La civilización no suprimió la barbarie; la
perfeccionó e hizo más cruel y bárbara.
Voltaire.
Nuestra vida transcurre en un entorno ciertamente violento. A diario atestiguamos, de manera remota o presencial, situaciones impactantes que van perdiendo atención por su incremental frecuencia y por la necesidad de mantener un mínimo equilibrio interno ante las atrocidades.
Se ha vuelto costumbre culpar al otro de la violencia y con eso sosegar la conciencia; se acusa, se señala, se individualiza; la responsabilidad se descarga cuando se encuentra que al causante del daño o la imputación se traslada a algún inocente por el simple hecho de ser diferente.
La violencia suele ser gradual, va desde el uso negativo del lenguaje que descalifica u ofende, de la burla, diatribas o epítetos pasa a la discriminación y difamación, desciende a la marginación, la exclusión, el despojo, el destierro y en su acción más grave el exterminio, como lo documenta la Historia por motivos económicos, de clase social, etnia, religión o ideología política.
Quien ejerce la violencia, legítima o ilegítima, está constantemente expuesto al riesgo de recibir a cambio, en cualquier momento, más violencia. Quien pretende dominar a base del miedo, transita en la cuerda floja ante las reacciones de las víctimas, que pueden resultar tanto o más implacables; estableciendo de este modo una escalada que pudiera no tener fin y de consecuencias inimaginables.
Cuando fuera de la Ley se usa o pretende utilizarse la fuerza como medio de dominio, la lucha se deshumaniza, da lugar al abuso, a la delincuencia, al asesinato indiscriminado, hasta llegar al terror infundido en una población inocente, abonando la desconfianza y el aislamiento.
Si fuésemos capaces de aceptar que la violencia está enquistada en el tejido social, propio o global, la consideraríamos como una responsabilidad colectiva y, por lo tanto, su solución rebasa la tarea de encontrar culpables concretos.
En su carácter de depositario del monopolio legítimo de la fuerza para garantizar la convivencia general, a la necesaria estrategia persecutoria, el Estado debe adicionar como máxima prioridad, la prevención. Ello implica cerrar las brechas de la desigualdad y reducir al mínimo el flagelo de la pobreza, así como encauzar el ineludible conflicto social por vías pacíficas y civilizadas, particularmente cuando se trata de la lucha por el poder.
Hasta ahora no se conoce la fórmula infalible para eliminar la violencia; sin embargo, la política aún con todas las descalificaciones que cotidianamente recibe, continúa siendo la vía más idónea para acotarla. La política, debidamente sometida a reglas precisas y respetadas por todos, es útil para establecer los espacios de armonización de los distintos y a veces encontrados intereses, del intercambio de las diversas y contradictorias ideas. La toma incluyente de las decisiones encuentra campo fértil en el escenario de una equitativa distribución del poder.
En tales propósitos, el discurso, el lenguaje en su polo positivo, adquiere preponderancia sobre los demás factores, el diálogo es el instrumento esencial para llegar a acuerdos, consenso y lograr la acción cooperativa y solidaria. Estos atributos derivan en una verdadera transformación política, social y económica a través del convencimiento mutuo, basado en argumentos sólidos, no sólo en percepciones o prejuicios, toda vez que no se trata de destruir a quienes no piensan o no actúan como nosotros, sino de integrarnos en una tarea con visión constructiva.
Los medios masivos pudieran recuperar la ética pública en el manejo de la información y su interpretación; pero en nuestros días, con la disponibilidad de la tecnología, sus aplicaciones y el surgimiento de las redes sociales al alcance de todos, la información fluye tan libre, irresponsable y vertiginosamente, que ésta se puede utilizar de manera indiscriminada, tanto para provocar la violencia como para incentivar la convivencia pacífica; en esta balanza va de gane la instigadora sobre la conciliadora, pero por fortuna el match es permanente, nunca será tarde para rectificar.
A la sinrazón de la fuerza, habrá que oponer la fuerza de la razón, en ello la comunicación, es decir, los medios a través de los cuales se difunde la palabra, tienen la posibilidad y el privilegio de conformar una opinión pública con actitudes ciertamente críticas pero igualmente propositivas. Ésta es una responsabilidad compartida entre gobierno y gobernados.
Magníficas ideas, hechas penetrantes palabras… Ideas y palabras que se diluyen en el caldo de la corrupción…