La honestidad intelectual y el IQ: Sam Harris y Charles Murray

En mi anterior artículo, critiqué a la corrección política y los incentivos que ha generado para la producción en masa de ruidosas ‘víctimas,’ ofendidas siempre, y listas a extinguir cualquier libertad de expresión. Los defensores de la libertad expresiva, enemigos declarados de estos histéricos, querrán imaginarse que el outrage culture jamás atina. Pero cuidado: a veces sí atina, porque, en su origen, la corrección política emana de preocupaciones ligadas a la tolerancia, la compasión, y la justicia. Dichas preocupaciones han sido torcidas y a menudo convertidas en su opuesto—cierto—. Y los métodos de estas ‘víctimas’ vocacionales son con frecuencia indistinguibles del buleo de extrema derecha—de acuerdo—. Pero eso no cambia que, en algunos casos, la corrección atine todavía a reprobar algo justamente reprobable. No podemos, por ende, abandonar el pensamiento crítico.

Veamos un ejemplo.

El 2 de marzo de 2017, el politólogo Charles Murray, invitado a dar una conferencia en Middlebury College, Vermont, fue objeto de una protesta estudiantil y comunitaria. Hubo violencia. Por la responsabilidad de ella, manifestantes y autoridades universitarias cruzaron acusaciones. Pero la intención de los primeros no es cuerpo de controversia: buscaban, como ellos mismos anunciaron, censurar la expresión de Murray.

Charles Murray.
Charles Murray, politólogo, sociólogo y escritor estadounidense (Fotografía: Standford politics).

¿Por qué? Porque, dicen, es racista y eugenista. En respaldo, invocan la defensa que hace Murray de los exámenes de IQ, donde la calificación promedio de los negros se aprecia relativamente baja—brecha que, según él, no podrá cerrarse con intervención alguna—. Es un argumento que ya le había granjeado harta violencia, en especial por la publicación de su controvertido libro, The Bell Curve; pero ésa fue violencia verbal que jamás supuso negarle a Murray su expresión (su libro fue bestseller). En Middlebury, se rebasó una línea.

No debe rebasarse. Plagiaré las palabras de Evelyn Beatrice Hall, quien describiera así la postura de Voltaire respecto de la libertad expresiva: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.” A lo cual añado: “Y cuando hayas podido decirlo, escribiré de mi pluma cuanto guste en tu contra.” Luego entonces, la violencia contra Murray y sus anfitriones, y la cancelación de su conferencia, son un escándalo; pero este peritaje no defiende lo afirmado por Murray.

Se confundió sobre esto, quizá, Sam Harris. Pues, allende la defensa del derecho a expresar, aboga también, en el caso Murray, por lo expresado. Para entender por qué, hay que apreciar el contexto. Y es éste: Harris, como Murray, ha sido hostigado también por esas marejadas de ‘víctimas’ alarmadas que el outrage culture moviliza a toda brecha en el lindero sagrado de la corrección política.

Murray y Harris.
Imagen: Ytimg.

Han llamado a Harris ‘racista.’ ¿Y por qué? Por denunciar el yihadismo de tantos musulmanes. Y por no dedicar el mismo tiempo aire a denunciar el supremacismo de blancos occidentales (nazis y aledaños). Esa combinación es hipocresía, acusan los indignados, y equivale a soplar en un ‘silbato de perro’ que dichos supremacistas oyen como aprobación tácita de su movimiento.

Absurdo. Harris defiende la imperativa de liberar a los musulmanes de a pie, oprimidos por la ideología islámica; si eso es ‘racismo anti musulmán,’ entonces las críticas ilustradas y liberales contra los abusos de la Iglesia fueron ‘racismo antioccidental.’ Y si Harris dedica más tiempo al yihadismo que al supremacismo blanco, eso es porque, en este momento, le parece el peligro mayor. ¿Cómo puede alguien afirmar que simpatice con nazis, pregunta él, siendo que los nazis, en la Segunda Guerra Mundial, exterminaron a la judería europea? (Harris es judío.)

Pero todas estas respuestas salen sobrando: nadie está obligado a criticar todo, cotejando con balanza el peso idéntico de cada cargo. Si una persona trabaja para combatir la trata de mujeres, ¿ya por eso indulta crímenes contra los hombres? Por favor. Si a Harris le interesa el islam, pues le interesa el islam. Tantán.


Sam Harris responde a la acusación de que cuando critica al islam está hablando sobre todos los musulmanes.

El asedio que ha sufrido Harris afecta cómo percibe a Murray. Pues Harris explica que, antes, sin saber mucho del tema, suponía que algo maloliente se cocía en la literatura del IQ. En una ocasión, de hecho, declinó participar en un libro porque supondría ser publicado al lado de Murray. Pero luego de ser injustamente atacado, Harris cree ahora ver lesa inocencia también en el caso Murray: otro mártir del combate a la corrección política. Cambia entonces su hipótesis: ¿No sería que tiene mérito lo dicho por Murray? ¿Y no le merece aquello una invitación al podcast mundialmente famoso de Harris?

Esto adquiere un sabor de victoria moral. A golpe de pecho, Harris expía de mea culpa su anterior prejuicio contra Murray. Y entre los dos se cobran, contra las huestes del outrage culture, una ‘justa venganza,’ tanto más dulce por plantarse a dos pies sobre un principio.

