muchas.

Ni el razonablemente sencillo Sunbeam Alpine MkV de 1961, que aparece en “007 contra el Dr. No”, ni tampoco el resabio de aristocracia que significaba el Bentley 4.5 Sport Tourer, que se mira en “Desde Rusia con amor”, estaban pensados para ocupar un lugar central en el imaginario de los espectadores de la época.

Y si bien para el año siguiente, 1964, “Goldfinger” presentaría, gracias a un auto con aditamentos especiales, un adelanto de lo que en la siguiente entrega sería el vuelco definitivo.

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Imagen: Taringa.

Es a partir de 1965, que nada volvió a ser igual. Los autos de Bond marcarían cada una de sus cintas. Defensas que se extendían, navajas que salían de las tuercas de las ruedas, ametralladoras escondidas.

A partir de “Thunderball”, los autos de 007 significarían, además, en el imaginario del gran público, muestras fehacientes de los portentos de la tecnología, los aditamentos, puesta al servicio de la tecnología (el automóvil en sí), puesto al servicio del bien (Bond).

Es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano, escribe Roland Barthes, unos años antes de que comenzaran a aparecer las películas de Bond.

Con una preclara idea del lugar icónico que el automóvil tendría para el espíritu moderno del siglo XX, asevera Barthes en su Mitologías: “Todo ensueño, toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lugar las piernas…por el automóvil”.

Máquina entre las máquinas, el automóvil reaparece —es un decir, nunca se ha ido— desde la modernidad hasta el siglo digital, el nuestro, con una promesa que, siguiendo la metáfora de Barthes, promete ahora ya no sólo suprimir las piernas, sino brazos y manos, también.

Vehículos autónomos los llama la nueva era. Coches que no requieren de conductor. O liberan a este, se apunta, de la molesta tarea de ir concentrando, tener alguna destreza o conocimiento de las reglas básicas de tránsito.

automovil tesla
Imagen: Tesla.

De los autos eléctricos, ambientalmente amigables, cuya multiplicación exponencial puede darse por un hecho a consumarse en menos de una década, a los vehículos autónomos, hay sin embargo un salto cualitativo adicional.

No se trata sólo de un asunto que concierna a la muy poderosa aún y globalmente omnipresente industria automotriz y sus interminables reacomodos y fusiones, lo que hoy está en juego representa más que la simple entrada de nuevos jugadores.

Ya de algún modo, o muchos, el perfil poco convencional de las apuestas de Elon Musk y sus incursiones inusitadas, lo mismo en patrocinar viajes al espacio que en comprar miles de millones en bitcoins, había removido la representación del “fabricante de automóviles”.

¿Cómo será el coche del futuro?, se preguntaba hace poco Marc Hijink. Pregunta que bien podría invertirse, ¿Cuál es futuro del coche?, para seguir el curso de lo que plantea este conocido analista de tecnologías neerlandés.

Entre juego, y no, Hijink lanza: “¿Será un iPhone sobre ruedas?”, escribe a propósito de los rumores de negociaciones entre Apple y la coreana Hynduai, para completar la chanza cuestionando: “¿O será que podremos pagar nuestro Tesla autónomo con bitcoins?”.

El sólo dato de que para 2030, la industria automotriz gastará 221 mil millones de dólares, el doble de lo que gastó en 2018, sólo en chips para sus unidades, da una idea clara de la manera en que se halla entrelazada la producción de automóviles y el sector tecnológico digital.

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Imagen: Shutterstock.

Pantallas táctiles, sensores, softwares, los multicitados chips o semiconductores, constituyen hoy el núcleo central de aquello que alguna vez entendimos como una máquina movida por un motor de combustión interna.

No está claro si Apple finalmente concretara su I-Car o no. Pero de lo que no cabe duda, es que el emporio fundado por Jobs está más cerca de lanzar un auto que Ford un teléfono inteligente.

Resulta por demás curioso recordar, en ese sentido, que de los muchos implementos que se idearon para aquel legendario Aston Martin DB5 1964 que Sean Connery, inigualable James Bond, conducía en “Thunderball”, pocos funcionaban realmente.

Lo importante entonces, empero, no era que, por ejemplo, el dispositivo de rastreo, ancestro de nuestros geolocalizadores actuales, funcionase, sino la idea misma de que aquello era posible.

Cuarenta años, y poco más, en 2006, Bond recupera y vuelve a manejar aquel (ahora) viejo DB5 en “Casino Royale”. Es el futuro reinventando al pasado. O, si se prefiere, el pasado llegando al futuro en automóvil.    

Porque ni duda cabe que los prometidos autos voladores que poblarían las décadas del siglo XXI, según los visionarios del XX, se van tornando, cada vez más, en el gadget digital más caro del mercado.

Siri maneja.


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