La mezcla constante: racismo e invasión en la historia

Imagina la vida de Ota Benga: negro, con su 1.35 metros de alto y cincuenta kilos en los inicios de 1900. Él fue un pigmeo congolés vendido como esclavo y exhibido en el zoológico del Bronx junto a orangutanes. Un éxito de taquilla. Sus dientes afilados, producto de los rituales de su tribu, bastaban para mostrar la evidencia de su salvajismo, “podía atacar y despedazar a sus víctimas”. Lo raro siempre ha atraído a los hombres. El otro es siempre un extraño. A sus 32 años, después de haber sido exhibido por 12 años, se suicidó: acto de dignidad, escape a la humillación. Imaginar su vida es pensar en un pasado aparentemente remoto y salvaje de la civilización. Los derechos humanos no habían nacido, la civilización proclamaba la máxima negación del otro; el progreso significaba el no salvaje. Salvajes eran el negro, el indio, el mexicano, el no europeo.

En los albores de la civilización moderna, el racismo ha sido uno de sus fundamentos. Muy cercano a la época de Benga, en la década de 1880, llegó a Nueva York, un inmigrante alemán que sería el fundador de la escuela de Antropología Americana: Franz Boas, hijo de judíos. Tocado tanto por el racismo neoyorkino que mató a Benga como por el antisemitismo que lo llevó a Estados Unidos, realizó diversos estudios negando la relación entre la biología y el comportamiento, dando énfasis en la importancia de la cultura.

Otta Benga.

Casi 100 años después de esos momentos, en el 2003, presencié afuera del Museo del Hombre de París, una exposición formidable. Eran retratos de personas alrededor del mundo. Comenzaba la exposición por mostrar los rostros de aquellos con tez más negra y el tono se iba aclarando conforme caminabas. De manera imperceptible, al dar la vuelta a la explanada del museo, te dabas cuenta que estabas mirando a la persona de tez más blanca que puedas imaginar. Créeme: Trump, un hijo de inmigrantes escocés y alemán, sería moreno a su lado. Desafortunadamente, no recuerdo al artista, pero eso debería de ser difundido por todas las escuelas.

La muestra de ese artista o esos artistas eran una forma simple de probar lo que la genética y la antropología, de manera menos asequible a todos, han probado: somos una mezcla constante. Las fronteras entre blancos, negros, amarillos, están en nuestra mente y en nuestra ignorancia, o nuestra falta de mundo. Al igual que cuando se mira una escala de grises muy detallada, poco a poco y sin darte cuenta, de un contraste llegas del negro al blanco o del blanco al negro. Si recorrieras el mundo de un extremo al otro te pasaría eso. En la realidad somos un río de genes en constante flujo. Los tonos de piel sólo remarcan las adaptaciones climáticas por las que nuestros ancestros pasaron al ir poblando el mundo. Esos flujos genéticos son tan antiguos como el hombre mismo. Los primeros europeos de Homo Sapiens eran negros, de eso no hay duda, y se encontraron con unos pelirrojos, los neandertales, con quienes tuvieron descendencia. Los neandertales, de capacidad craneal mayor que los sapiens, hoy sólo existen en nuestros genes en un porcentaje ínfimo.

La antropología en sus orígenes sustenta dos historias: una, la de investigadores y científicos que querían probar la existencia de razas, y junto con ellas ligaban las capacidades craneales. Abogaban por diferencias claras entre unos y otros: civilizados y salvajes, cráneos grandes contra más pequeños. Una perspectiva diferente, la de los otros antropólogos, como Boas y posteriormente Claude Lévi-Strauss –francés nacido en Bélgica, hijo de judíos originarios de Alsacia–  que, al igual que su maestro alemán, migraría a Nueva York por el tema racial después de sufrir la amenaza nazi (casi 40 años después). Ambos hombres, pilares de la antropología, lucharon por erradicar esa imagen incongruente, que como una fotografía detiene el flujo genético y la mezcla constante para congelarla en un color, en una raza, en una forma estática.

Boas y Lévi-Strauss probaron que la capacidad y los productos culturales son consecuencia de mentes con capacidades idénticas, pero en contextos sociales distintos. Hoy la lucha de estos intelectuales sigue sin ser erradicada. Conforme hay agendas políticas racistas, aumentan las interpretaciones de una genética que se liga a la eugenesia: al deseo de la ingeniería humana y la supremacía, y que intenta sustentar el comportamiento y las diferencias en capacidades a determinados genes. El conocimiento también es política.

Migrantes.
Fotografía: Infobae.

Patrick Crusius, el asesino de El Paso en Walmart, seguramente hablaría de contaminación racial frente a un escenario como el del Museo del Hombre: aunque no pudiese sustentar los límites claros entre su raza y la de muchos latinos o mexicanos. Diría que sería eso justo la prueba y constataría la validez de su acto: la contaminación genética, tal y como lo atestigua su manifiesto. Sin pensar acaso que esa tierra que pisaba cinco generaciones antes estaba poblada por mestizos españoles.

El año pasado en Charlottesville, Virginia, también en agosto, en el primer año de la administración del presidente Donald Trump, varios actos de racismo generaron pánico en la sociedad norteamericana: un hombre arrollaría a decenas de personas con su coche. Nazis, supremacistas blancos, miembros del Klan marcharían por sus derechos, las pancartas rezaban: “No seremos reemplazados por ustedes”. El temor es que los genes blancos desaparezcan ante la invasión hispana, asiática, negra y otras. En la manifestación de Charlottesville, los grupos supremacistas se congregaron alrededor de la estatua del General Lee, a quien querían derribar.

La estatua de Robert Lee sería erigida junto a su caballo “Traveller”, ahí en Virginia debido a un acto simbólico asociado a las pugnas entre el norte y el sur norteamericano. Cuenta la historia que los vencedores, los del norte industrial, tenían que dejar como héroes a algunos sureños confederados, dueños de una sociedad agraria sustentada en la esclavitud negra, para así poder unificar a un país dividido. Alguna interpretación de la historia de la Guerra de Secesión (1862-1865) dice que el trasfondo real era abolir la esclavitud. Lee, aunque invitado por el propio Lincoln a pertenecer al ejército del norte, luchó en el sur y fue vencido, se rindió en 1865, siendo el jefe de todo el ejército sureño. Paradójicamente, Lee dirigirá un colegio que invitaba a estudiantes del norte y el sur a convivir y tomar clases, entre las cuales destacaban los negocios y el español antes de morir. Su estatua se erigió en 1880.

Seguro Crusius se sorprendería, y se confundiría, ante el hecho de que el héroe de guerra, que querían derribar un año antes otros supremacistas, fue un héroe condecorado por su lucha con los mexicanos durante la Guerra de Intervención (1846-1848). Diez años después de que Texas fuera tomada por el general Houston, Robert Lee luchó con los mexicanos para invadir un territorio nuevo. Ese territorio que hoy se reclama como propio, que a su vez fue invadido por españoles, quienes despojaron a indígenas.

Veo las redes. Busco respuestas y encuentro la expresión más clara de nuestra mezcla. Tierras tomadas, mezcla de genes, cultura, contexto, historia olvidada.

Nadie es ilegal.

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