Pero cuidado: izar bandera y tomar partido con base en la identidad—aquí: la de ‘opositor a la corrección política’—hace a uno suponer, por prejuicio ‘patriota,’ que la corrección siempre se equivoca. Y eso traiciona el principio que Harris llama “eje rector” para toda su gestión pública: “la honestidad intelectual.” Yo apostaré a ese compromiso público con la honestidad, esperando que Harris sepa escuchar con apertura.

Veamos, entonces, cómo abre Harris su entrevista de Murray (trad. del autor):

Harris: “Muy bien, ajusten sus cinturones. Charles Murray es politólogo y autor, famoso sobre todo por coescribir The Bell Curve junto con Richard Herrnstein. Ahora bien, decir tan sólo que este libro es controvertido sería rebajarlo a rape; lo justo sería afirmar que, con toda seguridad, este libro sea el más controvertido de los últimos 50 años. El libro echa ojo al papel cada vez más importante que juega la inteligencia en las sociedades modernas, y los autores advierten que esto amenaza con partir nuestra sociedad en distintas clases cognitivas.
(…)
Pero, desgraciadamente para Murray, tenemos aquí varios tabúes concéntricos. La inteligencia humana es en sí un tema tabú. La gente no quiere escuchar que la inteligencia humana es algo real, y que algunos tienen más que otros. No quieren escuchar que los exámenes de IQ realmente la miden. No quieren escuchar que las diferencias de IQ importan, porque son altamente predictivas del éxito diferenciado en la vida. (…) La gente no quiere oír que la inteligencia de uno es debida en gran medida a sus genes, y que parece haber muy poco que podamos hacer con intervenciones ambientales para aumentar la inteligencia de una persona, inclusive en la niñez. No es que el medio ambiente no sea importante, pero los genes parecen explicar del 50% al 80% del fenómeno. La gente no quiere oír esto. Y especialmente, no quieren oír que el IQ promedio varía entre razas y etnias.
Veamos: para bien o para mal, todos estos son hechos. Y, de hecho, no hay nada en la ciencia de la psicología para lo cual haya más evidencia que estas afirmaciones: sobre el IQ, sobre la validez de su medición, sobre la importancia que tiene en el mundo real, sobre su carga genética, y sobre la variabilidad de su expresión en distintas poblaciones. Insisto: esto es lo que una revisión objetiva de décadas de investigación nos sugiere.
Desgraciadamente, la controversia sobre The Bell Curve no fue consecuencia de críticas legítimas de buena fe sobre sus principales asertos; más bien, fue producto de un pánico moral de corrección política que envolvió por completo la carrera de Murray—y todavía no lo suelta—”.

Bell curve.
Imagen: Etimg.

En este largo sermón introductorio, Harris hace cuatro cosas. 1) Afirma que el trabajo de Murray constituye la controversia más aguda “de los últimos 50 años.” 2) Nos entrega un fallo: en dicha controversia, la mayor de todas, Murray tiene toda la razón (toda, todita). 3) Esa victoria total se explica fácil: no hay nada mejor en la literatura psicológica que lo reportado por Murray. 4) Por lo tanto, si tantos se oponen es porque “la gente,” sobre este tema, está absoluta y enteramente prejuiciada por los “tabúes concéntricos” de la corrección política. 5) Concluye que, empapada de esta cultura, y presa de un “pánico moral,” la crítica—actuando “de mala fe”—ha hostigado injustamente a Murray.

No hay una contradicción obligada entre adoptar esta postura—tajante y perentoria—y aquella “honestidad intelectual” que, “aunque parezca que me estoy pavoneando,” Harris presume como “eje rector” de su trabajo. Pero evitar dicha contradicción requiere haberse ensuciado las manos con una investigación, pues como confiesa Harris, él no sabía mucho sobre este tema. Sin embargo, no encuentro evidencia de que haya curado su ignorancia investigando cosa alguna. Simplemente intercambió una autoridad por otra: ahora la fuente presuntamente impoluta y decisiva para cualquier afirmación es siempre el propio Charles Murray.

IQ.
Imagen: theconversation.com.

Eso no me parece responsable. Porque el mentado “pánico moral” contra Murray tiene un contexto: la historia de la psicometría de la ‘inteligencia’ y la forma como fue empleada, con trampas, para vejar los derechos y libertades de los occidentales. Es posible, en principio, que la psicometría de hoy sea muy distinta, pero eso mismo nos toca investigar; omitir el paso—lo que ha hecho Harris—no corresponde a la “honestidad intelectual.” No basta con leer The Bell Curve y constatar, como afirma Harris, que la prosa de Murray no es la de un nazi de hocico espumeante. Ningún análisis—y ningún aval de Murray—pudo ser más superficial, pues jamás acusaron a este politólogo de tener un mal estilo. El problema aquí es el fondo.

En mi próxima entrega, haré el trabajo que se ahorró Harris. Repasaré brevemente los orígenes de los exámenes de IQ y el fraude que implicó la aplicación de dichos exámenes a manos de los eugenistas, líderes del movimiento que incubó y produjo al nazismo alemán. Y examinaré si el trabajo de Charles Murray representa una revolución en contra de aquel legado, o si más bien es una continuación. Podremos entonces evaluar si es razonable aceptar el testimonio de Harris—basado enteramente en las afirmaciones de Murray—“sobre el IQ, sobre la validez de su medición, sobre la importancia que tiene en el mundo real, sobre su carga genética, y sobre la variabilidad de su expresión en distintas poblaciones.”

Hasta la próxima.


Francisco Gil-White es autor de El Eugenismo: Movimiento que Parió al Nazismo Alemán.
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