Hace 32 años, la Ciudad de México se fortaleció
en su tejido social irradiando al espíritu nacional;
hoy tenemos la oportunidad de hacerlo nuevamente.
El Autor.
La Ciudad de México existe desde hace 692 años, con la fundación de México-Tenochtitlán. Fue capital de la Nueva España, continuando así en el México Independiente. El Congreso creó el Distrito Federal como sede de los Poderes de la Unión en 1824.
Desde entonces, se desató un complejo debate que persiste hasta nuestros días, al haberse erigido sobre un territorio ya habitado, centro político, económico y cultural del Virreinato, a diferencia de su modelo, Washington, D.C., cuyo espacio físico estaba virgen, sobre un área pantanosa, que no significó mermas a la superficie de ninguna de las antiguas trece colonias y, por lo tanto, el posible conflicto se eliminó desde el principio, así como su administración.
Más de dos siglos después, nuestra Capital continúa en aprietos en virtud de ser la sede de los Poderes de la Unión y, a la vez, el centro neurálgico y demográfico del país. Dos órdenes de gobierno se disputan el ejercicio de la autoridad. ¿En quién recae la responsabilidad del gobierno? ¿En el Ejecutivo Federal? ¿En el Jefe de Gobierno? ¿En las jurisdicciones delegacionales o en las Alcaldías que a partir de septiembre de 2018, serán acompañadas por Concejos igualmente electos?
¿Esto lo resuelve la nueva Constitución de la Ciudad de México? La respuesta es “no”, porque persiste la dualidad al reconocer que la Ciudad de México sigue siendo la Capital y sede de los Poderes de la Unión.
En el proceso de construcción, participó un Constituyente sui generis, integrado por cien diputados: 60 electos mediante un simbólico voto popular bajo el principio de representación proporcional en una sola circunscripción (22 fueron de MORENA, 19 del PRD, 7 del PAN, 5 del PRI, 2 de Encuentro Social, 2 del PANAL, uno de Movimiento Ciudadano, uno del PVEM y un “Independiente”); 14 más, seleccionados por el Senado y otros tantos por la Cámara de Diputados, en ambos casos por mayoría calificada; 6 designados por el Presidente de la República y 6 nominados por el Jefe de Gobierno: ¿Democracia dirigida?
El texto aprobado se estructura en ocho Títulos, 14 Capítulos, 71 artículos y 39 transitorios; es tan vasto que aborda prácticamente todas las materias relacionadas con la Ciudad y su coordinación política, técnica y administrativa que inciden en el Valle de México. No es un asunto menor, sino muy difícil de asimilar y todavía más de ponerlo en marcha.
A pesar de que pretende promover una modernización integral con efectos para México y el mundo, consiste, todavía, en un cátalogo de buenas intenciones e ilusiones por cumplirse: la distancia entre el “deber ser” y el “ser” es abismal.
Acudo solamente a cuatro ejemplos:
Primero: Las facultades y alcances de las Alcaldías serán muy limitadas, pues están previstas para aumentar la gobernabilidad de la ciudad en cada circunscripción, pero carecen de instrumentos propios para impulsar el desarrollo económico y socio-urbano; su Hacienda está a expensas de la del Centro; no tienen mando en seguridad pública; en desarrollo urbano están sujetas a decisiones de planeación y prospectiva provenientes de otro nivel de gobierno; no pueden negociar relaciones laborales, entre otros aspectos. ¿Cuál autonomía? La única capacidad que se busca es la política, insuficiente para gobernar; no están diseñadas para controlar el futuro sino atender el presente.
El segundo ejemplo que explica la restricción a las Alcaldías en la toma de decisiones, es la creación del Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva, previsto para 2019, como un organismo público con autonomía técnica y de gestión dotado de personalidad jurídica y patrimonio propio, que habrá de ser un instrumento altamente tecnificado en el cual serán centralizadas las decisiones para el mañana. En los hechos, fungirá como un director de orquesta sinfónica, sin el cual no podrá funcionar el conjunto, desde la estrategia hasta los detalles. De manera que su composición deberá ser multidisciplinaria y especializada; un órgano de élite.
En tercer lugar, también se contempla un Consejo de Evaluación, que sería definitorio para la presupuestación anual, conforme a indicadores y resultados, y con la intervención social organizada; ese Consejo está aún por definirse y estará sujeto a arduas negociaciones al más alto nivel.
Además, cuarto ejemplo, está considerada la existencia de otro Consejo, el Económico, Social y Ambiental, etiquetado como un “órgano de diálogo social y concertación pública”, conformado por representantes de organizaciones de la sociedad civil, empresariales, de trabajadores y de profesionales, instituciones académicas y las Alcaldías que, entre otros asuntos, se encargará de la “justa distribución del ingreso”: ¿Y el Congreso de la Ciudad?
En añadidura, funcionarán otros séis organismos autónomos, preexistentes y nuevos: Comisión de Derechos Humanos; Fiscalía General de Justicia; Instituto de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales; Instituto Electoral; Instituto de Defensoría Pública y el Tribunal Electoral.
En síntesis, y a reserva de un estudio detallado, la ¿nueva? Ciudad de México resultará carísima, por sus entes y burocracia, no será autónoma, ni por sí misma ni por sus Alcaldías, no será auténticamente democrática por una mediatización de la ciudadanía para legitimar el Poder –vieja historia de México-. El único equilibrio del Poder Político será entre los partidos, como se colige de la participación proporcional en los Concejos de las Alcaldías.
¿Tendremos una ciudad con mayor calidad de vida? Quizá gradualmente nos vayamos acercando a ello, como nos muestra fehacientemente la respuesta frente al sismo de esta semana, pues la calidad no depende de las cosas, ni únicamente de las normas, sino fundamentalmente de las personas.